I
Me queda un duro. Me llevo la mano al bolsillo y
lo toco. Lo paseo entre los dedos. Lo saco. Aprieto el puño. Con la moneda
dentro. Me asomo de nuevo al escaparate. Miro los precios. Lo que me gustaría
comprar se dispara. Suspiro. Se me pasa por la cabeza que lo mejor será
guardarlo. NOOOOOOO. De eso nada. Es que me quema. Yo me lo gasto. Sí o sí.
Vuelvo sobre mis pasos hacia el kiosko de chuches. Miro el reloj. Nos quedan
quince minutos aún hasta que vayamos todos a la puerta del autobús, punto de
encuentro. Un cuartito de hora. Seguro que de aquí a allá, algo encuentro. Algo
que me guste y que valga cinco pesetas.
II
Me acerco al chiringuito. Me pongo de puntillas. “Eh,
eh, oiga”, intento llamar la atención. El camarero, ni caso. Levanto la mano
para que me vea. Por fin. Ya era hora. Se vuelve hacia mí. Está poniendo una
cerveza espumosa a un barrigudo peludo. Le pregunto: “Oiga… ¿cuánto vale un
granizado de limón?”. Casi sin mirarme a la cara, me responde: “Once pesetas”.
Mecagüen. Me llevo la mano al bolsillo. Uf, no me llega. Aquí sigo llevando sólo
mi duro, mis cinco pesetas.
III
En un gran recipiente de cristal, salpicado de
gotas, y removido por una lenta pala metálica gigante, miro el granizado y me
hipnotiza. Se me hace la boca agua. Tengo sed. Sed. Sed. Me pongo de puntillas
otra vez. “¡Eh, eh, oiga!”. Hay cola ahora. El camarero no da abasto para
atender a todos los que le piden a la vez. Ni aunque fuera un pulpo tendría
suficientes manos. Olivitas por aquí, pinchos por allá. Le llamo de nuevo.
Presta su oreja a lo que le digo, sin dejar de coger un vaso, ponerle hielo,
limón, y con un ruido sonoro, dejarlo en la barra. “¿…y si fuera medio
granizado de limón, cuánto sería?”. Ni pestañea. Ni se molesta en contestarme.
Qué capullo que es este tío.
IV
Arrastro los pies. Podría comprar otra cosa, pero
es que quiero eso. Un granizado. Andando hacia el autobús, veo a Elio. Él
también me ve. Tengo una idea. Le llamo. Corro hacia él. Va rojo, rojo como una
gamba. Me río. Y se lo digo. “Anda que tú”, me contesta. ¿Yo? Como no me veo,
no me lo noto. Él también venía forrado a la excursión. Es millonetis. Me puede
hacer un préstamo. O podemos compartir. No me ando con rodeos. “¿Cuánto te
queda?”. “Cinco pesetas”, me dice. No me puedo callar. “Jo, macho, ¿y con qué
te has gastado todo lo que traías?”.
V
Nos lo contamos. Nada más bajar del bus, yo he ido
directo a la máquina y me he sacado una Revoltosa de naranja. De medio litro.
Me he entripado. Rooooook. Perdón. Es el gas. Sé que eso no se hace. Pero se me
ha escapado. Luego, en el bazar, he visto un coche de plástico que me ha
gustado. Sí, ya, en casa tengo otros. Pero no son como éste. Y, bueno, después
del bocadillo de york y queso, me apetecían unas chuches y he comprado un
chupachups Kojak. Mmmm. Qué bueno. Quería saborearlo y que me durara, pero a la
que mis dientes han podido, lo he triturado y en un pispás me he quedado sólo
con el palito. Elio asiente. Los Kojak no se pueden comer despacio.
VI
Estoy de nuevo encaramado a la barra del
chiringuito. Esta vez no vengo solo. Elio está conmigo. Los más listos de la
clase. Elio es el mejor con diferencia en matemáticas. No hay decimal que se le
resista. Y yo mismo, aunque me esté mal el decírmelo, soy un virtuoso del
lenguaje. Sonetos a mí. “Eh, eh, oiga”. Este camarero necesita un otorrino.
Finalmente, parece que nos escucha. “¿Y por diez pesetas no nos pondría un
granizado?”. Eso es negociar. Esperamos que acepte nuestra tentadora oferta.
Viene, se acerca, y nos dice: “…hacedme un favor: iros a jugar por ahí”.
VII
Cinco minutos más y tenemos que irnos ya. Y a mí
me sigue quedando un duro.
VIII
Elio y yo no nos hemos alejado de la órbita del
chiringuito. Contrariados. Sedientos. Qué sed. Los de la clase van acercándose
al autobús, que todavía tiene las puertas cerradas. Vemos a Clodi. Lleva arena
en el pelo, y arena metida hasta más arriba de la pantorrilla. Nos pregunta. “¿Qué
hacéis?”. Le contamos. No nos llega para un granizado. Sonríe. Hurga en el
bolsillo de su bañador. Y nos enseña: “Yo
tengo una peseta”.
IX
Ahí estamos. Haciendo equipo. “Eh, eh, oiga”, le
digo y reclamo con tono autosuficiente, “¿nos pondrá por favor un granizado de
limón?”. El chiringuitero deja el friegue. Se rasca la patilla. Se seca las
manos. Busca un vaso de plástico. Y por fin, llena un vaso de granizado. Me
relamo. Se me hace la boca agua. “Aquí tiene”. Mi duro. Las cinco pesetas de
Elio. Y la peseta de Clodi. Total, once. El pacto del limón. Tengo la garganta
seca. En el otro extremo de la barra están las pajitas. Ya las trae Clodi. Sujeto
el vaso. Fresquito. Qué pinta. Granizado verdecito en su punto. Empieza Clodi.
Es el acuerdo. Sorbe. Se le meten los mofletes hacia dentro. Mi cara se
transforma. También la de Elio. Sorbe y sorbe. No nos da tiempo de decir, “hey,
para, para ya”. Suelta una carcajada y sale corriendo. A lo lejos nos llaman
porque sólo faltamos nosotros en el autobús. Ahí estamos. Los más listos de la
clase. Sujetando un vaso en el que queda hielo seco. Toma, toma soneto.
X
Yo no sabía que había que rendir cuentas. Mi padre
ha querido saber en qué me he gastado el dinero que me dio para la excursión. Bueno.
Le he contado lo de la naranjada. Le he enseñado el coche, que después se me ha
roto porque me he sentado encima sin darme cuenta. Luego, el Kojak. Y luego… no
entiendo por qué se ha puesto así cuando le he dicho lo del granizado de limón.
“Hijo… ¿Cuándo aprenderás a no ser tan pardillo? ¡Uno, uno solo que tenía una
peseta, os ha tomado el pelo…!”, me ha gritado. Menuda bronca. Ahí es cuando ha
venido mi madre, que estaba escuchándonos desde el cuarto de la tele. Y le ha
dicho: “…a ti, más te valdría callar, ¿o
no te acuerdas del concejal Bisagra que tenéis en el Ayuntamiento, que os saca
hasta los higadillos?”. Mi padre ha lanzado un resoplido y se ha quedado mudo
entonces. Todo ha vuelto a la calma. Yo no entiendo nada. Son, supongo, cosas
de mayores.
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