lunes, 16 de julio de 2012

Gymkana




LUNES
Con los ojos cerrados mejor. Tanta curva, tanta curva, que los jugos gástricos ya me están queriendo salir huyendo por arriba y por abajo. No es que yo tenga muchas ganas de hablar, pero la conversación del chófer éste que me han asignado es de nota. No dispara una el tío. Ahora mismo me zumba la cabeza. Debe ser por la mucha altura que hemos subido en tan pocos kilómetros. Y no dejo de darle vueltas a lo que hago aquí. A por qué me quedé en blanco. Yo. Sin reaccionar. Suerte que Leo se dio cuenta y estuvo al quite. Por eso no pasó nada. Luego, desde la Dirección, me recomendaron una cura de reposo. “Necesitas desconectar”. Tan sutil, tan sutilmente lo insinuaron que no he podido decir que no. A Jose Manuel también le pasó lo mismo. “Ante todo, no te preocupes lo más mínimo de nada, tómate el tiempo necesario”. Eso fue lo que le dijeron de forma balsámica. Él hizo caso. No se preocupó. Y ahora hace un mes que ya no está con nosotros porque le han dado puerta.
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Definitivamente, le tendré que decir al piloto de rallyes que conduce este todo terreno que pare un momento, porque tengo que despapillar. “¡Oiga…!”. Éste me mira y frena en el acto con derrapaje incluido en el precio. “¿Qué?”. “¿Puede parar un momento?”. “Sí, claro. Pero ya hemos llegado. Ya estamos”. Hace un ademán para que me apee. “¿Aquí?”.  Sí. Aquí. En esa  casita de abajo tengo que vivir los próximos días. “Que vaya bien. Nos vemos la semana que viene”. El cuatro por cuatro maniobra en un palmo de terreno. Se da la vuelta. Digo adiós con una mano. Con la otra cargo esa mini maleta que no hace falta facturar. Respiro hondo, todo el centrifugado estomacal me vuelve poco a poco al sitio. Mientras observo cómo se aleja, serpenteando camino abajo, justo por donde hemos subido, caigo en la cuenta, coño, la bolsa con el portátil y echo a correr. “¡PAREEEE!”. Las montañas me devuelven el eco de mi voz. Acelero el paso como si pudiera volar y alcanzar a quien me ha traído hasta aquí. Hasta que entiendo que no puedo más porque mis piernas pesan como jamones ibéricos y mis pulsaciones están al límite. Miro al móvil. Llamaré para que me lo traigan cuanto antes. Mierda. Sin cobertura. Tengo que subir a patita todo lo que he bajado. Lentamente asciendo. Snif, yo sin mi móvil y sin mi portátil, soy menos que nadie.
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La puerta estaba atrancada. Giro la cerradura. Chirrian las bisagras. Dónde están los interruptores. Enciendo la luz. Una simple bombilla cuelga de un cordón en un minúsculo pasillo. Huele a cerrado. No hace falta que inspeccione mucho. Un salón con cocina office y un minúsculo baño. Eso es todo. Dejo caer mi gili maleta en el suelo. Los armarios vacíos… ¿Dónde está entonces la comida en esta casa? ¿Para qué me pidieron una lista de lo que era de mi gusto? Me sobresalto. Miro hacia arriba. Hacia los rincones. Busco, no me extrañaría, alguna cámara. A lo mejor me están mirando. Veo una nota en la puerta. “La cisterna gotea”. Agudizo el oído. Ploc, ploc, ploc. Vaya, no me había dado cuenta. No tengo tele. No tengo radio. No tengo internet. No tengo nada. Me siento y cierro los ojos. Esto se me hará muuuuuuy largo.

MARTES
Ploc. Ploc. Ploc. La gota de los cojones no me ha dejado pegar ojo.
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Lo primero que hago, mirar el móvil. Por si hubiera cobertura aunque fuera pequeñita. Nada. Está muerto. Lo peor es que languidece la batería y entonces sí que va a estar muerto del todo. Si afuera, el mundo se para, yo no voy a saberlo.
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Lo segundo, al baño de la cisterna goteante. No tiene espejo. Será para no deprimirme con el careto que tengo y pongo. Me lavo las manos en agua congelada. Brrrrrr.  No hay toalla, claro, pero esto ya no me sorprende.
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Lo tercero, es que tengo hambre canina. Y esto ya es un tema muy serio. Por enésima vez, registro la casa, de arriba abajo. Tampoco hay tanto donde buscar. Y no encuentro ni una mísera miga de pan. Salgo fuera. Siento un frío importante. Doy un rodeo a la casita. Las hojas secas crujen bajo mis pies. Y mis intestinos rugen bajo mi estomaguito. A unos cincuenta metros, mi salvación. Almendros asilvestrados con frutos sin recoger. Corro como un desesperado. Me lleno las manos. Me lleno los bolsillos. Me procuro una piedra plana. Me machaco los dedos porque no estoy fino de puntería. Me machaco las muelas. Por lo demás, me doy un atracón y estas almendras verdes me saben a gloria.
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Sólo una vez el tiempo transcurrió más lento que ahora. Fue en la reunión con el presidente de la Compañía que me pilló entre retortijones. Cada segundo, como si fuera una hora. Sí, me acuerdo de todo lo malo que me tengo que acordar. Y concluyo que, si el mundo no fuera tan cabrón, a mí no me pasaría lo que me pasa.

