I
Lo puedo decir sin temor a equivocarme. Sin que
digan que soy un exagerado. Arnau Falla es el Cela de la clase. Escribe como
nadie. Con desparpajo. Con ironía. Con la edad que tiene. A ése, dentro de un
tiempo, lo sientan en un sillón de la Academia ocupando una letra mayúscula. Y,
si el mundo es justo, le dan el Nobel antes de que cumpla los cuarenta. Hasta Don
Rafael, el profe de lengua, alucina con sus redacciones. Palmea la mesa, PLOOOM,
PLOOOM, buscando silencio, aclara la voz y dice: “atended a lo que ha escrito
Arnau hoy”. Alguna tos acatarrada es todo lo que se escucha mientras don Rafael
lee el texto vocalizando, sin saltarse una coma. Todas las miradas se fijan en
el escritor prodigio, mientras él pierde la suya a través de la ventana que da
al patio. Cuando termina, saltan los
murmullos, se escuchan comentarios, “jo, qué bueno” y suena hasta algún aplauso
por debajo de la mesa. Arnau Falla, además, es muy amigo mío.
II
“Querría ser algún personaje en alguna de tus
historias”, le he pedido. Él se ha extrañado. “Qué dices”. No sé por qué se
sorprende. Soy consciente de la transcendencia que eso tiene. Los sabios de los
siglos venideros, desde China hasta Argentina, su antípoda, dirán que Arnau
Falla se inspiró en la figura de su buen amigo Telmo Cuenca para escribir el
personaje de… me falta saber en qué personaje, pero quedará claro que se
inspiró en mí este clásico de todos los tiempos. Ahí ya me cuelo yo. Ahí ya
tengo asegurado mi huequecito de posteridad. Le insisto. “¿Saldré? ¿Saldré?”.
Se lo piensa. Igual es que lo abrumo un poco. “¿Me pondrás? ¿Me pondrás?”. “Bueno,
sí, va”, concede. Bravo. Ya tengo su compromiso. “…lúcete, Arnau, ponme como
soy, ponme bien… aunque si me preguntas, a mí me gustaría, si es posible, ser
un superhéroe”. “¿Un superhéroe?”, exclama poniendo ojos de plato. “Sí, bueno,
si no es mucho pedir. Pero sobre todo tú céntrate en que sea una buena historia…
yo te puedo dar mucho juego…”. Suena la
sirena. Hay que volver a clase. Nos levantamos del escalón donde nos sentamos y
pasamos los treinta minutos del recreo. Él avanza pesadamente. Enfrascado en su
mundo. Vaya. Parece que le he trastocado un poco sus esquemas. Total, por un
superhéroe de nada, uno chiquitito…
III
“¿Ya?¿Ya? ¿Ya?” Es que me consume la ansiedad.
Cada mañana, al entrar en clase, le pregunto a Arnau. Y él me dice que no, que
todavía no, que está en ello. Yo veo que sí, que su cuaderno de gusanillo con
hojas cuadriculadas está cada vez más escrito. Alguna vez le he pedido que me
deje ver por dónde van los tiros. Que me dé un adelanto. Ahí sí que no
transige. “No, Telmo, hasta que no lo tenga acabado”. Lo dejo en paz. Un poco
solo. Vuelvo sobre mis pasos, “¿y no me podrías dar por lo menos una pista?”.
Arnau resopla. Tiene paciencia Arnau. Yo no. Es que cuando quiero algo, lo
quiero para ya mismo. Y lo que quiero ahora es leer y verme dentro de una
historia, una gran historia de Arnau Falla.
IV
A la hora del patio, viene hacia mí, deja caer en
el pupitre la libreta manuscrita. Titubea. Está serio. Qué le pasa. ¿Tiene miedo
por si no me gusta? Le pregunto: “¿La has acabado?”. No me puedo contener. Todo
el mundo sale del aula. Yo no. Yo me quedo leyendo. Mmmm. Cien páginas. Cien, que
se titulan, a ver cómo. ¿PRIMERAS AVENTURAS DE SUPER, SUPER ESPESOOOO?
V
Conforme he ido pasando las hojas, mi cabeza se ha
ido ensombreciendo. No sé si soy como me veo o soy realmente como él me ve.
Menuda tragedia si es esto último. Entra toda la tropa de nuevo en clase.
Aprieto los puños. Me muerdo los labios. Por la cara que Arnau pone, sé que
sabe lo que le voy a decir. Ahora acaba de llegar don Rafael con su carpeta
debajo del brazo. Me ve. Se acerca. Me pregunta: "¿Es lo último de Arnau?”.
Reconoce su letra. No me da tiempo a esconderle y apartarle el libro. “Un
momento”, le digo. Él lo recoge. Da dos palmadas en la mesa y anuncia. “Atención
a todo el mundo, chicos: Arnau ha escrito una nueva historia y dice así:…”. Con
su gran dicción, y ante mi estupor, el profe empieza a leer. Me cago en todo.
