I
Bulle Gorroperdido en fiestas. No cabe un alfiler
en la plaza porticada, pero a mí me parece que estamos solos Mavi y yo. Nos
zumban los oídos con tanto decibelio. Izquierda, izquierda, derecha, derecha,
delante, detrás: ¡Un-dos-tres! La yenka, sí. No puede haber un baile más tonto.
Pero ahí están: todos dando saltitos. Ella me coge del brazo y tira de mí haciéndome
un gesto. Salimos del epicentro. Tampoco vamos muy lejos. No nos damos cuenta,
pero decenas de ojos nos miran seguro. Ufff. Qué acaloramiento. También será del vino. La bota estaba llena,
ahora casi no queda y de aquí sólo he bebido yo. Todo a gallete. “¿Has hecho
las paces con Uri?”, me pregunta. “¿Con ése? Con ése ya no tengo nada de qué
hablar”. Me faltan pruebas, pero estoy seguro de que fue él quien se agenció mi
reloj nuevo. Él y su particular sentido de la propiedad. No sería la primera
vez que ve algo, le gusta y se lo queda
por la vía de guardárselo en el bolsillo. “Es tu amigo de toda la vida… sería
una lástima que por esto…”. Quiero
cambiar de tema. No le encuentro mucho sentido ahora hablar de Uri. Sé que no
es eso lo que quiere decirme. Y mi corazón bombea a toda máquina.
“Estanislao…”. Su voz suena dulce, suave. “¿Sí?”. Siento que estamos en ese
punto en el que vamos a descubrir nuestros sentimientos sin medias tintas. “Nos
vamos de Gorroperdido… la semana que viene… Aquí no tenemos porvenir, no tenemos
nada que hacer”. ¿Queeeé? ¡Mazazo! ¿Cómo puede ser eso? ¡Que se vayan sus
padres a la Cochinchina si quieren, pero que ella se quede! Me rebelo. Mavi empieza
a sollozar en silencio. “…donde va la cuerda, va el cubo, dice mi padre”. Me
acabo de quedar helado. Me derrumbo. Qué va a ser de mí sin ella. Esto no tiene
lógica. No cuadra. Me da unos golpecitos en el codo. Me anima. “Nos
escribiremos… nos veremos en verano… nos...”. Eso no ayuda. Eso no. Mavi saca
de su bolso una cajita cerrada. “Guárdamela. Pero no la abras. Ya me la
devolverás cuando podamos estar juntos”. Afirmo con la cabeza. Entiendo las
instrucciones. No abrirla. Es como si ahí dentro me dejara parte de su corazón
para que yo lo cuide. Lo siguiente es un beso. El primero. Un beso que quiere detener
el tiempo. Y lo que va a continuación es un grito, del capullo de Uri, no podía
ser otro, exclamando desde la esquina del estanco: “¡Hale, hale, los dos
tortolitos, dándose el lote!”.
XI
En la pared de mi habitación, un mapa. Dos
chinchetas. Una clavada en Gorroperdido. La otra, en Tondon, donde vive Mavi. ¡Están
poco lejos una de otra! Las uní con hilo de pescar, que era lo que más tenía a
mano. Cuando me invade la nostalgia, que es casi siempre, abro el cajón de la
cómoda, el de abajo, y busco la cajita que ella me dio y me quedo absorto. Me
pregunto qué habrá dentro. Un mechón de su cabello ondulado, quizá. Pero no.
Pesa algo más. Lo agito. No suena nada. Eso no es una pista. Al cabo de un buen
rato, cuando los ánimos han vuelto, la vuelvo a guardar. No cuento los días,
los meses que ya han pasado. Cuento que, para que ella vuelva, cada vez falta
menos.
XXI
Al final, me he quedado haciendo lo que sé hacer:
amasar la harina en nuestra panadería. Mi sueño de ir a estudiar a Mardebé se
ha esfumado. Y no lo he sentido. Aquí tenemos trabajo dos días a la semana:
Sábado y Domingo, que es cuando vienen los turistas. El resto, con muy poco,
todo está más que hecho. Hay incluso otro horno en Gorroperdido. Que quién lo
lleva. Quién va a ser. Uri. No sé cómo la gente se deja engatusar por ese pan
prefabricado que él cuece… para mí que le pone yeso, porque al día siguiente,
está hecho una piedra y no hay quien le hinque el diente. Sigo sin noticias de
Mavi. No, no quiero que su recuerdo se aleje tanto como la distancia a la que
ahora se encuentra.
