I
El identificador de llamadas muestra un número larguísimo.
De veintisiete dígitos lo menos. Será propaganda. Pero a estas horas… y además
un Viernes... Me puede la curiosidad. Va, venga, lo cojo. “¿Sí?”. Alguien me
devuelve la pregunta. “¿Astrid? Buenas noches,
¿sabes quién soy?”. Me da mucha rabia que me contesten así. No me
caracterizo por tener un oidito muy fino. Mmmm. Y bastante es que yo diga,
porque me lo parece: “Claro que sí: ¡Fulanito!” para que luego sea Menganito el
que me llama y entonces ya sí que me quedo con una sensación de ridículo que me
va a acompañar horas y horas. Prefiero callarme entonces. Que siga hablando. Mmmm.
“¿Astrid? ¿Astrid? Soy Salus…”. Iba a poner en marcha el disco duro con toda la
agenda que tengo en mi cabeza, pero lo paro pronto. Salus sólo conozco a uno:
Al Cerebrín. “…del Instituto”, apostilla
él. “¡Salusssssss, Cerebrín!”, exclamo entonces. Me quedo a cuadros. Bloqueada.
Cuánto tiempo. Años. “Qué es de tu vida”, le pregunto. La conversación es
breve. “Sólo quería saber de ti”, me dice antes de despedirse. Después de
colgar, me quedo como hipnotizada. Por qué habrá llamado. Soy de las que piensa
que las casualidades no existen.
II
Esta semana he sacado la vieja caja de zapatos
donde guardo las fotos antiguas al tuntún. Y me he puesto a buscar las del
colegio. Menudas caras. Ahí estábamos todos. Ése, el más alto, es Salus. Nos
sacaba palmo y medio al resto. Qué rapidez la suya para el cálculo. Competía
contra la calculadora Casio y a veces hasta le ganaba en velocidad. Solía decir: “Todos
somos el resultado de unas cuantas sumas, restas, multiplicaciones y
divisiones. Todos somos un simple y puñetero número”. Y lo que hacíamos los
demás era acudir a él en masa para que nos “ayudara” a hacer los problemas de
matemáticas. Alguien que dedicaba su tiempo y su paciencia en explicarme a mí,
que soy un cero a la izquierda, cómo se demuestran los teoremas más intrincados
tiene que ser alguien… alguien que sintiera algo más… Cerebrín, mi Cerebrín.
Sin embargo, llegó Junio, yo me quedé con mi aprobadillo en mates y él, él se
fue con su matrícula de honor y con Nicole, que era de Letras.
III
Lo reconozco. Es Viernes de nuevo y yo estaba
pendiente del teléfono. Me preguntó si me parecía bien que volviéramos a hablar.
Mmmmm. Me lo pensé. Tardé en contestar. “Te llamaré otra vez, Astrid”, me
aseguró. Empezaba a impacientarme cuando, zas, han aparecido sus veintipico
misteriosas cifras en el display del teléfono. Hoy sí, hoy sí que habría
adivinado su voz geométrica. “¿Astrid?”. Comentamos lo acontecido esta semana.
Qué fuerte lo de las torres gemelas. Luego me pregunta por mí. Cómo me va.
Mmmm. Por ahí prefiero no seguir. No me va bien. No me va mal. Pero de la
monótona vida que llevo no es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa.
IV
Él sí. Cerebrín sí es un misterio. Le he
preguntado ya varias veces a qué se dedica. Será catedrático lo menos. Se ríe
cuando lo afirmo. Y por qué tiene un número tan largo. Después de estar ya tres
meses hablando cada Viernes, matemáticamente a la misma hora, le abordo y le
amenazo directamente. “Oye, o me dices qué estás haciendo tú o no seguimos
hablando…”. Hay unos segundos de silencio. Lo encuentro titubeante. Al final me
aclara: “Astrid: te llamo desde la Luna”. Al escuchar esto, le he colgado. Que
le tome el pelo a su tía Rita la cantaora.
