I-A
Es el primer día después
del último. Que no se note. Que no se diga. Millán lleva un buen rato
despierto. A decir verdad, no ha pegado ojo. Tic, tac, tic, tac. Y ahora faltan
unos minutos para las cinco. Se levanta como siempre, antes de que suene el
despertador. Respira con fatiga. El corazón le late como si se le fuera a salir
del sitio. Anda descalzo hacia el cuarto de baño. No, esas ojeras reflejadas en
el espejo no las reconoce como suyas, aunque allí no hay nadie más que él. Siempre
ha sido un poquito mal hablado, así que, hoy con más motivo, suelta un ronco y
furioso: “Me cago en la puta, no me voy a quedar quieto, ni encerrado, ni voy a
cambiar mis costumbres a estas alturas, joder”. Aunque ayer fuera su último
día, terminara su contrato y hoy sea el primero en el paro, Millán se da una
ducha casi fría y, como siempre, antes
de las cinco y media cierra la puerta de su casa y baja las escaleras camino
del Bar Lo que tiene que venir. Efectivamente, que no se note, que no
se diga: él no se tiene que quedar quieto.
I- B
Juan
Sebastián no sabía cómo. Juan Sebastián, el Zurdo, no sabía cuándo. Mientras, el
tío Millán no paraba. No callaba. “Zurdo, mira quién viene por ahí: la mujer
del Tieso, que no sé qué le vio para juntarse con él”. Y el Zurdo, apenas
levantaba la vista dos segundos, era verdad, ahí iba la mujer del Tieso. Dos segundos
sólo porque ellos estaban a lo que hay que estar, terminando aquel tabique. “Ay,
Zurdo, Zurdo, voy a encargar en Lo que tiene que venir una cazuela
de conejo al ajillo y nos la tenemos que arrear mano a mano entre tú y yo
dentro de dos Sábados”. A Juan Sebastián le pesaba la llana. Ya estaba bien por
ese día. Dentro de dos Sábados… dos Sábados. Entre los dos se pusieron a limpiar
bien las herramientas y a ordenarlas en las respectivas cajas. “Millán, escucha
un momento”. “…A ti te tiene que gustar cómo preparan allí el conejo al ajillo. El pan lo traes de tu pueblo, que como ese
pan no he probado en ningún sitio”. Ni
caso. Insistió: “Millán…”. A ver cómo se lo decía. A la tercera, el tío Millán
sí cambió el semblante: “Qué coño pasa” Fue cuando el Zurdo, los malos tragos
de un sorbo, le soltó a bocajarro: “… que no te renuevan, Millán, que acabas
dentro de dos semanas”. La mano izquierda, de normal firme haciendo honor a su
mote, temblaba mostrándole un papel doblado. Entonces sí, Millán se quedó sin
lengua y sin habla. Eran muchos años trabajando codo con codo, hombro con hombro.
Tantos, que hasta a él se le había olvidado que el Zurdo era el jefe. Y que al
jefe le tocaba decir “tú te vas a la puta calle” con buenas palabras. Se limpió
el sudor con el antebrazo y sin esperarle, ni despedirse, salió de la obra. Y
así, con la boca cerrada quien tanto hablaba, dejó pasar los siguientes días.
II-A
El carajillo de anís
quema. Pero no importa. En la tele, las noticias. “Joder, cómo están poniendo
el patio estos hijos de puta”. El del bar está extrañado de la parsimonia que
hoy muestra el tío Millán. Es que son casi las seis. Mientras, va disponiendo
las sillas en torno a las mesas. Lo entiende todo cuando Millán, que apura
hasta la última gota, le pide sin moverse del sitio: “Anselmo, ponme otro
cuando puedas, haz el favor”.
