domingo, 12 de mayo de 2013

El ahorrador de palabras




I
No lo digo yo. Lo dice Erik Christelkades. El científico. Sí, el premio Summum Novamasum. Es verdad que, a los poderes fácticos les ha faltado tiempo para tirarse encima de él tratando de taparle la boca. Pero este señor no se casa con nadie. Este señor habla poco, y lo poco que habla lo dice muy claro. Lo que es, es. Al principio, no presté atención a sus declaraciones. Pero luego… luego sí, sí las escuché atentamente. Y conseguí el artículo en el que demuestra con evidencias que el número de palabras pronunciadas es finito y marca la existencia de cada individuo. Dicho en plata, que cuando uno ha dicho ya lo que tenía que decir, estira la pata. Ufff, y yo haciendo el canelo con una dieta saludable y mucho ejercicio físico… cuando la verdad es que la vida se me escapa cada vez que derrocho palabras cuando hablo por los codos….

II
En la tienda oficial Christelkades, he tenido que coger un numerito. Estaba a reventar de gente. He esperado un buen rato, con los nervios de punta, dando golpecitos con la suela del zapato. Detrás del mostrador, con un gesto de hombros, cuello y brazos, el dependiente me ha preguntado que qué quería. Ajajá, aquí ya lo tienen claro: con pocas palabras, basta. He señalado con el dedo hacia el “Contador oficial de palabras del Dr. Christelkades”. Es un aparatito muy caro. Pero muy fiable. Quedaba el último, el del escaparate. Menos mal. Me lo quedo, claro. Los que vienen detrás ponen cara de mucho enfado, pero sin soltar una sola palabra. Se nota que también ellos son buenos discípulos palabristas.

III
Cada noche, antes de acostarme, sin falta, miro mi contador, apunto el número de palabras pronunciadas y sumo el acumulado. Hay días que no está mal. Con doscientas me apaño. Pero hoy… me desespero. Más de tres mil, ¿cómo es eso posible? Me revienta especialmente que me hagan repetir las cosas. ¡Haber estado más atento! Bufff. Pero cómo puedo haber sido tan locuaz… Esto es muy serio. Me pondré las pilas, y en adelante, mediré mejor mis palabras.

IV
Mi padre ha vuelto a irrumpir en la habitación. Para lo de siempre. Qué te pasa. Por qué te comportas así. “Pasas a nuestro lado y no nos dices nada, como si fuéramos la pared. Estamos muy preocupados”. Bla, bla, bla. Al principio, les intentaba explicar. Y les mandaba callar. Por su bien. Pero, con un golpe encima de la mesa, él se encendía: “¡A ver si no puedo decir lo que me dé la gana en mi propia casa!”.  Ahora lo he dejado estar. No malgasto palabras que puedo necesitar más adelante. Le dejo decir hasta que se cansa y se va como ha venido, dando un portazo, hecho una fiera.

V
Tenía que venir. Las emisoras de radio convencional serán de pago a partir de ahora. Los directivos de las cadenas argumentan que desempeñan una actividad de riesgo. Efectivamente, hablan, hablan y hablan. Yo veo bien esta tasa. Los locutores están fundiendo su vida cuando se ponen delante de un micrófono. Ahora quien quiera escuchar voces, que las pague. Si no, puede escoger entre las emisoras que inundan el espacio radioeléctrico transmitiendo música ininterrumpidamente. Por cierto, casi siempre instrumental.

VI
Los palabristas ya son legión. Se extienden por doquier. Grande Crhistelkades, grande. Ando solo por la ciudad para no tener que hablar con nadie. Me gusta la natación, porque debajo del agua no malgasto una sola palabra. En las bulliciosas calles falta el murmullo de las voces humanas. Las compañías de telefonía están cerrando el negocio de las llamadas de voz y potenciando el de mensajería. En los multicines estrenan mañana una película muda. Los mimos ocupan las aceras. Dejo mi contador encima de la mesita. Con una sonrisa constato que sólo he dicho cuatro palabras, cuatro: “Me cago en todo”. Mal hablado que soy, qué le voy a hacer.

VII
Han aparecido los primeros economistas de las palabras. Ya que éstas se cotizan más que el oro, propugnan llenarlas de mucho más contenido. Un economista ha declarado esta mañana en la televisión: “En un lugar de la Mancha”. Dentro tiene que caber “…de cuyo nombre no quiero acordarme y las trescientas ochenta y una mil noventa y dos palabritas que vienen detrás.

VIII
Estaba durmiendo. Él ha abierto la puerta, ha entrado, ha estirado la colcha y la sábana y me ha cogido del brazo. He sustituido por un gruñido y un grito el: “¡Eh, eh!, ¿qué haces? ¿por qué me despiertas?”. Mi padre ha tirado de mí con fuerza, con rabia.  “¿Qué te pasa? ¿Me quieres dejar dormir en paz?”.  Me ha llevado a la salita y me ha puesto delante de la tele. Ostras. Es él. Erik Christelkades. Se me enciende una sonrisa. ¿Por eso me despiertas? Está hablando. Qué dice. Subo la voz. Llego al final de la declaración. Con voz rota concluye: “…LO SIENTO MUCHO, ME HE EQUIVOCADO”. Me froto los ojos. “Pero, pero ¿qué está diciendo? ¿Cómo que se ha equivocado? ¡No puede ser!”.  Mi padre, al que llevo semanas sin oír porque no me habla, exclama: “¿Lo ves, alma de cántaro, lo ves? ¡El pájaro ése se ha equivocado!”. Los ojos se me desorbitan. No puede ser, no puede ser. Yo he ahorrado un montón de palabras… ¿dónde están? ¿dónde?

IX
Soy yo el que está sentado en este banco. Leyendo en voz alta, vocalizando… “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace de tal manera, mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.  Por tercera vez el Ingenioso Hidalgo de principio a fin. Entonando palabras sin parar. Estoy frente al portal donde vive Christelkades. Para decirle de todo menos bonito. De farsante para arriba. El conserje de la finca ha salido para invitarme amablemente a retirarme de allí. “…el doctor Christelkades no vendrá… no malgaste sus palabras”. ¿Malgastar? He sacado mi contador oficial. He mirado el número. Y he continuado leyendo en voz alta. Me quedan todavía muchas, muchísimas palabras por delante. 

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