XXXI
Cómo me cuesta. Qué tentación. Parece la manzana
que Eva le tendió a Adán en el paraíso. Eso sí, en forma de cajita. ¿Por qué
tendrían que prohibirles a ellos comer esa manzana? ¿Y por qué tendría que
pedirme a mí que no abriera esta dichosa cajita? Ha pasado mucho, mucho tiempo.
Lucha mi conciencia. No debo abrirla. Tengo que hacerme la cuenta. Como si no
la tuviera. Como si no existiera. Un día de éstos, ella vendrá. Y yo se la
daré. Y habrá magia. Seguro. Me muerdo los labios y contengo a duras penas mi
curiosidad. Ufff, cómo me cuesta.
XLI
Radio Macuto ha entrado por el mostrador del horno
agitando la cortina de canutillo y ha anunciado que los Romero han vuelto al
pueblo. Al instante, la piel, mi piel, de gallina. Están muy viejuchos. La hija
no está. No ha venido con ellos. Dicen que tiene un puesto muy importante en
una multinacional de Tondon. A Radio Macuto le pondría yo un bollo en la boca
cuando recuerda: “Estanislao, tú y ella érais muy amiguitos, ¿no?”. Pero me
contengo. Acaba la noticia con: “Han venido a vender la casa… si llegan a
tardar un año más, en vez de vender una casa, con el tejado a punto de
hundirse, lo que tienen que vender es un solar”.
XLII
Sí. Qué pasa. Yo he comprado la casa de los
Romero. No hay nada que envejezca más rápido que una casa vacía. Y a ésta le
falta un buen repaso. Grietas. Vigas hundidas. Humedad. Hablo con Modesto el
albañil. “Todo tiene que quedar como estaba”, digo en voz alta. “Como cuando
ella vivía aquí”, pienso para mis adentros. Refunfuña: “…menos te costaría
tirarla abajo y hacer una nueva”. Lo zanjo con un: “haz lo que te digo: quien
paga, manda”.
LI
Estaba preparándome para ir a la panadería. Ha
sido todo muy rápido. Olía el aire a quemado. Leña de olivo. Gritos. Y fuego.
Cuando me he venido a dar cuenta, me he sobresaltado, “ost… ¡si es el
horno!”. El camión de bomberos. Su
sirena. La calle de la Pez es tan estrecha que por ahí no cabe. Vecinos
curiosos se agolpaban. “¡Dejadme pasar”. “¡No seas loco, Estanislao, hay mucho
humo!”. “¡Que me dejéis, leche!”. Me he zafado a empujones. Madre mía… el
infierno debe ser esto. Ojos irritados. Tragando carbonilla a través del
pañuelo humedecido. Andando a gachas, he accedido a lo que fue mi habitación,
donde el mapa y las dos chinchetas. He arrancado el último cajón de un estirón.
He cogido la cajita. La cajita, lo único que ahora me importa. Crepita el
fuego. Explota una bombona que tengo en el almacén. Revientan cristales. Sudor
a chorros. Salgo con la poca fuerza que me queda. Me falta el aire. Me quemo
vivo. Me abraso. Vienen a por mí los bomberos. “¿Está loco o qué? ¡Insensato!”.
Se me llevan entre dos, porque ya no me tengo. Toso. Toso mucho. Se quema. Se
quema mi modo de vida. Pero por lo menos, la cajita de Mavi, está aquí conmigo sana
y salva.
LXXI
“Pan artesano”, reza el cartel en la nueva puerta.
Aquí vengo a pasar el rato, a distraerme, a ver cómo trabajan los jóvenes. Yo
ya penqué lo mío. Hoy recibí una carta. Lo sabe Radio Macuto. Me ha preguntado
que de quién es, con ese matasellos. De momento, se va a quedar con las ganas
de saberlo. Yo sí he reconocido la letra de Mavi. Al leerla me ha dado un no sé
qué. Porque viene. Vuelve a Gorroperdido. Viene prejubilada. Y viene para
quedarse. Qué sensación. Qué hago yo ahora. Qué. Le diré que aquí estoy, que
aquí sigo, que aquí la espero. Y le diré también que lo sentí mucho, que no le
podré devolver su cajita porque que se me quemó con el incendio. Pero que, como
pidió, nunca la abrí y nunca llegué a ver el reloj, mi reloj, el que ella había
puesto dentro.
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