domingo, 27 de abril de 2014

Como una moto

 
I
 
En el Paseo Real, a la altura del número 39, un semáforo, un paso de peatones y una rotonda. Está en rojo. Freno justo en la línea. Pongo el pie izquierdo en tierra. Encojo tripa, levanto los hombros. Por si me estás mirando. Y tras la visera de mi casco amarillo fosforito dirijo mi mirada hacia tu balcón, en el segundo piso. A lo mejor te veo. Con la muñeca derecha, doy dos veces al gas, y el tubarro responde a modo de saludo para ti. Brooom, broooom. El disco verde se enciende. Hey, me ha parecido, sí, que se movía tu cortina. Estiro el cuello. El capullo de detrás me pita. Impaciente, ya voy. Hago una salida fulgurante, con mi vespino, a lo Gran Premio GP. Tanto, que al entrar en la rotonda, tengo que frenar en curva y…. ¡hale! la moto derrapa, se va por un sitio, y yo por otro. Como si tuviera un resorte, como si el suelo fuera de esponja y no de asfalto, como los grandes toreros después de un revolcón, reboto y me levanto. Me sacudo las manos. Los que venían detrás han parado, asustados, se han bajado y vienen en mi auxilio. “¡Chico, chico! ¿Pero cómo vas así? ¿Estás bien? “. Ya he soltado mis cinco tacos balsámicos, a saber: “ostia-puta-coño-mierda-ya-joder”. Los rasguños escuecen y empiezan a enrojecer. Airoso, digo: “No, no se preocupen que no me he hecho nada, no me he hecho nada”. La clavícula que duele como la madre que la parió ahora no me preocupa. Lo que me preocupa y mucho, mirando hacia tu balcón es que tú, glup,  me hayas podido ver.
II
En el Paseo Real, a la altura del número 39, vuelvo de nuevo hacia casa, después de una mañana de trabajo agotador. Por suerte para mí, siempre está en rojo el semáforo de tu patio. Hoy tienes la persiana subida y el balcón entornado. Pie a tierra. Broom, brooom, que ya sabes que quiere decir: “hola, hola”. Eureka. Mi glúteo por fin se ha curtido. Ya no noto cómo se clava la abultada cartera en el bolsillo trasero de mi pantalón. Ya estoy inmunizado. Era mi suplicio de cada día. Ahora mi trasero se posa cómodamente en el sillín. Cómodamente. Oh, oh. Demasiado cómodo, pienso. Me llevo la mano y… Ya decía yo que no me dolía nada de nada. ¡La cartera! ¡No está mi cartera! ¡Me ha debido caer justo en este instante! Doy un poco de gas. Me arrimo. Subo a la acera. Pongo el caballete. En éstas, aparece tu gallarda madre, que va hacia el patio de tu casa. Me reconoce, me retrata, pero no me saluda. Seguro estoy de que, en cuanto suba y entre en casa, te dirá: “ahí abajo está tu amiguito el de la moto”. Suda mi frente. Miro hacia detrás. Hasta hace treinta segundos todavía la tenía aquí… Sin quitarme el casco fosforito, empiezo a peinar los bordillos, las alcantarillas. En cuclillas, palmo a palmo. Era negra. No tenía  casi dinero. Quince euros como mucho.  La documentación, sí que estaba. El dni y la licencia del ciclomotor. Será un engorro renovarlos si no la encuentro… pero lo que me va a saber peor es esa foto tuya donde me sonríes. Me cagüen. Diez, veinte, treinta metros hacia abajo. Treinta, veinte, diez, metros hacia arriba. Y ni rastro. Dónde, dónde se me habrá caído. “Piiiiii, piiiiii”, un coche me pita. Es mi viejo amigo Marcial. Baja la ventanilla. “¡Hey, Fili! ¡Cuánto tiempo sin verte, tío! ¿Qué haces?”. Me sale una cara de circunstancias. “Nada, chaval… busco la cartera… que se me debe haber caído por aquí”. Antes de acelerar y despedirse, me suelta un: “Jo, Fili… tú siempre vas igual”. Eso lo dice porque la última vez que lo vi, hará medio año, me pilló buscando las llaves de casa, que se me habían traspapelado. 
III
En el Paseo Real, a la altura del número 39, me cambia la cara. Esté como esté. La vida es maravillosa. “Hola, hola”, te dice el tubo de escape. Pie a tierra. Segundos para mirar a tu balconcillo. Para mirar por el rabillo del ojo los coches que he adelantado por la derecha. Para mirar también… ¿Será posible? Ya decía yo. La rueda de detrás está en tierra. Pinchada. Pinchada, no: Rajada. Cáspita. Córcholis. Caracoles. Por eso me pitaban los de detrás como me pitaban. Desencojo la tripa, me caen los hombros. Es que, desde aquí, hasta el taller… y me hará falta una rueda nueva… tengo por delante cinco kilómetros empujando la moto. Y la mitad son cuesta arriba.
IV