MIÉRCOLES
Ploc, ploc, ploc. Gota cabrona, has colmado mi paciencia. Te vas a enterar.  
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Estoy satisfecho. Porque me he arremangado. He levantado la tapa de la cisterna. Y me he puesto manos a la obra. Ya no gotea la puta boya… Ahora lo que pasa es que cae el agua a chorro limpio. Me lo he terminado de cargar. Chapucillas que es uno. Pero lo más importante es que, dentro de la cisterna, y protegida por un sobre de plástico, he encontrado una nota que reza: “arriba huele que alimenta”. He salido de nuevo al exterior. He dado una, dos, tres vueltas a la cabaña. De puntillas, mirando el techo. Hasta que he visto una puertecita en el altillo del tejado. Ahí debía de estar. Después me he rascado el cogote. Cómo narices subir ahí sin una escalera. Sin una cuerda. He entrado de nuevo al interior. Una mesa. Y arriba una silla. Y encima un taburete. Hale hop. He arrastrado un trasto detrás de otro. Los he asegurado. Y con la seguridad de mi tembleque, me he encaramado. Cuando con la piedra con la que me machaqué ayer las uñas he movido el pestillo y la puerta se ha abierto, casi me voy de culo. El tesoro de Ali Babá no me habría hecho tanto impacto como esa bolsa de Mercachica llena de galletas, queso y fiambre. Por eso digo que ahora estoy satisfecho. Y del atracón que me he pegado, estoy que no me puedo ni mover.

JUEVES
Uff… Qué sueñoooooo. Ostras, qué de día es. He dormido como un tronco. Ya era hora. De un tirón y sin pastillitas. Por fin empiezo a entender cómo funciona esto. Una Gimkana. Alguien se ha encargado de escribirme papelitos, “la cisterna gotea”, “arriba huele que alimenta” y yo tengo que seguir la pista… Brrrrrr. Agua congelada para mi cara, a ver si me espabilo, caramba.
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Gymkana, Gymkana… Con lo malo que era yo para esto cuando era nano… Me he dado cuenta un poquito tarde… Hoy ya es Jueves y mañana me recogen… ¡No sé si completaré las pruebas! Pero, entonces… ¿dónde está el papelito con el que sigue el juego?
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Sí, soy yo. El que rebusca en la bolsa de la basura los envoltorios de lo que me zampé anoche.
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Arrugado, roto y manchado de aceite de lata de atún, el reverso del ticket del súper reza: “…en el atardecer desde el punto rojo a doscientos metros al sur de la cabaña”. Como con un resorte, he saltado, y he salido trotando, dónde narices estará el sur, si a mí todas las direcciones me parecen iguales.
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La montaña me ha devuelto mi voz. He gritado: “¡EU-RE-KAAAAAAA!”. Suerte que éste es un punto rojo para miopes. Quien lo pintó, lo pintó bien de veras. Quepo yo dentro. Al rico papelito, que aguardaba repleto de hormigas, dentro de otra bolsita. “…en el árbol que señale el sol al ponerse, esconde tu mejor recuerdo”. Siento la piel de gallina. El sol inicia su declive. El cielo se incendia y se oscurece a la par. Madre mía, aquí tendrían que poner entrada para presenciar tamaño espectáculo. De mi interior saltaría una ovación. Pero me contengo. Porque al mismo tiempo estoy pendiente, muy pendiente, del árbol señalado por el cual, hoy, se esconde el astro rey.

VIERNES
Hoy he visto cómo desaparecían las estrellas ante mis ojos. Im-pre-sio-nan-te.
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He ido corriendo hasta el árbol que ayer tarde despidió al sol desde mi perspectiva. Allí estaba el siguiente papelito. Y allí he escondido mi mejor recuerdo. Toda la noche en vela para elegirlo. Pensaba que no tenía ninguno. Y resulta que lo he tenido muy, muy difícil.
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Luego he vuelto hacia la pequeña cabaña. El móvil no está tan muerto. También sirve para pelar almendras. CLOC, CLOC, CLOC. Ricas, ricas.
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Han debido ser las gotas de agua de la bendita cisterna las que han agudizado mis oídos. Hace unos minutos que escucho nítidamente el motor diesel del cuatro por cuatro que se acerca a recogerme.
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Me he agazapado entre las hierbas. Corretean bichitos por mis antebrazos. Chissss. ¡No me descubráis!
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Suenan sendos portazos del coche. De un lado, el rey de la conversación, el sacapapillas. De otro, y esto sí que me sorprende, el mismísimo Leo, con unas gafas de espejo destellante. Qué detalle del compañero de trabajo. Me llaman a voces: “¡Brito, Brito!”. Yo, desde mi escondite, ni respiro. Se acercan a la casita, cuya puerta abierta chirria movida por la corriente de aire. Ahora verán mi nota escrita en la pared con carboncillo. Entran. Es mi turno. Corro hacia el vehículo. Menos mal. Abierto y con las llaves puestas. BROOOOM, BROOOOM. Con grandes zancadas, los dos tíos salen y corren tras de mí. Que corran, que corran. Yo sé lo que es ir detrás de este cacharro y no me han de pillar. Van empequeñeciéndose en el espejo retrovisor. Por cierto, vaya careto luzco. Cuando los pierdo de vista, freno. Derrapando, por supuesto. Miro hacia el asiento de detrás. Ahí está. Mi portátil. Bajo con cuidado. Cojo la bolsa. A la de una, a la de dos, a la de tres. Sale volando por los aires el puto portátil. Me sacudo las manos. Vuelvo al volante. Ahora lo que tengo que hacer es seguir la próxima pista. Tengo una curiosidad inmensa por conocer a quien escribiera su mejor recuerdo antes que el mío. Y en saber cómo prosigue mi vida, mi Gymkana. 

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