I
Al taxista le pido la nota y le digo que se quede
con el cambio. Me da las gracias, luego me ayuda a bajar la maleta del portón,
se despide y, encendiendo la lucecita verde que indica que está otra vez libre,
arranca su coche híbrido. De mis anteriores visitas, recordaba una Mardebé
mucho más luminosa. No hay apenas tráfico a estas horas. La ciudad intenta
dormir. Tengo que cruzar la amplia avenida. Ahí mismo está el hotel. No paso
por el semáforo. Tendría que dar un rodeo. Estiro del asa. Las ruedecitas
rascan el asfalto. Cruzo el seto. Al otro lado, veo una farmacia veinticuatro
horas. Una enorme cruz verde, con un termómetro que marca veinte grados en su
aspa horizontal. Eso es casi calor. Y un coche con los cuatro intermitentes
encendidos está parado justo ahí, en el carril bus. Un Ritmo naranja. Cuánto
hace que no encontraba uno como éste. Un chico espera a que le abran la
ventanilla de guardia. Se sube el cuello de la cazadora. Ya he reflejado que no
hace frío. Será que quiere taparse la cara. Mira a su derecha. A su izquierda. Es
cuando paso yo a su altura con el raca-raca de la maleta. Le abren. Titubea. “Buenas
noches”, dice, “verá… a mi pareja y a mí se nos rompió lo que se nos rompió…”.
Queda muy mal que yo me pare aquí para seguir escuchando lo que está diciendo. Así
que sigo andando y mi parabólica va perdiendo cobertura. Unos metros más hacia
delante, vuelvo la vista hacia él. Con las manos vacías, el chaval mira hacia
la luna creciente y murmura unas palabras para sí. El Seat Ritmo sigue
parpadeando sus intermitentes. La ventanilla de la farmacia ya ha vuelto a
cerrarse. Me quedo con ganas de saber más. Pero la puerta giratoria del hotel
ya me engulle. Y dentro de unos minutos me habré olvidado completamente (o no)
de esta escena.
II
Como dice la canción, “…otro país, otra ciudad… (¡pasen
a ver el circo!)”, aquí estoy de nuevo. No
quería que hubiese pasado tanto tiempo, porque esta vez he tardado en volver a
Mardebé más de un año. Y me he encontrado una ciudad estancada. Acabo de hacer
un alto en la mañana y he entrado en este bar a pedir un café con leche. Estaba
vacío y me ha parecido que tenía buena pinta. El camarero en la barra seca los
platitos y los apila de forma estridente atacando mis tímpanos. CLINC, CLINC,
CLINC. Luego sacude enérgicamente el brazo de la cafetera, CLONC, CLONC, para
vaciar la carga anterior. Necesitaré una aspirina. Dan las diez en punto. Escucho
una sirena. Aguda. Necesitaré dos, dos aspirinas. En los siguientes veinte
segundos, el bar se llena de operarios que salen de la fábrica de al lado. Son,
alguien dice, los quince minutos del almuerzo. Ya está formado el guirigay. Los
camareros ya no tienen suficientes manos y mi café con leche se dispersa. A mi
derecha, se instalan dos chicas. Es difícil entenderse con tanto tumulto. Pero
yo sí las escucho a ellas. “…menuda cara llevas”, le ha dicho una a la otra. “…es
por la mala ost… que me ha puesto mi suegra, por eso”. Mi café con leche. Por
fin. “…esta mañana me ha dicho nada más y nada menos que no pongo todo lo que
está de mi parte por ayudar a su hijo…”. Quema. El café con leche. “…pues qué
más quiere que haga, qué”. Soplo y resoplo. “…no te puedes imaginar la rabia
que me da tener que estar viviendo bajo el mismo techo y no tener otra que
dejarle a mi chiquitín para venir aquí a matarme a trabajar… es algo que no soporto”.
La amiga se hace cargo: “…con tres mesecitos que tiene el pobrecito”. Cogen sus
cafés. Salen hacia fuera. Siguen hablando. Las sigo con la mirada. No tengo la
menor duda. Es ella. Claro. La pareja del chico que tenía un Seat Ritmo. Que
seguramente el coche estará ya para el desguace. Y a lo que cuenta, vino un
nene. Que ahora ya tiene tres meses. Y por lo visto y oído la suegra es de
alivio. Y… Aprovecho que el camarero tiene un segundo de respiro para preguntar
cuánto es el café con leche, pagar y salir pitando. Vaya. Con lo interesante
que se estaba poniendo todo esto, se me hace tarde.
III
Otra vez en Mardebé. Hoy, visita relámpago.
Claramente he llegado a una ciudad deprimida. Un tren me dejó esta mañana, y otro
me recogerá este mediodía. Acoplo mi paso al de los peatones que atestan la
acera. Siento un vacío tremendo en el estómago. Son unas cuantas horas ya desde
que me he levantado. He parado en la puerta de esa frutería y he reparado en la
magnífica pinta que tienen esas fresas. Agua en el paladar. No me lo pienso. Pido
turno. “Detrás de mí”, dice una señora. Uno, dos, tres, minutos. Me impaciento.
Por unas pocas fresas. Por fin. Ya le toca a esta mujer que va delante. Acaba
pronto. Sólo quiere melocotones. “Qué poco te llevas hoy”, le dice el frutero, “¿es
que ya no están tu hijo, tu nuera y tu nieto contigo?”. Clinc. Se me enciende la
bombilla. Suelta un escueto “ya no”. Lleno
de resentimiento. Ya lo tengo. Ya está claro. La señora no dice nada más. Paga
sacando la calderilla de un monedero viejo. Y se va. Ausente. Encorvada. De un
millón de personas que vivirán en Mardebé, calculando por lo bajo, doscientas
mil serán suegras. Y de esas doscientas mil suegras, para mí que ésta es ella. Fijo.
No cabe otra. La que le decía a su nuera que no hacía lo suficiente por su
hijo. La que convivía con ellos y se encargaba del nieto mientras la madre se
mataba a trabajar. El nieto que vino porque se rompió lo que se rompió. Estiro
el cuello hacia la calle para ver hacia dónde se va. Emocionado. No, que no me
estoy montando ninguna película. Que sólo son evidencias las que interpreto y
cuadro ante mis ojos. Es que… es que ya tengo ganas de volver a Mardebé pronto
para volverme a cruzar con ellos y enterarme bien de lo que les sigue pasando…
al pequeñín que ya estará dando sus primeros pasitos, a su madre, a su padre… a
todos. Lo que ahora no entiendo es por qué el capullo del frutero me saca de mi
ensimismamiento, pierde su paciencia y
de muy malos modos me espeta: “Señor, por
favor, señor, dígame qué le pongo, que hay gente detrás de usted esperando y yo
no tengo todo el día”. Envidia cochina que tiene de no enterarse de las
historias como yo me entero.
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