II-B
A través de
la claraboya de la puerta, Aurora lo vio venir hecho un toro. Era Juan
Sebastián, que entraba sin llamar. “¡A mí, no me volváis a hacer esto, conmigo
no contéis!”, bramó. La gerente alzó la cabeza de la pantalla del ordenador. “¿Se
lo has dicho ya?”. Afirmativo. “Y qué”. “Pues no querrás que nos aplauda. Se ha
quedado de piedra. No se lo esperaba”. El Zurdo se mordía los labios. “¿De
verdad era necesario?”, levantó la voz. Aurora midió entonces sus palabras, evidenciando
que su paciencia estaba acercándose al límite: “Lo hemos hablado ya unas
cuantas veces… ¿a quién hubieras despedido tú? La plantilla tiene que adelgazar
o nos vamos todos al pozo…”. El maestro
de obras permaneció un tiempo inmóvil, por si surgía un milagro, alguna
solución no pensada antes por nadie. “…y ahora, Juan Sebastián, si me disculpas,
tengo un montón de trabajo pendiente”. Salió el Zurdo aturdido del despacho,
con la cabeza agachada y la moral tocada, “yo, para esto, no sirvo”.
III-A
Me cago en todo, a mí
faena no me ha de faltar. No ha salido el día que me pille sin nada que hacer,
joder. “¿Montero?(…) ¿No está?(…) ¿Y cuándo puedo encontrarle?(…) Sí, dígale
que soy Millán. Me conoce. Somos amiguetes. Que me llame, o si no, ya le vuelvo
a llamar yo. Venga, gracias”. Este Montero me lo dijo bien claro, “Millán,
quiero que te vengas a trabajar conmigo”, porque sabe cómo trabajo. Pero yo soy
un tío de palabra, aquí estaba bien y ya le contesté que por ahora no, gracias,
que si eso ya le llamaría. Lo mismo me sale con que tiene la faena fuera de
aquí. Ya ves tú. Donde sea, donde me
mande, a mí me da igual. La maleta ya la tengo a punto. “¡Anselmo…, coño, ponme
otro chupito, que estoy seco!”.
III-B
Después de
tantos años trabajando al lado del locuaz tío Millán, donde ni los tapones
contra los decibelios conseguían amortiguar su verborrea, estas dos últimas
semanas estaban resultando un suplicio para Juan Sebastián. Ni una palabra.
Sólo gestos. Con la cabeza. Con las manos. Ni un hola. Nada. Mudo. Y había
llegado la última tarde en la obra. Hora de terminar. De recoger. Y de no
volver para Millán. Salió el Zurdo con un nudo en el pecho hacia los
vestuarios, cuando, de nuevo, después de tantos días, sonó la voz enérgica del tío Millán, que le
llamaba: “Eh, Zurdo, quédate con mis herramientas. Tú las cuidarás”. Lo
siguiente fue un rudo abrazo, y un sentido: “qué hijo de puta, que hijo de puta”.
IV-A
Anselmo, el del Bar Lo
que tiene que venir se lamenta. No sabe cómo lo hace, pero su clientela
se compone de parados, separados, deprimidos y reprimidos. “Eh, tú, cabrón”, le
replica el tío Millán, “¡eso no lo dirás por mí!”. Es cuando entra Juan
Sebastián, con un carrito y dos abultadas cajas de herramientas. Sorpresa
general. Pregunta: “¿No era hoy lo de la cazuela de conejo al ajillo? Aquí
traigo el pan”. Millán se queda impactado. “…y a ver si encuentras sitio para
nuestras cajas de herramientas, que de donde vienen no han de volver…”. Millán
resopla. Al pronto no entiende. “Las cosas importantes no cambian”, le dice el
Zurdo. El tío Millán reacciona. Salta de la banqueta. Grita: “¡Coño, Anselmo,
coño, ¿aún no has hecho ni el sofrito?”. Y para Juan Sebastián, también tiene: “¡Joder,
zurdo, sabía que eras tonto, pero no me imaginaba que tanto!”.
La verdadera amistad, esta siempre por encima de todo, muy buena historia.
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