I
Me duele, me duele y me duele. Mi madre dice que soy
una torpilla. Por qué he tenido que poner mis deditos en la puerta del coche
cuando se cerraba. Ayyyy. No lo sé. Me riñen. Dicen que no ganan para sustos
conmigo. Que los mataré a los dos un día de un disgusto. Podría haber sido peor.
Ahora tengo un vendaje que me envuelve la mano. Parece un guante de boxeo. “Oh,
oh. No podré hacer los deberes”, me lamento. Y añado: “Qué pena más grande”. Mi
padre es tajante: “De eso nada. Nadie hará los deberes por ti. Escribes con la
izquierda y en paz”. Lloro, protesto. “¡Es que es imposible escribir con esa
mano! ¡No me salen las letras!”. Lloro más fuerte. Enseguida viene mami en mi
auxilio. “No te preocupes. Hasta que te pongas bien, yo escribiré lo que tú me
dictes. Con los acentos, las “bes”, las “uves” y las “haches” que tú me digas.
Con todo”. Biennn. Ahora estamos las dos sentaditas, una al lado de la otra. “Mamá”.
“Qué, hija”. “¿Tú tienes la letra bonita?”. Ella se revuelve enfadada. “¡…Pero
bueno! Mi profe me decía que mi letra no le disgustaba…”. Yo le explico: “Hazla
bien, que no quiero que me riñan por eso”.
II
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas. Respira.
Me mira otra vez. “Desiré, dile a tu madre que ha hecho muy bien los deberes”.
La clase se ríe. Yo me pongo de morros. Lo que le diré a mi madre es que la
profe no se cree que los deberes los he hecho yo. Sin ayuda.
III
El médico ha dicho que los deditos están ya bien.
Que ahora sólo me falta empezar a moverlos otra vez. Que apriete una pelotita
de goma. Hay alegría en casa. Vuelve la normalidad. Qué es la normalidad. Que
me siente yo sola a hacer las tareas. Yo sola. “Mami… ¿tú no vienes a ayudarme?”.
Ella, que va hacia la cocina, dice que no, que yo ya puedo. Pataleo un poco.
Pero me siento. Delante de la libreta. Casi no me acordaba de cómo se coge el
lápiz. Trago saliva. Miro la lámpara. Miro la ventana. Cuando me llama para la
cena, aún no he escrito ni media palabra.
IV
La seño lee mi cuaderno. Con las gafas bajadas,
que son las de la vista cansada. Me mira. “¿Cómo tienes la mano, Desiré?”. Yo
le digo: “Casi bien del todo”. Le doblo y le estiro los dedos, para que lo vea,
a modo de demostración. Me sonríe. “Me alegro”. Me devuelve el cuaderno. En el
encabezamiento, en rojo, un diez muy grande, más grande que un sol.
V
Aquí hay misterio. Llegamos a casa. ¿Tienes
deberes, Desiré? Sí, claro. Vaya
pregunta. Yo siempre tengo deberes. Ya sé lo que me toca. Sentarme a hacerlos.
Abro la libreta, el libro. Hoy toca Conocimiento del Medio. Pero luego me pongo
a hacer sombras con la luz de la lámpara. Al rato, me llaman para cenar. Y,
como mucho, habré hecho medio ejercicio. ¿Dónde está el misterio? En que, por
la mañana, cuando me arreglo la mochila, abro mi libreta y allí está: Por orden
y todo resuelto y contestado. Y esto me está pasando todos los días. Sí, aquí
hay misterio. Y yo estoy convencida de que mi madre tiene que ver con este
misterio.
VI
Mi madre, que me conoce bien, me pregunta si me
pasa algo. Yo le digo tajante que no. Ahí viene mi padre otra vez soltándome el
mismo sermón, el de la cultura del esfuerzo. “Hay cosas que sólo puedes hacer
tú, hija”. “Sí, papá, sí”, le digo para
que se calle. Qué pesadito se pone a veces. Vuelvo hacia mi madre, y le digo en
bajito: “¿Podemos poner una cámara en mi habitación?”. Se extraña. No le cuento
que quiero pillar in fraganti al duende que me hace los deberes. Suena por lo
bajini “El ramito de violetas”, de Cecilia. Quién le escribía versos, dime
quién era… Quién le hacía los deberes por primaveeeera…. Y miro por el rabillo
del ojo a mi padre, abducido por su ordenador. ¿Y si…? “Qué rara eres, Desiré”,
suelta mi madre. Sí, sí, pero yo sé lo que me digo.
