I
No le pongo cara yo al alemán éste. Y aquí le han
puesto una plaza. Levantando la vista, leo la placa de mármol en voz alta “Pla-za de Kurtz Kol-berg… ¿Y ése quién fue,
qué pinta aquí en Gorroperdido?”. Yago, mi mejor amigo, me explica: “…pues es
un alemán que se vino a vivir aquí tras la guerra… un señor con mucha, mucha
pasta”. Mmmm. “¿Aquí? ¿Con el frío que hace? ¿Tan lejos del mundo?”. “Vete tú a
saber si se escondía de alguien… Al palmarla, dejó escrito que toda su fortuna
fuera para una Fundación…”. “Jo, tío, yo no sé cómo te enteras de todo eso”. “…pues
porque me lo ha contado mi padre… y esa Fundación es la que concede una beca al
año para que un estudiante nacido aquí en el pueblo pueda salir a estudiar
fuera”. “Ah…”. Resuelto el misterio del señor que da nombre a una plaza. Arrecia
ahora el viento frío del este. Sale humo por las chimeneas. Hora de recogerse. Seguimos
andando hacia nuestras casas. Él me confiesa: “…cuando llegue el momento, quiero, sea como
sea, que a mí me den esa beca. Yo, aquí en Gorroperdido, no me quedo”. Pues yo no veo qué tiene de malo
vivir aquí. Eso es algo que admiro de Yago. Lo claro que lo tiene todo.
II
El banco del pupitre está congelado. Pero el ambiente
está muy caldeado. A mi derecha, mi padre, que vuelve a estrujar el gorro de
lana con las manos, después de sacudirme un pellizco para que me calle que me
ha estremecido. A mi otro lado, Yago, que tiene los ojos llorosos. Y a su
izquierda, su padre, que contiene la respiración. Frente a nosotros, el maestro,
el cura y el alcalde. El alcalde cierra la reunión. “Volvemos a insistir en lo
duro que es para nosotros tener que tomar una decisión y tener que elegir.
Tanto Yago como Arístides merecen esta beca, pero por las normas de la
Fundación, sólo podemos otorgar una por año… y nos hemos tenido que decidir por
uno”. El pellizco me lo he llevado cuando trataba de decir que a mí me es igual,
que se la den a mi amigo, que para él es la ilusión de su vida. Eso me contó
cuando hace un montón de años le pregunté que quién era ese Kolberg y así lo ha
repetido durante todo este tiempo. Yago no puede reprimir ya las lágrimas.
Esquiva con rabia mi intento de consuelo con mi mano en su hombro. “Bien”,
tercia el maestro, “vamos pues a firmar todos los documentos del protocolo”.
III
Mi padre no lee apenas. Firma y emborrona la tinta
donde le dicen. Con miedo de meter la pata, y con voz tímida, pregunto: “¿y
esto que dice aquí en la letra pequeña?”. Ajustándose las lentes, don Roque, le
quita importancia: “Ah, bueno… eso no es nada… un formalismo…”. Y enuncia el
motivo de mi duda: “El agraciado con la
beca, tendrá que ejercer en Gorroperdido al menos durante un año la especialidad
que haya estudiado fuera… o bien, reintegrar la totalidad de la ayuda con sus
intereses correspondientes”. El alcalde, cuadrando los papeles, apostilla: “puá…esto, a
la hora de la verdad nunca se ha cumplido… pero fue lo que el alemán dejó
escrito y por eso se ha mantenido”. Por lo bajini escucho que se dicen entre
ellos: “¡…pero qué mal le ha sentado a Yago que no se la hayamos dado a él!”. “¡…que
se jodan, ya le tenía yo ganas a su
padre!”.
IV
Llamo a la puerta. Miro hacia su ventana. No abre.
Golpeo más fuerte. Le llamo. “¡Yago, abre, por favor…!”. Sé que está ahí. El
autobús no espera. Me voy en cinco minutos. Me desgarra que ya no me haya
vuelto a hablar. Que me mire con ese odio. Suena la bocina. Tiempo de salir.
Vuelvo aturdido. Una última mirada atrás. Sé que me estará observando. Levanto
mi mano temblorosa despidiéndome. Tengo que irme, pero, vive el cielo, lo mejor
de mí se queda en Gorroperdido.
CI
Sonsoles se asoma a mi
despacho. “Cariño, ha llegado una carta certificada… del juzgado”. Lo primero,
sorpresa. Y casi seguido, desazón. Mis pulsaciones suben cuando rasgo el sobre. Ella no se mueve,
espera a saber qué hay dentro. Corre mi memoria a toda velocidad, tratando de
recordar si tendrá algo que ver con el accidente que tuve con el C3 el verano
pasado. Qué habré hecho… Aquello creo que ya quedó zanjado. “Es una citación…”,
leo. Eso da pie a más preguntas. “…una demanda del Ayuntamiento de Gorroperdido,
firmada por su alcalde… Yago Zapata”. “¿Gorroperdido? ¡Pero Arístides, si hace lo menos treinta años que no pasas por
tu pueblo!”. Una sombra me abate de repente. “Por eso, Sonsoles, por eso”. A
veces, el tiempo enterrado retorna y te da con su puño, ¡zas!, en toda la cara.
CII
…es el tercer abogado que consulto. Y me ha dicho
lo mismo. Pagar quinientos mil euros, menuda
barbaridad, que no sé de dónde. O, tal y como decía la letra pequeña del
contrato, que guardaba en una viejísima carpeta de puro milagro, volver y
ejercer mi profesión allí durante un año por amor al arte. Clases de matemáticas
para quien las quiera aprender. Sonsoles me persigue, qué piensas hacer, qué
piensas hacer. Yo, que estoy obligado a tener respuesta para todo, le pido
calma, y aunque no sé de dónde, le contesto: “…pagar ese dinero, no me queda
otra”.
