I
Yo y mi manía de registrar todos los cajones.
Debajo de debajo de un montón de papeles y facturas he encontrado un viejo
sobre con fotografías. Y me he puesto a mirarlas. De cuando todavía había
carretes. En color destintado. Son de una playa. Y en algunas salgo yo de
pequeñita. Me calculo… unos tres añitos más o menos. Ohhh, qué mofletitos. Pero
qué monada. Lo que me he estropeado con el tiempo, je, je. ¡Menudo documento! Al
instante, me he levantado arrastrando la silla y me he ido directa a
preguntarle a mi madre: “Oye mamá, ¿qué sitio es éste y de cuándo es?”. Ella se ha sorprendido. “¿De dónde las has
sacado, Denise?”. “Pues de ahí”, he señalado al escritorio del despacho de mi padre. “Vuélvelas a guardar donde estaban,
hija, y ve preparando la mesa que la comida casi está a punto”. Me ha sorprendido ese gesto serio y ese
intento de cambiar de tema. No le va a servir de nada. Yo no me quedo sin saber por qué esas fotos no
están con todas las demás, catalogadas y puestecitas en su álbum
correspondiente. Menuda soy yo cuando me propongo enterarme de algo.
II
Así que era eso. Aquel verano mis padres
alquilaron un apartamentito en una playa mediterránea, cerquita de Mardebé.
Sombrilla, tumbonas para ellos. Cubo, pala, rastrillo para mí. Todo era más que
perfecto. Hasta que un día… “¿dónde está la niña?”. “...pero, ¿no estaba
contigo?”. “…no, no, yo te había dicho que tú te hicieras cargo”. Reproches en
dos direcciones. Ay, ay, ay, angustia en el cuerpo. Gritos en la orilla.
¡DENISSSSSSSSSSSE! Momentos desgarradores. Decenas de personas buscando a una
pequeñaja de tres años en una playa abarrotada de domingo. ¡DENISSSE! Dios, que
aparezca, que esté bien. La policía pidiendo detalles: “cómo era la chiquilla,
qué bañador tenía…”. Nervios atenazadores
por todas partes. Tras unos minutos interminables, corrió la voz, y señalaban,
allí, allí, aquel socorrista me estaba sacando en brazos del agua. Amoratadita.
“…por lo que parece, una ola arrastró su muñeca, ella quiso recuperarla y la
corriente se la llevó hacia dentro…”. Un impactante silencio se produce en el
comedor de casa mientras mis padres rememoran con amargura aquel mal trago. Así
que era eso. Yo, desde luego, no me acordaba de nada.
III
Ahora entiendo que las fotos estén aparte. Que
nunca más hayamos vuelto a esa playa. Que fuera innegociable para mis padres el
que yo aprendiera a nadar. Tengo un dato más. El socorrista se llamaba Manolo.
Gracias a Manolo, pues, hoy estoy viva.
IV
Es muy extraño, le digo a Dominique, mi novio, que
con la memoria fotográfica que me caracteriza lo haya olvidado absolutamente
todo de aquel episodio. “Es normal… tenías tres años y el cerebro tiene sus
mecanismos de defensa”, me tranquiliza él. No, no es normal. Y, conociéndome,
es más que probable que, en mi subconsicente haya quedado una grieta que acabe
un día por desgarrarse y llevarme a la zozobra mental. “Tengo que volver a
Mardebé”, digo resuelta. “¿Para?”, me pregunta. “Para encontrar a Manolo y
darle las gracias por haberme salvado la vida”. Él mueve la cabeza con
desaprobación. “…estás un poquito loca, pero, si quieres ir, iremos”. Mmmm. No
me he expresado suficientemente bien. Recalco: “Dominique, tengo que volver a
Mardebé… sola”.
V
Mardebé. Esto no se parece en nada a lo que mis
padres me contaron. Bloques y bloques de apartamentos se disputan un pequeño
ángulo para vislumbrar un trocito de mar. Levanto la persiana. Cielo azul. Luz
de Septiembre. El de la recepción del Hotel, con un inglés académico, me ha preguntado cuántos días voy a estar. No
lo sé. Depende. Nada más llegar ya me hacen muchas preguntas. Y eso que aquí,
quien había venido a preguntar era yo.
