I
No lo digo yo. Lo dice Erik Christelkades. El
científico. Sí, el premio Summum Novamasum. Es verdad que, a los poderes
fácticos les ha faltado tiempo para tirarse encima de él tratando de taparle la
boca. Pero este señor no se casa con nadie. Este señor habla poco, y lo poco
que habla lo dice muy claro. Lo que es, es. Al principio, no presté atención a
sus declaraciones. Pero luego… luego sí, sí las escuché atentamente. Y conseguí
el artículo en el que demuestra con evidencias que el número de palabras
pronunciadas es finito y marca la existencia de cada individuo. Dicho en plata,
que cuando uno ha dicho ya lo que tenía que decir, estira la pata. Ufff, y yo
haciendo el canelo con una dieta saludable y mucho ejercicio físico… cuando la
verdad es que la vida se me escapa cada vez que derrocho palabras cuando hablo
por los codos….
II
En la tienda oficial Christelkades, he tenido que
coger un numerito. Estaba a reventar de gente. He esperado un buen rato, con
los nervios de punta, dando golpecitos con la suela del zapato. Detrás del
mostrador, con un gesto de hombros, cuello y brazos, el dependiente me ha
preguntado que qué quería. Ajajá, aquí ya lo tienen claro: con pocas palabras,
basta. He señalado con el dedo hacia el “Contador oficial de palabras del Dr.
Christelkades”. Es un aparatito muy caro. Pero muy fiable. Quedaba el último,
el del escaparate. Menos mal. Me lo quedo, claro. Los que vienen detrás ponen
cara de mucho enfado, pero sin soltar una sola palabra. Se nota que también
ellos son buenos discípulos palabristas.
III
Cada noche, antes de acostarme, sin falta, miro mi
contador, apunto el número de palabras pronunciadas y sumo el acumulado. Hay
días que no está mal. Con doscientas me apaño. Pero hoy… me desespero. Más de tres
mil, ¿cómo es eso posible? Me revienta especialmente que me hagan repetir las
cosas. ¡Haber estado más atento! Bufff. Pero cómo puedo haber sido tan locuaz…
Esto es muy serio. Me pondré las pilas, y en adelante, mediré mejor mis
palabras.
IV
Mi padre ha vuelto a irrumpir en la habitación. Para
lo de siempre. Qué te pasa. Por qué te comportas así. “Pasas a nuestro lado y
no nos dices nada, como si fuéramos la pared. Estamos muy preocupados”. Bla,
bla, bla. Al principio, les intentaba explicar. Y les mandaba callar. Por su
bien. Pero, con un golpe encima de la mesa, él se encendía: “¡A ver si no puedo
decir lo que me dé la gana en mi propia casa!”. Ahora lo he dejado estar. No malgasto palabras
que puedo necesitar más adelante. Le dejo decir hasta que se cansa y se va como
ha venido, dando un portazo, hecho una fiera.
V
Tenía que venir. Las emisoras de radio
convencional serán de pago a partir de ahora. Los directivos de las cadenas
argumentan que desempeñan una actividad de riesgo. Efectivamente, hablan,
hablan y hablan. Yo veo bien esta tasa. Los locutores están fundiendo su vida
cuando se ponen delante de un micrófono. Ahora quien quiera escuchar voces, que
las pague. Si no, puede escoger entre las emisoras que inundan el espacio
radioeléctrico transmitiendo música ininterrumpidamente. Por cierto, casi
siempre instrumental.
VI
Los palabristas ya son legión. Se extienden por
doquier. Grande Crhistelkades, grande. Ando solo por la ciudad para no tener
que hablar con nadie. Me gusta la natación, porque debajo del agua no malgasto
una sola palabra. En las bulliciosas calles falta el murmullo de las voces
humanas. Las compañías de telefonía están cerrando el negocio de las llamadas
de voz y potenciando el de mensajería. En los multicines estrenan mañana una
película muda. Los mimos ocupan las aceras. Dejo mi contador encima de la
mesita. Con una sonrisa constato que sólo he dicho cuatro palabras, cuatro: “Me
cago en todo”. Mal hablado que soy, qué le voy a hacer.
VII
Han aparecido los primeros economistas de las
palabras. Ya que éstas se cotizan más que el oro, propugnan llenarlas de mucho
más contenido. Un economista ha declarado esta mañana en la televisión: “En un
lugar de la Mancha”. Dentro tiene que caber “…de cuyo nombre no quiero
acordarme y las trescientas ochenta y una mil noventa y dos palabritas que
vienen detrás.
VIII
Estaba durmiendo. Él ha abierto la puerta, ha
entrado, ha estirado la colcha y la sábana y me ha cogido del brazo. He
sustituido por un gruñido y un grito el: “¡Eh, eh!, ¿qué haces? ¿por qué me
despiertas?”. Mi padre ha tirado de mí con fuerza, con rabia. “¿Qué te pasa? ¿Me quieres dejar dormir en
paz?”. Me ha llevado a la salita y me ha
puesto delante de la tele. Ostras. Es él. Erik Christelkades. Se me enciende
una sonrisa. ¿Por eso me despiertas? Está hablando. Qué dice. Subo la voz.
Llego al final de la declaración. Con voz rota concluye: “…LO SIENTO MUCHO, ME
HE EQUIVOCADO”. Me froto los ojos. “Pero, pero ¿qué está diciendo? ¿Cómo que se
ha equivocado? ¡No puede ser!”. Mi
padre, al que llevo semanas sin oír porque no me habla, exclama: “¿Lo ves, alma
de cántaro, lo ves? ¡El pájaro ése se ha equivocado!”. Los ojos se me
desorbitan. No puede ser, no puede ser. Yo he ahorrado un montón de palabras…
¿dónde están? ¿dónde?
IX
Soy yo el que está sentado en este banco. Leyendo
en voz alta, vocalizando… “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace de
tal manera, mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra
fermosura”. Por tercera vez el Ingenioso
Hidalgo de principio a fin. Entonando palabras sin parar. Estoy frente al
portal donde vive Christelkades. Para decirle de todo menos bonito. De farsante
para arriba. El conserje de la finca ha salido para invitarme amablemente a
retirarme de allí. “…el doctor Christelkades no vendrá… no malgaste sus
palabras”. ¿Malgastar? He sacado mi contador oficial. He mirado el número. Y he
continuado leyendo en voz alta. Me quedan todavía muchas, muchísimas palabras
por delante.
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