I
“¡Mírala! ¡Ahí va!”. “¿Que mire a quién?”. Giro a un
lado y a otro la cabeza. Yo no veo a nadie. Ella la señala. “Ésa de delante, es
la señora Letreros”. “Perdona, pero no te entiendo, Davinia, hablas muy rápido
para mí”. Davinia se me acerca al oído. “Es una tía muy pero que muy rara: no habla, pero porque no le
da la gana, siempre va con una pizarrita y se hace entender con lo que escribe”.
“Ahhhh”. La veo de espaldas. Parece una mujer mayor. Arrastra un carro de la
compra. Y de él sobresale un tablero verde. “Lo mejor, no te lo pierdas: es que
vive en la plaza del ayuntamiento… y en su balcón siempre tiene una pancarta:
siempre”. Me da con el codo. “¡Corre, Tracy, ven! ¡Vamos a ver cuál ha puesto
hoy! Los vecinos hacen mucho caso de lo que dice…”. La sigo. Me cuesta andar
por el empedrado de este pueblo. Qué mal hice no viniendo con suelas más
robustas. Callecita arriba, callecita abajo, me pierdo, me mareo. Me falta el
aire. Cómo corre esta chica cuando quiere. Salimos a una bocacalle de la plaza
del Ayuntamiento. Enfrente, una casita blanca, preciosa, de dos alturas y tejas
viejas. En el balcón de arriba, hay un cartel colgado. Leo. Cada letra,
primorosamente escrita, de un color. Deletreo. “El-día-que- cai-gan-cua-tro-go-tas-nos-va-mos-a-en-te-rar… ¿qué quiere decir eso?”. “Ja, ja: la
vieja está reivindicativa”, se parte Davinia, “…pues que se acerca Septiembre,
vienen las lluvias y aún no han limpiado los barrancos…: ¡Inundaciones seguras!”.
¿Y eso le hace gracia? Esta niña, ya lo decía yo, es un poco tonta o se lo
hace.
II
A Davinia le dolía algo la cabeza. Y, después de
comer, diciéndome un “tú haz lo que te dé la gana, Tracy”, se ha acostado. Yo
he estado haciendo zapping. Algo harán en la tele que mi oído pueda entender y
que me sirva para practicar español. Pero ponga el canal que ponga no me entero.
Hablan como metralletas. Y no hablan: gritan. Para dos semanas que he venido de
intercambio aquí a España, o aprovecho el tiempo, o me quedo sin ver nada de
nada. Me he colgado la Kodak al cuello. Y he salido a la calle. Gorroperdido no
es tan grande. Cuando mi anfitriona esté más despejada y me quiera buscar, me
encontrará en dos minutos. Y si soy yo la que me pierdo, con mirar a la torre
del campanario e ir hacia allá, ya recupero la orientación. Uffff, decir que aquí
hace calor es poco. Cómo sudo. Clic. Clic. Foto. Foto. Qué rincones. Qué
calles. Cuánta maravilla en este apartado mundo. Resoplo. La plaza del
ayuntamiento otra vez. La casa de… esa señora… cómo se llamaba. Ah, sí: La señora
Letreros. Giro el cuello hacia arriba. Mira: Ha cambiado la pancarta. Ahora
dice: “Al-cal-de-cho-ri-zo”. Eso sí que me lo tiene que
explicar Davinia. No lo entiendo. Lo leo otra vez. ¿Chorizo? Me he arrimado
tanto que no me he dado cuenta de que la puerta se ha abierto. Madre mía, qué
susto. He dado un paso para atrás. Una señora, con el pelo blanco, peinado
hacia atrás, me muestra una pizarra verde. Con una sonrisa como no he visto
otra, me está preguntando: “¿Te apetece una limonada?”. Con lo derretida que
estoy, y la boca seca que me ha dejado el jamón serrano de la comida, no estoy en
condiciones de decir que no: se lo agradezco en el alma.
III
Es increíble. Ni un aparato de aire acondicionado
está a mi vista. Pero aquí dentro de esta casa se está fresquito. Una mesita
redonda. Sentadas frente a frente. Una bandeja. Una jarra de cristal. Dos vasos
de cristal tallado. Ay, como se me caiga ahora. Doy un sorbo pequeñito. Temo
que no me guste. Uaaaaa. Está especial. ¿No me podrá decir esta mujer cómo se
hace esto? Sonrío. Y me devuelve la sonrisa complacida. Y ahora qué. Me ha
tendido una pizarra. Ella sostiene la suya. Qué le digo. Afino mi letra, que es
de alivio. “¿Us-ted-por-qué-no-ha-bla?”. Ojos increíblemente profundos. Como un
mar. “Por-que-no-me-ha-ce-fal-ta”. A ver
cómo se lo explico en una pizarra de cuarenta centímetros. Que las palabras,
según se digan, tienen matices y sentimientos. Que pueden significar una cosa o
su contraria. Que la velocidad de la lengua no la tiene el lápiz más rápido.
Que… Estoy en ésas, cuando ella amablemente me invita, me propone… a ver si es
lo que estoy entendiendo, ¿ver un film? ¿ahora? ¿aquí? Bueno, bien, si no es
muy largo, por qué no. La mujer, se agacha, prepara un vídeo… la de tiempo que
yo no veía armatostes de éstos, le da al botón… y la película empieza. Sin
sonido, como yo suponía.
IV
Me he quedado absorta. Boquiabierta. He visto un
peliculón. En blanco y negro. Yo diría que de principios del siglo pasado. Sus
diálogos, letreritos enmarcados, sus personajes, completamente gestuales, al
gusto de la señora de la casa. ¡Y ella, ella era la actriz principal! Me he
conmovido. Acababa de terminar cuando han aporreado la puerta y el timbre a la
vez. La señora Letreros se ha levantado a abrir. Eran dos personas. Una,
Davinia. Hecha un basilisco. Dónde te has metido. Me has dado un susto de
muerte. Por qué te vas sin decir nada. Te podría haber pasado algo. Otra, el
policía municipal de Gorroperdido: “Señora Úrsula, voy a ser bueno: ya está
quitando el cartelito de su balcón, o de la denuncia que le cae, recupera usted
el habla de golpe”. Con eso ya sé que no se le puede pedir chorizo al alcalde.
X
De nuevo en Minneapolis. Estoy pegando las fotos
de Gorroperdido. Qué de recuerdos. Con Davinia, la cosa acabó así-así. Ella me
dijo que, habiéndose inundado su casa después de las lluvias, no podría venir a Minnesota y yo, cruzando los
dedos y ahogando un “¡bieeennnn porque no vengas, bravo!”, no le insistí mucho. Mi madre dice enojada que
he vuelto peor que me fui: que no he progresado nada y que no soy capaz de
mantener mínimamente una conversación en español. Bueno, miro mi pizarrita
nueva, y no estoy totalmente de acuerdo. Contínuamente converso con Úrsula, mi
queridísima señora Letreros de Gorroperdido. De corazón a corazón, saltando
distancias e idiomas, tiene la voz más armoniosa y dulce que jamás he escuchado.
Yo estoy educando ahora la mía. Al igual que ella, sin pronunciar una sola
palabra.
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