VI
Anda que no hay Manolos en este sitio. Por todas
partes. Suena en el hall una canción pegadiza. Amigos para siempre. Quién la
canta. Sí. Los Manolos. Claro.
VII
Dominique me llama cada dos por tres para
interesarse por mis avances. Todavía no tengo una pista fiable. De momento he
ido a la biblioteca y he pedido me saquen los periódicos, día, por día, del mes
de Agosto del año que yo tenía tres años. Sólo hay dos, por suerte. Me leo
hasta los anuncios. Con el diccionario Collins al lado. Alguien le pregunta a
la bibliotecaria por mí. “Quién es ésa”. Chissssss. “Una guiri muy rara que ha
venido a leer periódicos viejos”.
VIII
También he preguntado en el Ayuntamiento. De
ventanilla en ventanilla. “¿Una lista de los socorristas del año catapún? ¿Y
para qué la quiere?”. Es impepinable. Tengo que dar explicaciones. El
funcionario afina las orejas porque no entiende muy bien mi espanglish. Cuando
termino, “…y por eso busco esa lista”, él replica: “…aquí no hay ninguna lista,
eso vaya mejor a la Cruz Roja, que son los que gestionan ese servicio”.
IX
En la Cruz Roja se han llevado las manos a la
cabeza: “…huy, eso que usted pide es de hace mucho tiempo, muy antiguo…”. Me
dicen que pregunte a una persona que, de joven, fue socorrista. Pero no se
llama Manolo. Se llama Pepe. Entonces no me sirve.
X
Empieza mi segunda semana. Me recomiendan que
ponga un anuncio en las cristaleras de los comercios de la playa. Yo no me desanimo.
Pero quien me pone un poquito de los nervios es Dominique al teléfono. “Deja ya
de buscar agujas en un pajar”, me ha pedido. “Deja ya de agobiarme”, le he
pedido yo. Ahora no me llama. Y, la verdad,
le echo un poquito de menos.
XI
El recepcionista que habla inglés de Cambridge me
ha comunicado que tres personas me esperan en la cafetería. Ha corrido la voz
más que la luz en el vacío. Los tres se llaman Manolo. Y discuten a gritos entre
ellos a ver quién es más Manolo de todos. No perderé mucho el tiempo con ellos.
Pero no puedo dejar de atenderlos. A lo mejor mi Manolo, el bueno, el salvador,
es uno de ellos. Pero si lo es, vaya pinta que se gasta.
XII
El Manolo
número doce debe tener mi edad. No creo que, con tres añitos ya fuera un socorrista
fornido, tabletas chocolate en el torso incluidas; no creo yo que me cogiera en
brazos y me rescatara del agua. Eso sí, me resulta graciosillo. Pago la cerveza
que se ha tomado. Si voy invitando a cada uno de los que pretenden ser el
Manolo bueno, me va a costar un ojo de la cara. Al siguiente que venga, ni agua
del grifo.
XIII
Estoy aburridilla oyendo hablar al número
veintisiete. Él no está tampoco muy cómodo. Cuando me dice que mis padres me
compraron un “frigodedo” para que a mí se me pasara el susto, mis neuronas
saltan. Paro la conversación en el acto. Saco el móvil del bolso. Llamo a mi
madre. Le pregunto. Ella no se acuerda de ese detalle. Pero… mi intuición y el
vuelco que mi corazón está dando en este momento me dicen a la vez que sí, que
acabo de dar con el tipo que me sacó del agua.
XIV
“Los años no perdonan y está muy cascado, pero, yo
diría que sí, que es él”, confirma mi
padre cuando ha mirado la foto que le he remitido. Con esta prueba, he saltado
de la cama, eureka, he llamado a Dominique y le he anunciado, llena de júbilo:
“¡He encontrado a mi aguja!”.
