domingo, 8 de febrero de 2015

La tentación en una cajita



I
Bulle Gorroperdido en fiestas. No cabe un alfiler en la plaza porticada, pero a mí me parece que estamos solos Mavi y yo. Nos zumban los oídos con tanto decibelio. Izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás: ¡Un-dos-tres! La yenka, sí. No puede haber un baile más tonto. Pero ahí están: todos dando saltitos. Ella me coge del brazo y tira de mí haciéndome un gesto. Salimos del epicentro. Tampoco vamos muy lejos. No nos damos cuenta, pero decenas de ojos nos miran seguro. Ufff. Qué acaloramiento.  También será del vino. La bota estaba llena, ahora casi no queda y de aquí sólo he bebido yo. Todo a gallete. “¿Has hecho las paces con Uri?”, me pregunta. “¿Con ése? Con ése ya no tengo nada de qué hablar”. Me faltan pruebas, pero estoy seguro de que fue él quien se agenció mi reloj nuevo. Él y su particular sentido de la propiedad. No sería la primera vez que ve algo,  le gusta y se lo queda por la vía de guardárselo en el bolsillo. “Es tu amigo de toda la vida… sería una lástima que por esto…”.  Quiero cambiar de tema. No le encuentro mucho sentido ahora hablar de Uri. Sé que no es eso lo que quiere decirme. Y mi corazón bombea a toda máquina. “Estanislao…”. Su voz suena dulce, suave. “¿Sí?”. Siento que estamos en ese punto en el que vamos a descubrir nuestros sentimientos sin medias tintas. “Nos vamos de Gorroperdido… la semana que viene… Aquí no tenemos porvenir, no tenemos nada que hacer”. ¿Queeeé? ¡Mazazo! ¿Cómo puede ser eso? ¡Que se vayan sus padres a la Cochinchina si quieren, pero que ella se quede! Me rebelo. Mavi empieza a sollozar en silencio. “…donde va la cuerda, va el cubo, dice mi padre”. Me acabo de quedar helado. Me derrumbo. Qué va a ser de mí sin ella. Esto no tiene lógica. No cuadra. Me da unos golpecitos en el codo. Me anima. “Nos escribiremos… nos veremos en verano… nos...”. Eso no ayuda. Eso no. Mavi saca de su bolso una cajita cerrada. “Guárdamela. Pero no la abras. Ya me la devolverás cuando podamos estar juntos”. Afirmo con la cabeza. Entiendo las instrucciones. No abrirla. Es como si ahí dentro me dejara parte de su corazón para que yo lo cuide. Lo siguiente es un beso. El primero. Un beso que quiere detener el tiempo. Y lo que va a continuación es un grito, del capullo de Uri, no podía ser otro, exclamando desde la esquina del estanco: “¡Hale, hale, los dos tortolitos, dándose el lote!”. 

XI
En la pared de mi habitación, un mapa. Dos chinchetas. Una clavada en Gorroperdido. La otra, en Tondon, donde vive Mavi. ¡Están poco lejos una de otra! Las uní con hilo de pescar, que era lo que más tenía a mano. Cuando me invade la nostalgia, que es casi siempre, abro el cajón de la cómoda, el de abajo, y busco la cajita que ella me dio y me quedo absorto. Me pregunto qué habrá dentro. Un mechón de su cabello ondulado, quizá. Pero no. Pesa algo más. Lo agito. No suena nada. Eso no es una pista. Al cabo de un buen rato, cuando los ánimos han vuelto, la vuelvo a guardar. No cuento los días, los meses que ya han pasado. Cuento que, para que ella vuelva, cada vez falta menos. 

XXI
Al final, me he quedado haciendo lo que sé hacer: amasar la harina en nuestra panadería. Mi sueño de ir a estudiar a Mardebé se ha esfumado. Y no lo he sentido. Aquí tenemos trabajo dos días a la semana: Sábado y Domingo, que es cuando vienen los turistas. El resto, con muy poco, todo está más que hecho. Hay incluso otro horno en Gorroperdido. Que quién lo lleva. Quién va a ser. Uri. No sé cómo la gente se deja engatusar por ese pan prefabricado que él cuece… para mí que le pone yeso, porque al día siguiente, está hecho una piedra y no hay quien le hinque el diente. Sigo sin noticias de Mavi. No, no quiero que su recuerdo se aleje tanto como la distancia a la que ahora se encuentra.

