I
Me oriento bien. Mi brújula interior funciona. Y
me dice que debo de estar llegando. Que Gorroperdido tiene que estar por aquí,
detrás de uno de estos cambios de rasante. Ya podían poner indicaciones más
claras. Es que no he visto ni una puñetera señal en los últimos diez kilómetros,
ostras. Apago el cassete. Sonaba Camino Soria por tercera vez. “…Béquer no era
idiota, ni Machado un ganapán...”. Abro
bien los ojos, que han venido como platos todo el camino. Aminoro la velocidad.
Se ha portado bien el viejo R7 de mis padres. Lo que ya no quiero imaginar es
cómo me recibirán ellos a mi vuelta por haberles cogido el coche sin su
permiso. Tendré un numerito. Un cuadro. Pero tenía que hacerlo. El plazo de
recepción de originales termina hoy a las dos. Después de pulirla siete veces,
terminé mi novela ayer a mediodía. Quedó brillante, sí. Entre las fotocopias y
la encuadernación, se me hicieron las ocho. Y a esa hora no hay correo
certificado que se comprometa a entregar dentro del tiempo. Así que no me quedaba
otra. Coger el volante, pegar mi “L” con la ventosa en la parte de detrás, y
hacer kilómetros. Cruzar la península de parte a parte sin pasar de ochenta y
venirme hasta aquí. Estoy llegando. Por fin. Son las doce y media. Voy sobrado.
No creo que hayan borrado el pueblo del mapa. Y hago toda esta panzada porque
yo, yo, creo en los concursos.
II
“Oiga, por favor… ¿para Gorroperdido?”. He bajado
la luna de la ventanilla dándole a la manivela. El hombre que andaba por el
arcén ha acurrucado los ojos, extrañado por la pregunta. “…tengo que llegar al
ayuntamiento antes de las dos, y es casi la una”, le he explicado. Mmmm. Sabe,
pero no sabe. Resuelve: “…será mejor que me suba, y que te indique, si no, no
sé yo si te dará tiempo”. He quitado el seguro y le he hecho sitio en el
asiento. Se ha subido con su petate y se ha anclado el cinturón de seguridad. Es
lo que yo digo siempre. Gente buena la hay en todas partes.
III
Pues sí que andaba yo despistado. Ciento ochenta
grados. Media vuelta. Me había pasado de largo. Los minutos caen y el corazón
empieza a acelerar más que el motor del coche. “…es para entregar una novela”,
le he explicado al hombre, “…hoy termina el plazo… y yo la llevo ahí detrás”. En
el asiento de atrás. Un paquete. Cuatro originales escritos a doble espacio y
encuadernados con tapa dura naranja. Yo la quería azul, pero no tenían. Doscientas
treinta y tres páginas. Con un sobre, lema y pseudónimo. Mi guía me lo ha
confirmado: “…pues sí, hombre, sí: este Certamen Literario de Gorroperdido
tiene mucho renombre… Todos los que aquí han ganado son ahora escritores con
prestigio… de primera línea”. Me sube la adrenalina. Prestigio. Pero sigo pendiente de la carretera. “¿Voy por
aquí bien?”. “Gira ahí a la derecha”. “¿Por ahí….? ¿Por ese camino de cabras?”.
“…yo no conozco otro sitio más rápido,
ése es el mejor atajo…”. Obediente, el R7, marca el intermitente y vira a la
derecha. La primera en la frente. Un socavón en el que casi se cuela dentro. El
crujido de los amortiguadores me duele en el alma. Ay mis padres si les rasco
el coche. Plooooof, plooooof. Vaya un asco de carretera. Como me venga ahora
uno de cara, no cabemos. Insisto: “¿Seguro que es por aquí?”. “Sí, hombre, sí, tú
tira todo recto”. Menos mal que he dado con este tipo. Si no, todo mi esfuerzo
para nada.