VI
Un superhéroe que se llama Super Espeso. Su nombre
en la vida real, Telmo Cuenca, por supuesto. Su descripción detallada, Telmo
Cuenca, efectivamente. No hay equívocos. Es Telmo Cuenca, o sea, yo mismo,
quien viste y calza a Super Espeso. Aquí, risitas a granel. Mientras don Rafael
avanza en su lectura, todos me miran a mí, no a Arnau. Todos me señalan a mí,
no a Arnau. Cuanto más guarro va Super Espeso, más fuerza tiene para combatir a
los malos. Por eso se reboza en los charcos, y su supertraje está plagadito de
lamparones para que sea efectivo. Por eso su cuartel general secreto se esconde
en la parte de atrás de una pocilga. Porque allá es super poderoso. ¡Super Espesoooooo
al ataque! Llega a tiempo. Lo huelen. Y blif, blaf, una andanada de efluvios
fétidos basta para anestesiar a quien se ponga por delante. “¡Cielos, qué
horror, qué peste, nos rendimos!”. Super Espeso siempre triunfa, eso sí. Llegan
los policías, tapándose la nariz, cuando la faena está hecha, para recoger a
los bandidos que se retuercen asfixiados y suplican que se los lleven detenidos.
Vaya mierda de superhéroe. Trago saliva. Y luego está lo de Rebeca, su amada, que
es una maniática de la limpieza. Quién es Rebeca. Menudo amor imposible. Él
tendrá que renunciar a sus superpoderes y limpiarse bien para merecerla. Don
Rafael se da cuenta del marrón en que se está metiendo según avanza en el relato.
Y corta. Para. Y ante un “ohhhhhhhh” general, decide: “Bueno, ya nos hacemos
una idea de qué va la historia. Ahora vamos a proseguir la clase”. Mientras ha
ido leyendo, no sabía dónde esconderme. Tenía que haberme salido de clase. Pero
estoy paralizado. Lleno de odio, agacho la cabeza y mi pregunta sin respuesta es
por qué, por qué Arnau Falla me ha hecho esto.
VII
Con el espejo de testigo, levanto sobaco derecho.
Aspiro. Nada. No, no huelo nada. Repito el paso con el sobaco izquierdo. Que
no. Que el desodorante funciona. Me agacho. Hacia donde el espinazo me deja
llegar camino de los pies. Nada. De verdad, tampoco nada. Soy víctima de una
sucia leyenda negra. Ahora abro la mampara. Y suspiro: “Ducha, duchita mía, con
el agua más calentita o más fría, di a
todos que tú a mí me ves cada día”.
VIII
Al principio hacía como que no escuchaba nada. “¡Chisss,
chisssss, que viene, que viene Super Espesooooo!”. Qué de cabrones. Qué de cobardes.
Pero luego no. Luego decidí que no pasaría ni una. Que todo aquel que osase
meterse conmigo y llamarme: “Super Espeso” se llevaría una colleja. Ocurría que
eso parecía poca cosa. Así que me embadurné y pringué bien las palmas de mis
manos con grasa de cadena de bicicleta. Curioso. Eso multiplicaba con furia la
fuerza de mis sopapos. Debe de ser lo único cierto en la historia que escribió
mi otrora amigo Arnau Falla. Mis leches, arreadas con las manos sucias, pican. Ha
costado su tiempo. Ahora ya no oigo que me llamen nada. Y voy con la cara bien
alta y las manos limpias. Qué bonito es el silencio cuando está callado.
XCVIII
“Cómo te has hecho eso”, me pregunta Rebeca. “Bufff,
no me había dado cuenta”, miro mi camisa y da pena. Mecachis con el zumo de
naranja, cómo me he puesto. Me azoro. Ella no le da importancia. Yo sí. Mi
reino por una camisa blanca y limpia. Por un segundo, me pregunto qué habrá
sido de Arnau Falla. Le perdí la pista hace muchos años. Académico desde luego
no es. Y el Nobel tampoco lo tiene. Da igual. Enseguida lo olvido. Estamos los
dos solos. En el mirador del mar. Ella acaba de tomar el lápiz con sus dedos, levanta
el papel, esboza trazos. “Qué haces”. “Dibujo tus líneas de expresión… estás
siendo mi modelo”. Rebeca, mi pintora, mi bien, mi todo. Yo, Telmo, personaje
de sus cuadros. Huequecito de posteridad. Resoplo. Cariñosamente, le pido que
no, que no siga dibujándome. “¿Por qué?”. No lo entiende. Y yo no sé si le voy
a saber explicar… No me gustaría que Super Espeso resucitase de nuevo.
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