XXXI
Cómo me cuesta. Qué tentación. Parece la manzana que Eva le tendió a Adán en el paraíso. Eso sí, en forma de cajita. ¿Por qué tendrían que prohibirles a ellos comer esa manzana? ¿Y por qué tendría que pedirme a mí que no abriera esta dichosa cajita? Ha pasado mucho, mucho tiempo. Lucha mi conciencia. No debo abrirla. Tengo que hacerme la cuenta. Como si no la tuviera. Como si no existiera. Un día de éstos, ella vendrá. Y yo se la daré. Y habrá magia. Seguro. Me muerdo los labios y contengo a duras penas mi curiosidad. Ufff, cómo  me cuesta.

XLI
Radio Macuto ha entrado por el mostrador del horno agitando la cortina de canutillo y ha anunciado que los Romero han vuelto al pueblo. Al instante, la piel, mi piel, de gallina. Están muy viejuchos. La hija no está. No ha venido con ellos. Dicen que tiene un puesto muy importante en una multinacional de Tondon. A Radio Macuto le pondría yo un bollo en la boca cuando recuerda: “Estanislao, tú y ella érais muy amiguitos, ¿no?”. Pero me contengo. Acaba la noticia con: “Han venido a vender la casa… si llegan a tardar un año más, en vez de vender una casa, con el tejado a punto de hundirse, lo que tienen que vender es un solar”. 

XLII
Sí. Qué pasa. Yo he comprado la casa de los Romero. No hay nada que envejezca más rápido que una casa vacía. Y a ésta le falta un buen repaso. Grietas. Vigas hundidas. Humedad. Hablo con Modesto el albañil. “Todo tiene que quedar como estaba”, digo en voz alta. “Como cuando ella vivía aquí”, pienso para mis adentros. Refunfuña: “…menos te costaría tirarla abajo y hacer una nueva”. Lo zanjo con un: “haz lo que te digo: quien paga, manda”. 

LI
Estaba preparándome para ir a la panadería. Ha sido todo muy rápido. Olía el aire a quemado. Leña de olivo. Gritos. Y fuego. Cuando me he venido a dar cuenta, me he sobresaltado, “ost… ¡si es el horno!”.  El camión de bomberos. Su sirena. La calle de la Pez es tan estrecha que por ahí no cabe. Vecinos curiosos se agolpaban. “¡Dejadme pasar”. “¡No seas loco, Estanislao, hay mucho humo!”. “¡Que me dejéis, leche!”. Me he zafado a empujones. Madre mía… el infierno debe ser esto. Ojos irritados. Tragando carbonilla a través del pañuelo humedecido. Andando a gachas, he accedido a lo que fue mi habitación, donde el mapa y las dos chinchetas. He arrancado el último cajón de un estirón. He cogido la cajita. La cajita, lo único que ahora me importa. Crepita el fuego. Explota una bombona que tengo en el almacén. Revientan cristales. Sudor a chorros. Salgo con la poca fuerza que me queda. Me falta el aire. Me quemo vivo. Me abraso. Vienen a por mí los bomberos. “¿Está loco o qué? ¡Insensato!”. Se me llevan entre dos, porque ya no me tengo. Toso. Toso mucho. Se quema. Se quema mi modo de vida. Pero por lo menos, la cajita de Mavi, está aquí conmigo sana y salva. 

LXXI
“Pan artesano”, reza el cartel en la nueva puerta. Aquí vengo a pasar el rato, a distraerme, a ver cómo trabajan los jóvenes. Yo ya penqué lo mío. Hoy recibí una carta. Lo sabe Radio Macuto. Me ha preguntado que de quién es, con ese matasellos. De momento, se va a quedar con las ganas de saberlo. Yo sí he reconocido la letra de Mavi. Al leerla me ha dado un no sé qué. Porque viene. Vuelve a Gorroperdido. Viene prejubilada. Y viene para quedarse. Qué sensación. Qué hago yo ahora. Qué. Le diré que aquí estoy, que aquí sigo, que aquí la espero. Y le diré también que lo sentí mucho, que no le podré devolver su cajita porque que se me quemó con el incendio. Pero que, como pidió, nunca la abrí y nunca llegué a ver el reloj, mi reloj, el que ella había puesto dentro.

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