XV
He vuelto a quedar con el Manolo Frigodedo, para
entendernos. Pensaba que sería emocionante el darle las gracias cara a cara. Me
he imaginado esta escena de mil maneras. En una de ellas, él está muy apurado
en el agua, y soy yo quien con brazada firme, lo saca hacia fuera. “En paz,
estamos en paz”. La realidad no es ésa. Su vida es un cúmulo de calamidades. No
contaba conmigo. Pero recuerda que un día me salvó. Y remata: “…y si tú ahora
me pudieras ayudar en algo…”.
XVI
A las ocho y cuarto abren el banco. He pedido
hablar con el director. He preguntado por la deuda de Manolo. La que ha
generado un expediente de deshaucio. “¿Y usted quién es para querer saberlo?”,
me ha preguntado. Ya tengo asumido que aquí todos quieren saberlo todo. Son
veinte mil y pico euros, más los intereses de demora. El tío casi se ha caído de
su butacón cuando le he dicho que le hacía una transferencia desde mi cuenta
para cancelar esa cantidad. Luego, entre reverencias, me ha acompañado a la
puerta. Ahora sí. Me voy con la sensación de haber hecho algo por quien en su
día me salvó la vida.
XVII
Manolo Frigodedo está merodeando en la calle,
junto al parking exterior del hotel. Viene a mi encuentro. Creo que me va a dar
las gracias, eternamente agradecido. “Denise, Denise, no sé cómo decírtelo…”. Estoy
a punto de contestarle: “No tiene importancia”. Pero él antes, coge carrerilla
y suelta: “…pero aún me faltan otros tres mil euros más para contribuciones
atrasadas…”.
XVIII
Ahora sí. Con la cuenta corriente más
enflaquecida, ha llegado el momento del regreso. Nada me retiene en esta playa.
Mañana vuelvo. Voy a dar un último paseo al atardecer y… Manolo Frigodedo, otra
vez a mi encuentro. Jo. Con lo que me costó encontrarlo y ahora me lo cruzo
hasta para ir al baño. “….Denise, Denise, no sé cómo empezar…”. Se traba.
Aprieta las manos. Tartamudea. “Denise… quiero que sepas… que…”. Miro hacia
donde se unen el cielo y el mar. Él prosigue: “…yo no soy el Manolo que tú
buscabas. Eres muy buena, Denise. No te mereces que yo te engañe con eso”.
Respiro profundamente. Cierro los ojos. Está aborchornado. “…te devolveré hasta
el último céntimo, te lo prometo, Denise… en cuanto lo tenga, claro”.
Carraspeo. Él espera mi reacción. Es cuando me sale un gesto rotundo. “Manolo,
hazme un favor: No me estropees ahora con esto una bonita historia”.
XIX
Bajo la maleta por la escalera. El ascensor no
funciona. El de la recepción, otra vez, el que habla inglés británico, sale del
mostrador. Creo que viene a ayudarme. Ya me ha pedido el taxi. Eh. Qué es eso
que me da. “Es tuyo”. “¿Mío?”. Es una
muñequita vieja. “Es una Barriguitas… La que se llevó la ola y por la que te
metiste en el agua…”. Me quedo muda. Ba-rri-gui-tas. Me viene un flash. De eso
sí me acuerdo. “…¡Buffff, desde que te vi aparecer por esa puerta, me puse a
buscarla en casa y tan bien guardada la tenía, que hasta esta mañana, no la he
encontrado!”. No puede ser lo que estoy oyendo. Glup, glup. Balbuceo: “Cómo,
cómo puedo agradecértelo…”. El botón de la camisa le aprieta el cuello. “…yo
sólo cumplí con mi obligación”, me dice. Le cojo la mano. Otro flash. Sí. La
reconozco enganchándome y tirando con fuerza hacia fuera del agua. Es su mano. El
taxista espera. Suena en el hilo musical qué casualidad, Amigos para Siempre.
Los Manolos, claro. Me abre la puerta del coche. Y él, como pidiéndome perdón,
me dice: “…y lo siento mucho: Me llamo Pepe”.
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