domingo, 29 de enero de 2012

Penalti y expulsión


I
Los demás jugadores van saliendo, con la bolsa a hombros, en silencio y cabizbajos. Venga, va chavales, que el mundo no se acaba, que hay que levantar la cabeza, que en el próximo partido, arrasáis seguro. Lo de hoy, desde luego, ha sido un ROBO con mayúsculas. No hay derecho. Todos los que estábamos allí nos hemos quedado a cuadros. Moisés tarda. Entro en el vestuario en su busca. Le llamo. Se me empañan las gafas. No queda nadie más, sólo él. Ahí me lo encuentro. Con el chándal puesto. Sentado en el banco. Absorto. Abatido. Me acerco. Ni me mira. Ojos vidriosos, mejillas enrojecidas. Ha llorado. Le hablo en voz baja. “…eh, chiquitín, nos tenemos que ir”. Le toco el hombro. Me rehúye. Qué más le puedo decir. Me siento a su lado. Respiro profundamente. Muerde sus labios. Al final, Moisés suelta: “Yo no lo he tocado… el otro se ha tirado”. Lo corroboro rotundamente con la cabeza, mientras él prosigue: “Y el árbitro lo ha visto claramente. Lo ha visto. Yo te digo que lo ha visto”. El narigudo del árbitro. “…y encima, encima, pita penalti, ¡y me expulsa!”. Qué jeta. Aquí se rompe él, inconsolable. Vale, Moisés, vale, no te pongas así. Exclama: “Si me cruzo con ese tío por la calle, es que no sé qué le hago”. Le tiendo ahora el bocata, lo recoge con desgana, y eso que debe estar traspellado. “¡Es que le parto la nariz a ese… capullo!”. Aquí siguen cuatro adjetivos más. Le ayudo a incorporarse. Ya me pasa un palmo el grandullón éste. Hale, vamos. “Es peor que te tomes las cosas así. No sacas nada. Sales perdiendo más todavía”. Tiro de él, mansamente. Fuera el aire es frío. En el cielo resplandecen las estrellas. Las de Charlot. Esta noche helará. “Que no, que no, que está claro que lo que el árbitro ha hecho hoy no tiene nombre. O sí lo tiene, y es muy feo. Pero que hay que levantarse, Moisés. Y si te vuelves a cruzar con él, no le tienes que hacer ni un mal gesto. Tú, a lo tuyo. Dedícate a jugar, que es lo que sabes hacer bien”. Moisés va a replicar: “Sí, pero…”. “Nada de peros. Las cosas no se arreglan a guantazos”. No sé cómo se arreglan, pero a guantazos seguro que no. “Pasa página”, le insisto. El resto de los del equipo ya se han marchado. Él destapa el bocata y le atiza un tímido bocado. Buena señal. Todo está volviendo poco a poco a su cauce. Salimos por un lateral. Así, de paso, evitamos un posible cruce con el árbitro si es que saliera en este momento de su vestuario. Por si las moscas. Queda un foco encendido en el campo. Proyecta la sombra gigante de Moisés. Qué grande eres y qué orgulloso me siento de ti, hijo…

II
Lunes. Vaya un fin de semana agitadito que hemos tenido. Tendría que empezar con las pilas cargadas, sin embargo no, todo lo contrario. Estoy molido. Cerraría los ojos y daría una cabezadita, pero las sacudidas del metro no me dejan. Por ahí vienen dos. Todo el vagón vacío, y se tienen que sentar enfrente. Ya les vale. Y van de cháchara. Quiero desconectar, pero no puedo. Con ese timbre que tienen, es inevitable oírles. Encima hablan de fútbol. Lo que faltaba. Con el escándalo que tuvimos el Sábado pasado, no quiero ni acordarme… Los miro de soslayo. La cara de ése, del de la derecha me suena. No sé dónde lo habré visto antes. Ahora se ríen. Con mala pata. Esa risita aguda retumba en mis tímpanos. Es lo que pasa: ves una cara en un sitio, en un entorno; y cuando al cabo de tiempo, la vuelves a ver… es difícil relacionar de qué me suena la narizota del tipo que tengo delante… Narizota. Un momento. Ya está. Cooooño, si es el árbitro del partido, el cabrón que expulsó a Moisés. Cómo cambia el tío vestido de calle. Cómo cambia un Lunes por la mañana. Se me va el sueño de un plumazo. Clavo la vista en él, en el narigudo. El tío sigue y sigue hablando con el otro. Le han dado cuerda. Bla, bla y bla. Qué dice. Qué está contando. “…si yo tuviera que vivir de lo que me dan por arbitrar un partido, no podría, ni de coña”. “Ding, dong, ding, próxima parada, Parque de las Angustias”. Ufff, ya vamos por aquí. Casi me toca bajar. “…lo que pasa es que, de cuando en cuando, en partidos que parecen intrascendentes, aparece gente con muchos cuartos, que apuesta muuuuuucho dinero…”. Calla de repente. Me mira. ¿Y yo? ¿Cómo reacciono? Cierro los ojos. Disimulo. Me hago el dormido. El acompañante del narigudo le insta, curioso. “… y qué, qué hacen éstos”. “Pues es que me vienen y me dicen, hoy creemos que tal o cual equipito está muy fuerte. Y yo, recojo el sobre y digo oído cocina”. El metro para. No sube nadie. Silencio en el andén. “¿Y eso no canta?”. “Hombre, normalmente, no. Ya me encargo yo de que no se note nada. Bueno, la verdad es que el Sábado pasado lo tuve un poco más complicado… me tocó inventarme un penalti en el tiempo de descuento…”. Se sonríe. El narigudo se está mofando. “Ding, dong, ding, próxima parada Auditorio”. Yo me levanto. Tengo que bajar aquí. “…estas cosas son así, je, je, je… tuve que expulsar a un pobre panoli que no había hecho nada de nada”. Me sujeto a la barra. Yo tengo que bajar aquí. O no. Ésta es la décima de segundo crucial que separa la impotencia que sentiré del lío con consecuencias imprevisibles en que me meteré. Impotencia si sigo andando y me bajo. Lío si me salto lo que siempre le aconsejo a Moisés, me dejo llevar por un rebote del quince y le estampo a este capullo su narizota en el cristal de la ventanilla de socorro. Ésta es la lenta décima de segundo decisiva, crucial y esta décima está pasando YAAAAAAAAAAAAAAA.

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