lunes, 7 de julio de 2014

¿Y mi beso?

 
I
“Basilio… si ya fueras el inventor que quieres ser ¿en qué invento estarías trabajando ahora?”. Gema lo pone a prueba. Siempre lo pilla con alguna idea en la cabeza. O con varias. Él mira a un lado, a otro. “Chissss: puede haber espías”. Nadie debe saber qué proyecto secreto está maquinando. Se sienta a su lado. Se  le acerca al oído. Mueve mucho las manos. “…es que no sé cómo explicártelo: verás… se trata de un detector especial… tiene que ser portátil… como si fuera una calculadora… para que lo puedas llevar en la mano… lo puedas sacar en un momento dado y…”. “¿Y…?”. “…y puedas saber si en ese lugar donde te encuentras ya habido alguien que haya pensado en ti antes”. Gema se tapa la cara para esconder una sonrisa. “¿Y eso para qué serviría?”. Basilio se lo piensa. “No sé…  desde luego a mí sí que me gustaría cuando llego a algún sitio nuevo saber que ahí han pensado en mí antes…”. “Pero si no sabes quién y tampoco si eso que han pensado ha sido bueno…”. “…esos detalles ya los puliría después… De momento, tú imagínate el chasco que se llevaría un astronauta cuando paseando por la luna, conectara el detector y le saliera que doscientas veces se han acordado de él allí mismo… ¡evidenciaría la vida extraterrestre!”. Gema ríe. “Ay, Basi, Basi”. Él rumia contrariado su proyecto de invento. “Mmm… me parece que éste no te ha gustado mucho”. Se levantan del banco. Cerca, en los columpios, unos niños gritan. Hora de irse cada uno a su casa. Como siempre, sus tardes vuelan. Como siempre, al despedirse, en sus mejillas, se dan un beso.
II
Basilio gesticula. No sabe cómo explicárselo mejor a sus abuelos. Empieza de nuevo. Él será un gran inventor. Está seguro de eso. Ideas no le faltan. Hasta ahí, sus abuelos, serios, orgullosos, asienten. Dan fé. Pero, pero… “¡necesito un laboratorio!”. Ahí, sí que sí, la abuela pone una cara de escepticismo que no se la termina. “…un lugar tranquilo donde poder ponerme a hacer pruebas”. La abuela se alarma: “Basilio: a ver si armas una explosión y nos hundes la casa”. “¡Nooo, que nooo… abuela, tranquila… que no pienso explotar nada!”. Ella sorbe el café con leche de la merienda. Y mira al abuelo. Espera que sea él quien diga que no. Pero él, apoyándose en el bastón para incorporarse, concede: “ahí tienes el altillo, donde estaba el gallinero… ten cuidado cuando subas y bajes con los escalones, que están muy empinados”. Basilio reprime un gesto de triunfo. Exclama solemne: “…aquí empieza a escribirse una gran página para el progreso de la humanidad”. Sale corriendo hacia el altillo, su nueva base de operaciones. Catacrás. Iba advertido, pero casi tropieza. La abuela, un poco enfadada con la permisividad del abuelo, termina su taza y murmura: “caray, qué nieto más romancero nos ha salido”.
III
Lo ve. Esta tela metálica oxidada y cubierta de plumas irá fuera. En el suelo, rascará todos los excrementos acumulados en las baldosas durante años y años. Necesitará insecticida para los bichitos. Arrancará las telarañas que penden de las vigas. Cepillará las paredes. Desatrancará la ventana, una de cuyas hojas necesita un cristal nuevo. Lo ve. Un tubo fluorescente en vez de la bombilla colgando. Una regleta de enchufes arrimada a la pared. Una mesa larga, a modo de laboratorio. Con materiales de vidrio, por supuesto. Esta tarde, Basilio ha acudido a su cita del parque. “¡Basi! ¿Dónde te has arrimado? ¡Mira cómo te has puesto!”. Como siempre, la tarde ha volado. Como siempre, al despedirse, en sus mejillas, se han dado un beso.
L
Cada peldaño ha crujido bajo sus pies largos. Ha estirado el cuello cuando llegaba arriba. Y le ha dado al interruptor. Pero el tubo fluorescente no se ha encendido. Fallo de cebador. Entra un poco de luz por la ventana entreabierta. Aún huele el altillo a gallinero. Nunca pudo matar ese olor del todo. La tabla que hacía de mesa tiene un dedo de polvo. Se han ido acumulando cajas con libros viejos y tiene que andar a saltos. Basilio respira hondo. Lo veía. El laboratorio que no fue. Coge un Erlenmeyer, el único que compró, con la mano. Repara en una vieja calculadora. Está atascada. Como si estuviera permanentemente encendida. Muestra un número 93.629.362. La vuelve a dejar sobre la mesa. Por un momento sueña. Pero al segundo, chasquido de dedos, vuelve a la realidad: “Je, je… es imposible: no pueden haber pensado tantas veces en mí en esta casa”.
CC
Radio Macuto informa pronto. “Gema ha vuelto a Mediavilla”. Basilio sigue escribiendo en la pantalla, como si nada. “Y qué”. Un día u otro ella tenía que volver. Pero por si acaso, al salir de la oficina, no ha pasado por el parque. Ni ha mirado hacia los columpios vacíos. Ha dado un rodeo. Un rodeo tan grande, que se ha dado de cara con ella. Imposible esquivarla. Imposible no decirle nada. Ha agachado la cabeza sin atreverse a mirarle a la cara. Porque él no es quien pensó que iba a ser. Porque ningún invento suyo ha pasado de la mera imaginación. Se saludan. “Cuánto tiempo, Basi…”. “Te veo muy bien”. ¿Hace una vuelta? Hace. Por el mismo camino. Al principio, el silencio. Luego, se cuentan. Su día a día. Como siempre, sus tardes vuelven a volar. Al despedirse, él le pide que se cuide, y se aleja con las manos en los bolsillos. Antes de que se aleje tanto como para que no lo oiga, ella le llama. Él se queda paralizado. Y ella le reclama: “Basi… ¿y mi beso?”.

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