IV
Por qué no se ven casas. Por qué no hay alguna
gasolinera, alguna nave industrial o agrícola. Algo. Por qué. El camino
serpentea entre montañas. A un lado, una pared vertical, al otro, un
precipicio. Subo una revuelta en segunda. Al entrar en cada curva, voy
avisando, PIIII, PIIIIII. Noto un sudor frío en mis axilas… Mi copiloto va confiado.
Repara en una bolsa de magdalenas que todavía no he abierto. “…Mmmmm…. Qué buena
pinta”. “Las ha hecho mi hermana…de plátano y chocolate”, le explico. Me pide: “…¿puedo?”.
“Adelante, yo no sería capaz de comer nada ahora”. Tras mi permiso, alarga la
mano y arrambla con ellas. Una, dos, tres, van quedando los envoltorios, casi sin
migas. Qué saque. Solemne, con la boca llena, exclama: “… esto, esto es un bocado
de cielo”.
V
“…habiéndote conocido, estaré pendiente del fallo
del Certamen… “, me dice limpiándose las morreras, “¿con qué pseudónimo te
presentas?”. Freno bruscamente. HIIIIIIIIIIII. Para no tragarme un bache.
Tarde. Si no es por el cinturón, nos
empotramos con el parabrisas. Glup. Respondo: “Catador”. “Ahhh… Catador de los dulces
de tu hermana… Muy logrado el
nombre”. Me impaciento. Me sulfuro. Trato de acelerar. Pero
el R7 y el camino me lo desaconsejan. La una y cuarto de la tarde ya. “¿Falta mucho
para llegar?”. “No, no: ya casi estamos”. Cuánto. Ahí se ve un apeadero. Bien. Señales
de civilización. Bien, bien. “Para, Catador, que yo me bajo aquí”, me suelta, “…he
llegado justo al tren. Pasa a la una y veinticinco y ya pensaba que lo perdía”.
Enrojezco por segundos. “¿Y yo? ¿Y yo?”. “Tú vuelve hasta donde me has
encontrado. Estabas a trescientos metros de la entrada del pueblo”. Plooom.
Portazo. Me saluda con una sonrisa. Creo que tengo un vocabulario profuso. Sin
embargo, ahora sólo me salen dos palabras y media. Cabrón, hijoputa. Hijoputa,
cabrón. A falta de variedad, se las grito y las repito muchas, muchas veces.
Él, en la distancia, sonríe como si recibiera un piropo y me contesta: “¡…deliciosas
esas magdalenas!”.
MMXIV
No sé para qué me vine aquí. Se suponía que éste
era un sitio muy tranquilo. Con cobertura y bien comunicado. Ideal. Pero a qué
santo. Eso es lo que más rabia me da. Que, cuando estoy concentrado, escuchando
a toda paleta la trompeta embriagadora del Camino Soria de cara al ordenador,
aporreen el timbre como si se acabara el mundo. Grabo el fichero por si acaso,
no sea que se borre. Me incorporo. Abro el ventanal. Quién (coño) es ahora. Y
qué quiere. Me he asomado. Un tío. Esa cara. Ostras. Sí. Yo… yo tengo memoria
fotográfica para las caras. “Disculpe, señor… me he salido de la autovía porque
casi no me queda gasoil… y no llego a la próxima estación de servicio ¿usted no
me podría dar un litro aunque fuera? Se lo pago bien, se lo aseguro”. Cierro la
ventana. Respiro hondo. Hay historias que nunca se cierran del todo, aunque el
tiempo las olvide. Bajo las escaleras. Qué se supone que debo hacer. Es que me
he imaginado esta escena tantas veces, y de tantas maneras, que ahora… Atravieso la cocina. Mira: Hay una bandeja de
magdalenas rellenas de chocolate encima del plato. Voy a abrir la puerta. Me
tiembla el pulso. No me reconocerá seguro. Seguro. Lo tengo delante de mí. Con
el pelo casi blanco. Me suelta la explicación. Lo escucho como frotándome los
ojos. Frente a frente. Sí. Ya sé. He decidido. Es que soy como soy. En ese
trance es cuando me pregunta: “…por cierto, ¿has ganado algún concurso en todos
estos años, Catador?”.
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