CIII
…los Bancos, con lo que me apreciaban, ahora no me conocen. “¿Cuánto dice que quiere,
don Arístides?”. Ni con el piso de Mediavilla de hipoteca. Me indigno y amenazo
con sacar mi cuenta de toda la vida, pero con eso me quedo. Sonsoles viene
detrás, qué piensas hacer, qué piensas hacer. Yo ya no sé qué responderle.
CIV
…como amigo, como director del colegio, le he
explicado a Marcos lo que me ocurre. Se acaricia la barbilla mientras mide su
respuesta. “…me estás pidiendo pues una excedencia… y si puede ser remunerada”.
“Eso mismo”, repito, “…tendré que estar fuera un año para saldar mi deuda con
la Fundación Kolberg”. “…lo siento, Arístides, esto no es una ONG ni un centro
de caridad… si te vas, me haces una faena porque tengo que buscar un sustituto…
y si quieres volver en un año, a poco que la persona que entre sea tan o más
válida que tú, no puedo prometerte que haga por readmitirte…”. Apelo a mis
veinticinco años de impecable docencia. A él le da igual. Ahora me doy cuenta
de que Marcos, como amigo, poco; como director del colegio privado, mucho.
Salgo de su despacho tratando de indignarme, pero ya no me quedan arrestos para
eso.
CX
Sonsoles me lo ha dejado bien claro. “Arístides: Aquí
están los chicos… ¿Yo qué hago allí?”.
CXI
Ufffff, qué diferencia. Mi primer viaje desde
Gorroperdido a Mardebé, cuatro trasbordos, una cafetera de autobús, y peligro de tirar la
pota a cada bache. Ahora… dónde están las curvas… aire acondicionado… un pispás
de trayecto. Pero el nudo en el corazón, prácticamente es el mismo. Antes
porque me iba… y ahora, al cabo de muchos años… porque vuelvo.
CXII
Lo primero, nada más bajar, una gran bocanada de
aire limpio para mis gastados pulmones. Vuelve el color sonrosado a mi mejilla.
Lo segundo, ese rostro, esa misma cara, surcada por arrugas, inconfundible para
mí por décadas que pasen. Yago se me
acerca. No me tiende la mano, pero me dice: “¿Pelillos a la mar?”.
CXIII
Mi primera clase. Treinta desalmados que pasan de
mí y me boicotean. Ufff… los tengo que aguantar nueve meses. Como saque mi vena
gorroperdideña van a saber lo que vale un peine. Entro en el viejo piso
alquilado. Una aspirina. Silencio. Soledad. Bueno, soledad total no. Los
fantasmas de mi pasado han venido todos a verme.
CXIV
Estamos sentados don Matías, el párroco; Yago,
como alcalde, y yo mismo, como maestro. Hemos tenido una trifulca porque no nos
hemos puesto de acuerdo sobre a quién otogar la beca Kolberg de este año. Las
normas no dicen qué hacer en caso de desacuerdo. Y yo no me bajo del burro. Hay
una alumna, Francisca se llama, que destaca y le pega cuatro vueltas a todos
los demás. Voto por ella. Pero no está en las quinielas del cura. Y mucho menos
en las de Yago. Qué es lo que procede en este caso. Aplazar la reunión para la
semana que viene. Recapacitar. “…que nos ilumine el Espíritu Santo”, apostilla
don Matías. Y que nos ponga de acuerdo… en que esta chica es quien merece
llevárselo.
CXV
Llaman. Qué raro. A mí, aquí nunca viene nadie a
verme. Me asomo. Es Yago. Abro. Le hago pasar. Quedamos de pie frente a frente.
Nos sostenemos la mirada. Qué es lo que queda de mi otrora grandísimo amigo. Será,
habrá llegado el momento de las explicaciones. “Arístides… por mí y por el
Ayuntamiento de Gorroperdido, no hay letra pequeña, queda saldada tu deuda…
puedes irte cuando quieras”. Guardo unos
segundos silencio. Es mi pausa valorativa. Pasa por mi cabeza Sonsoles. Pasa
por mi cabeza el colegio al que le di todo y no me guardó la plaza. Pero
también pasa por mi cabeza esta chica, que no tiene ni idea de la cruzada que
he iniciado por ella. Y pasa por mi cabeza el respeto de mis nuevos alumnos
que, orgullosos, empiezan a rendir y dar de sí todo lo que pueden. Resumo mi
respuesta en un: “Yago… por mí y por Gorroperdido que, por lo menos, voy a cumplir a rajatabla esa letra pequeña,
esos nueve meses que me quedan… y luego, si puedo, pelearé por quedarme para
siempre”.
CXVI
Esta tarde he querido pasar por la Plaza de Kurtz
Kolberg. Aún resuena en mis oídos el grito de júbilo, incrédulo de Francisca
cuando le hemos anunciado que ella sería la nueva becaria Kolberg. Con todo
merecimiento. Me he detenido como antaño mirando su placa. Ahora ya sé quién fue. Le pongo cara. Y sé
también más o menos cómo vivió. Me quito el sombrero. Embargado por la emoción.
Porque, por él, la población aquí no ha caído. Se mantiene, crece y disfruta
del nivel de vida de mejor calidad de toda la comarca. Viene viento frío del
este que me corta la cara. Antes de proseguir, me subo el cuello del abrigo y, con la voz tomada, me sale del alma un: “Gracias, señor Kolberg”.
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