En el Paseo Real, a la altura del número 39, o se me pone ese semáforo rojo, para parar y mirarte o  me da algo. Como no tengo radio, dentro del casco, me amenizo, me canto y me oigo yo solo. Hoy vengo haciendo alardes de bajo. Probando, probando, a ver lo grave que puede llegar a ser mi tono de voz. Modestia aparte, el “Sixteen tons” me sale bien, pero la “Estrella Errante” de Lee Marvin, ésa, ésa la bordo. En este instante, y en este segundo, ha habido una confabulación acústica. Pajaritos, pajarracos, motores de coches, bocinas, aviones, radios, teles, todos, todos, todos, han callado a una. Ahí entonces ha quedado rompiendo el silencio absoluto mi voz ronca, que entonaba un viejo anuncio a grito pelado: “¡QUÉ GRAN EN-CEN-DE-DOOOOOOOOOR!”. Lo ha escuchado toda Mardebé y parte del extranjero. Tierra trágame. Para mí, que entre todos los balcones que se han abierto de par en par desde los edificios del paseo para mirar quién desafinaba aquí fuera, estaba el tuyo también, y para mí, te digo, que tú, al reconocerme a mí, te estabas partiendo de risa.
V
En el Paseo Real, a la altura del número 39, cuando hace aire, no se queda en una simple brisa sino que sopla un vendaval arrancapelucas. Yo vengo agarrándome fuerte, muy fuerte al manillar, intentando mantener el equilibrio, pero encima, es que, con la caja que llevo aquí detrás,  hoy la aerodinámica no me ayuda. Qué inseguridad. El jefe, a la hora de marchar, me ha advertido: “Fili, ahí tienes el lote de Navidad… si no te lo llevas hoy, ya no hace falta que te lo lleves… porque para año nuevo ya no estará”. Lo he cogido, claro. Ufff, lo que pesa. Ufff, lo que abulta. Y otra vez “uffff”, la de vueltas que he tenido que darle a la cuerda para atarlo y dejarlo bien sujeto al sillín de la moto. Pie a tierra. Otro golpe de viento como éste, y me voy de lado. Así no se puede. A grandes males, grandes decisiones. Con mi habitual brindis hacia ti, ya sabes, ese broom-brooom  que es como un hola-hola, me he arrimado a la acera. Me he apeado. La cuerda ya estaba más que floja. La hubiera podido liar muy gorda. He abierto la caja. Y he llamado al primer tipo que pasaba por allí: “¡Señor, señor!”. He ido detrás de él, unos pasos, con una botella de Brut Nature. ¡Se ha asustado y al verme detrás ha salido por piernas! ¡Si yo sólo le quería regalar la botella! Cariacontecido, me he vuelto hacia mi moto. Y me he dirigido entonces a la siguiente que ha pasado, “señora, señora… tome usted esta botella, que es Navidad, que yo se la regalo”. Ella la ha cogido al vuelo, plom, a su cesto y ha seguido camino sin darme las gracias. Bueno. Aún me queda lastre. “Ehhh, ehh… caballero, ¿no querría usted un licorcito de pampelmuse, creo que pone en la etiqueta? Que no, que no hay encuesta, que no tiene que rellenar nada de nada…”. El hombre ha mirado la caja y le ha echado un poco de morro: “…es que si puede ser, yo prefiero el turrón de chocolate”. Caramba, el turrón de chocolate me lo quería quedar yo… pero bueno…. ¡la casa por la ventana! ¡y tú en el balcón! Sí, le he dado el turrón. Así, así, hasta que se ha hecho cola y todo en torno a la moto. Y la gente se empujaba y se abalanzaba sobre mí. Al final,  me he quedado sólo con la caja de cartón vacía. Dónde hay un contenedor para tirarla. Ha sobrevivido una lata de foie. Ah sí,  y el pampelmuse. Me caben en el bolsillo de la cazadora. Esto ya no me lo quita ni se lo doy a nadie. Antes de arrancar de nuevo, con el equilibrio y la aerodinámica recuperada, he mirado hacia arriba, hacia donde tú estás, y con los ojos humedecidos, te he deseado, una muy muy feliz Navidad.
VI
Sí, en el paseo Real, a la altura del número 39, vives tú. Y qué raro se me hace pasar por aquí andando sin el casco fosforito, a cara descubierta. Las pulsaciones se me disparan cuando espero a que bajes. Y el habla se me corta cuando te veo aparecer. Tan guapa, tan tú. Te saludo, te digo, “brooom-brooom”, perdón, “hola-hola”, y atarantado te pregunto: “¿vamos entonces a tomar un café?”. Me ha salido voz de Lee Marvin. Suerte que me has guiñado el ojo y me has cogido de la mano. Si no, hubiera querido que me tragara la tierra cuando me has dicho eso de que: “Oye… ¿no te parece que vas como una moto?”.

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