V
Que sí. Que es verdad. Que Cerebrín estudió en
Harvard. Y se doctoró Cum Laude. Y que de ahí, a Cabo Cañaveral, un paseo en
barca. Que entró por la puerta grande en la Nasa. Y que participó en un
proyecto ultrasecreto de futuro para el establecimiento de una base permanente
en la Luna. Pidieron voluntarios. Se presentó. Y lo eligieron. Para un viaje
sin retorno. Allí está. Solo. En una casa prefabricada de cuarenta metros
cuadrados. Me lo termina de contar con un: “ya estoy aquí: aunque me arrepienta
una y mil veces, hay decisiones que no tienen vuelta atrás”. Espera mi
reacción. Contengo mi coraje y le pregunto enfadada: “¿Dijiste que sí a un
viaje de ida sin vuelta? ¿Para qué te han servido entonces todos los números
que corren por tus neuronas?”. Me consume la rabia: Cómo puede ser tan pardillo
uno de los seres más inteligentes que jamás ha pisado la tierra.
VI
Tomo un sorbo de café. Miro el reloj y me da un
pronto. Les digo a mis amigas que me voy, que tengo prisa. “¿Por qué? ¿Has
quedado con alguien?”. Mientras recojo
el bolso, y dejo un billete de diez sin esperar las vueltas se me escapa. “…no,
es que me van a llamar desde la luna”. Glup. Se me ha escapado. Era
ultrasecreto. “¡Ji. Ji, jí, qué ocurrencias tiene Astrid!”. Me sonrío. La mía
es una verdad que no se cree nadie.
VII
“Cerebrín… esta noche te veo por mi ventana”. Miro
hacia fuera y, efectivamente, una luna noble, redonda, enorme, emerge en el
firmamento.
VIII
Los tacones de mis zapatos resuenan en el
encerado. La sala huele a lejía. El corazón me va a mil. “Espere aquí un minuto”,
me ha indicado la enfermera. Mientras, trato de despistar mi cabeza mirando las
láminas con motivos neoclásicos que hay pegadas en la pared. Trato de no pensar
en que este mediodía me he encontrado de cara con Nicole. Nunca la he tragado.
Pero, venga, va, voy a saludarla, no quiero pasar por antipática. Trato de no
pensar en que ha venido él a la conversación. Salus. “¿Salus? Pobre… Lo que
nadie sabe es cómo sigue vivo después del accidente que tuvo hace ya dos años…
no llevaba casco”. Trato de no pensar y los tacones no dejan de resonar en el
piso. Vuelve la enfermera. “Lo siento mucho, Astrid… No sé qué le pasa esta
tarde, pero no quiere ver a nadie… le hemos dicho que habías venido y se ha
puesto de tal manera que le hemos tenido que sedar… Mejor vuelves otro día…
Seguro que se alegra”. Apenas me sale un “hasta luego”. Me doy la vuelta. Ando
como una sonámbula. Sobre mis espaldas dejo un edificio recio con un rótulo.
Casa de Reposo. Sí, Casa de Reposo.
IX
Viernes. Hoy, en el identificador de llamadas,
tampoco han aparecido sus veintipico números.
X
RIIINNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNG. Me quedo paralizada.
Ahí está. Es él. Salus. Mi Cerebrín. Descuelgo. Escucho. “¿Astrid? Astrid
disculpa… tuve un gravísimo problema con el generador de energía y ya sabes, yo
soy un manitas: termino arreglándolo todo, pero a mí me cuesta el triple de
tiempo que a los demás…”. Apenas musito un saludo. Él continúa. “…también he
reparado por fin el telescopio y, desde aquí, te he visto: guapíiiiiiisima”.
Con un nudo en la garganta y con una lagrimita a punto de escapárseme, le he
replicado: “¿Guapísima dices, Cerebrín? Vuelve a ajustar los cristales del
telescopio, que seguro, seguro, los tienes aún desenfocados…”.
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