domingo, 13 de octubre de 2013

Desde la luna

 
 
I
El identificador de llamadas muestra un número larguísimo. De veintisiete dígitos lo menos. Será propaganda. Pero a estas horas… y además un Viernes... Me puede la curiosidad. Va, venga, lo cojo. “¿Sí?”. Alguien me devuelve la pregunta. “¿Astrid? Buenas noches,  ¿sabes quién soy?”. Me da mucha rabia que me contesten así. No me caracterizo por tener un oidito muy fino. Mmmm. Y bastante es que yo diga, porque me lo parece: “Claro que sí: ¡Fulanito!” para que luego sea Menganito el que me llama y entonces ya sí que me quedo con una sensación de ridículo que me va a acompañar horas y horas. Prefiero callarme entonces. Que siga hablando. Mmmm. “¿Astrid? ¿Astrid? Soy Salus…”. Iba a poner en marcha el disco duro con toda la agenda que tengo en mi cabeza, pero lo paro pronto. Salus sólo conozco a uno: Al Cerebrín.  “…del Instituto”, apostilla él. “¡Salusssssss, Cerebrín!”, exclamo entonces. Me quedo a cuadros. Bloqueada. Cuánto tiempo. Años. “Qué es de tu vida”, le pregunto. La conversación es breve. “Sólo quería saber de ti”, me dice antes de despedirse. Después de colgar, me quedo como hipnotizada. Por qué habrá llamado. Soy de las que piensa que las casualidades no existen.

II
Esta semana he sacado la vieja caja de zapatos donde guardo las fotos antiguas al tuntún. Y me he puesto a buscar las del colegio. Menudas caras. Ahí estábamos todos. Ése, el más alto, es Salus. Nos sacaba palmo y medio al resto. Qué rapidez la suya para el cálculo. Competía contra la calculadora Casio y a veces hasta le ganaba en velocidad. Solía decir: “Todos somos el resultado de unas cuantas sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Todos somos un simple y puñetero número”. Y lo que hacíamos los demás era acudir a él en masa para que nos “ayudara” a hacer los problemas de matemáticas. Alguien que dedicaba su tiempo y su paciencia en explicarme a mí, que soy un cero a la izquierda, cómo se demuestran los teoremas más intrincados tiene que ser alguien… alguien que sintiera algo más… Cerebrín, mi Cerebrín. Sin embargo, llegó Junio, yo me quedé con mi aprobadillo en mates y él, él se fue con su matrícula de honor y con Nicole, que era de Letras.

III
Lo reconozco. Es Viernes de nuevo y yo estaba pendiente del teléfono. Me preguntó si me parecía bien que volviéramos a hablar. Mmmmm. Me lo pensé. Tardé en contestar. “Te llamaré otra vez, Astrid”, me aseguró. Empezaba a impacientarme cuando, zas, han aparecido sus veintipico misteriosas cifras en el display del teléfono. Hoy sí, hoy sí que habría adivinado su voz geométrica. “¿Astrid?”. Comentamos lo acontecido esta semana. Qué fuerte lo de las torres gemelas. Luego me pregunta por mí. Cómo me va. Mmmm. Por ahí prefiero no seguir. No me va bien. No me va mal. Pero de la monótona vida que llevo no es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa.

IV
Él sí. Cerebrín sí es un misterio. Le he preguntado ya varias veces a qué se dedica. Será catedrático lo menos. Se ríe cuando lo afirmo. Y por qué tiene un número tan largo. Después de estar ya tres meses hablando cada Viernes, matemáticamente a la misma hora, le abordo y le amenazo directamente. “Oye, o me dices qué estás haciendo tú o no seguimos hablando…”. Hay unos segundos de silencio. Lo encuentro titubeante. Al final me aclara: “Astrid: te llamo desde la Luna”. Al escuchar esto, le he colgado. Que le tome el pelo a su tía Rita la cantaora.

V
Que sí. Que es verdad. Que Cerebrín estudió en Harvard. Y se doctoró Cum Laude. Y que de ahí, a Cabo Cañaveral, un paseo en barca. Que entró por la puerta grande en la Nasa. Y que participó en un proyecto ultrasecreto de futuro para el establecimiento de una base permanente en la Luna. Pidieron voluntarios. Se presentó. Y lo eligieron. Para un viaje sin retorno. Allí está. Solo. En una casa prefabricada de cuarenta metros cuadrados. Me lo termina de contar con un: “ya estoy aquí: aunque me arrepienta una y mil veces, hay decisiones que no tienen vuelta atrás”. Espera mi reacción. Contengo mi coraje y le pregunto enfadada: “¿Dijiste que sí a un viaje de ida sin vuelta? ¿Para qué te han servido entonces todos los números que corren por tus neuronas?”. Me consume la rabia: Cómo puede ser tan pardillo uno de los seres más inteligentes que jamás ha pisado la tierra.

VI
Tomo un sorbo de café. Miro el reloj y me da un pronto. Les digo a mis amigas que me voy, que tengo prisa. “¿Por qué? ¿Has quedado con alguien?”.  Mientras recojo el bolso, y dejo un billete de diez sin esperar las vueltas se me escapa. “…no, es que me van a llamar desde la luna”. Glup. Se me ha escapado. Era ultrasecreto. “¡Ji. Ji, jí, qué ocurrencias tiene Astrid!”. Me sonrío. La mía es una verdad que no se cree nadie.

VII
“Cerebrín… esta noche te veo por mi ventana”. Miro hacia fuera y, efectivamente, una luna noble, redonda, enorme, emerge en el firmamento.

VIII
Los tacones de mis zapatos resuenan en el encerado. La sala huele a lejía. El corazón me va a mil. “Espere aquí un minuto”, me ha indicado la enfermera. Mientras, trato de despistar mi cabeza mirando las láminas con motivos neoclásicos que hay pegadas en la pared. Trato de no pensar en que este mediodía me he encontrado de cara con Nicole. Nunca la he tragado. Pero, venga, va, voy a saludarla, no quiero pasar por antipática. Trato de no pensar en que ha venido él a la conversación. Salus. “¿Salus? Pobre… Lo que nadie sabe es cómo sigue vivo después del accidente que tuvo hace ya dos años… no llevaba casco”. Trato de no pensar y los tacones no dejan de resonar en el piso. Vuelve la enfermera. “Lo siento mucho, Astrid… No sé qué le pasa esta tarde, pero no quiere ver a nadie… le hemos dicho que habías venido y se ha puesto de tal manera que le hemos tenido que sedar… Mejor vuelves otro día… Seguro que se alegra”. Apenas me sale un “hasta luego”. Me doy la vuelta. Ando como una sonámbula. Sobre mis espaldas dejo un edificio recio con un rótulo. Casa de Reposo. Sí, Casa de Reposo.

IX
Viernes. Hoy, en el identificador de llamadas, tampoco han aparecido sus veintipico números.

X
RIIINNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNG. Me quedo paralizada. Ahí está. Es él. Salus. Mi Cerebrín. Descuelgo. Escucho. “¿Astrid? Astrid disculpa… tuve un gravísimo problema con el generador de energía y ya sabes, yo soy un manitas: termino arreglándolo todo, pero a mí me cuesta el triple de tiempo que a los demás…”. Apenas musito un saludo. Él continúa. “…también he reparado por fin el telescopio y, desde aquí, te he visto: guapíiiiiiisima”. Con un nudo en la garganta y con una lagrimita a punto de escapárseme, le he replicado: “¿Guapísima dices, Cerebrín? Vuelve a ajustar los cristales del telescopio, que seguro,  seguro,  los tienes aún desenfocados…”.

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