VII
Y ahora qué. Aquí, delante del papel en blanco,
con las preguntas del examen, y bajo un silencio absoluto, porque “al que le
pille hablando ya sabe que tiene automáticamente un cero”, aquí no van a venir
ni mi madre ni mi padre a salvarme. Qué nervios. No tengo ni idea de nada.
Glup. Glup. Glup. Es que no me acuerdo ni de media pregunta. Me levanto. Pido
permiso a la seño para ir al servicio. Al salir de clase, el aire frío me da en
la cara. Voy encogida. Qué catástrofe. No tenía casi pipi. Regreso a mi sitio.
Sentenciada. Vuelvo a mirar el papel. Qué veo. No, no puede ser. Esto es
demasiado. Todas, todas, las preguntas están ya contestadas, con la letra de mi
madre. Miro al lado. Mis compis están concentrados con las cabezas agachadas.
Quién, quién ha sido. Esto que es. Qué. “Id acabando”, anuncia la profe. Ruido
de bolis encima de las mesas. Toses. Murmullos. Esto sí que es un misterio y de
los gordos. No entiendo nada.
VIII
No sé cómo mirar lo mío. Como un chollo. O como un
problema gordo.
IX
Será un chollo.
X
No, no. Es un problema gordo. Muy gordo.
XI
Han pasado los años. Y aquí estoy, a las puertas
de la Universidad con un expediente que quita el hipo… pero sin tener ni
pajolera idea de nada. Esto queda más patente cuando me toca salir a la
pizarra, o cuando Dámaso, viene a preguntarme dudas de Mates. Me lo quito de
encima con un: “Dámaso, a mí no me preguntes eso… yo soy muy mala, malísima,
explicando”.
XI
A Dámaso lo quiero muchísimo como para no contarle
lo mío. En el Liberto, con una clarita delante y sin más testigos. “Que sepas
que, desde que era pequeñita, a mí me hacen los deberes y los exámenes”. Traga
saliva. Se frota los ojos. Se cree que estoy loca. Ahí es cuando me enfado. Si
no me toma en serio, me levanto y me voy. Me retiene. “¿Y a tus padres se lo
has dicho?”. “No. Ni se me ocurriría”. Se muerde los labios. Se pellizca. Yo me
pongo a llorar. No quiero que mi vida se convierta en una mentira. Me toma de
la mano. Trata de calmarme. “Eh, eh, Desiré… seguro que hay una explicación
racional a todo esto”. Seguro, pero yo no la encuentro. Por lo menos, compartir
mi secreto con él, hace que me sienta mejor y que la carga no me pese tanto.
XII
Otra cañita. En el Liberto. El, a bocajarro, me
explica: “Tengo una teoría. En tu cerebro, la parte del entendimiento y la del
conocimiento no se llevan bien. Y han levantado un tabique que las separa, para
que de lo que hace una no se entere la otra”. Dámaso espera mi reacción. Exclamo: “¡Eooooo!
¿hay algún albañil por ahí que me escuche y que sepa cómo tirar abajo ese
puñetero tabique?".
XIII
Nos hemos quedado solos en clase. Dámaso, que es
el cabezota mayor entre los cabezotas, me pide que me siente. “Te voy a poner
un examen, Desiré”. “Venga, tío, no tengo ganas de bromas. No ahora”. “Tienes
treinta minutos”, me dice. Retira mi bolsa. Y me deja sólo con un folio. Y un
bolígrafo. “Ésta es la pregunta”. Me da un papelito. La leo en voz baja. Como
siempre, no tengo ni idea de cómo contestarla. Él se retira hacia la tarima. “…si
te pillo copiando, o hablando… ya sabes: tienes un cero automáticamente”.
Respiro hondo. Me entran ganas de llorar. La pregunta es: “Quién, por qué y
cómo hace los deberes por ti. Razona tu respuesta”.
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