domingo, 5 de febrero de 2012

El especialista

I
Ahora ella duerme a mi lado. Siento su leve respiración. Después de la marcha de Elvira, me prometí a mí mismo que no abriría la puerta de mi corazón a nadie. Fue demasiado sufrimiento. Demasiado profunda la herida. Pero Adela encontró la llave. Y abrió. Y está aquí conmigo. Yo estoy despierto. La miro, no me canso de mirarla. Y rezo para que, pase lo que pase, no se vaya.

II
“Tío Hipólito, ¿tú en qué trabajas?”. Buena pregunta. “Soy un especialista, Chesco”. El niño se quedó pensando, sí, bueno, pero eso qué es. “Hago fácil lo difícil. Lo que otros no se atreven a hacer, yo sí”. Chesco abrió los ojos interesadísimo. “¿Eres un doble de los protagonistas de las pelis en escenas arriesgadas?”. Quería saber más. Me rasqué la oreja. “Mmmm, vale, te lo cuento… en las películas cada vez trabajo menos porque casi todos los efectos especiales ahora los hacen con el ordenador y son de mentiras… en eso ya casi no me meto… aunque sí que me ha tocado tirarme desde la terraza de un edificio de treinta pisos… o estrellarme contra una pared con un coche… o meter la cabeza entre las fauces de un león…”. “Ahhh, ¿síiiiiiiiiiii?”. Pues claro. “¿Y nunca te has hecho daño?”. Si haces las cosas bien, no tiene por qué pasar nada malo. El crío soltó otro “aaaaahhhh”, admirativo. Fue cuando llegó mi hermana Chesca desde el otro extremo de la mesa y se lo llevó a rastras de un manotazo, reprendiéndole. El nano le replicaba: “…pero mami, ¿por qué me riñes?”. “¡Te había advertido que no quiero que hables con el tío Hipólito! ¿Te enteras?”. Pobre crío. Bronca por mi culpa. Doblé la servilleta, me levanté. Antes de salir, me acerqué a la orejita de Chesco y le dije: “…oye, ni se te ocurra probar en casa las cosas que yo hago…”. Era por si se le había pasado por la cabeza, que seguramente sí. Luego dije un adiós general sin derecho a réplica. Ya no he vuelto a acudir a ninguna celebración familiar desde entonces. Donde no se me quiere, es mejor no estar.

III
Si me colocaban un arnés, se iba a notar mucho. Iban a disponer más de siete cámaras. A diferentes alturas, para dominar la ascensión al rascacielos acristalado desde todas las perspectivas. “¿Estás listo, Polit?”. Cuando ellos quisieran. Palmadita en la espalda, ánimo, a subir, sólo tú puedes hacerlo. Sin mirar hacia el suelo. El vértigo es algo que tienen los demás. Con un traje de spiderman de lo más “fashion”. Concentración máxima. Tensión. Palmo a palmo. Auppppp, auuupppp. Al otro lado de ese cristal espejo me veía yo mismo escalando. Fue un exceso de confianza, de esos que te duran una décima de segundo. Iría por la duodécima planta cuando perdí el pie. Se me fueron las manos y resbalé hacia abajo. Escuché gritos secos desde la calle. Tranquiloooooooos. Reaccioné a tiempo. Me agarré como un mono a un saliente del noveno. Basculé. Oooohhhhh. Ni un trapecista del circo lo hubiera arreglado mejor. Por poco, por muy poco. Hale otra vez, arriba y arriba, como la bamba. Llegué a la terraza superior. Me dolía todo. Me esperaba un comité de recepción con vivas y aplausos. Yo sólo tuve ojos para mirar a Elvira, que aguardaba en segunda fila. De esa guisa, vestido de spiderman, me acerqué a ella. Esperaba un beso, un abrazo, pero allí, delante de todos, la tuvimos gorda. “No quiero ser la viuda de Hipólito”, me dijo. “¿Qué?, ¿cómo?, no entiendo… tú ya me conociste siendo así”. Cruzamos palabras, de más a menos suaves. Ella zanjó la conversación: “mira: mejor lo dejamos aquí” y se fue. Yo pensé que pararía y que se daría la vuelta. A lo mejor ella pensó que yo la llamaría. Uno por otro, otro por uno, no ocurrió ninguna de las dos cosas. Y lo cierto es que no he vuelto a ver a Elvira desde aquel día.

IV
Me he levantado sin hacer ruido. Adela sigue durmiendo. Voy hacia la cocina. “Adela”, le dije, “antes de que sigamos adelante… te tengo que explicar a qué me dedico”. Se espantó. “¿Es que robas? ¿Matas?”. “No, no, nada de eso”. “Entonces ya me lo explicarás mañana”. Hoy es mañana. Le debo una explicación. Está amaneciendo. Preparo un café de cápsula. Me esperan en el polígono. Me tengo que sumergir en una balsa tóxica. Convenientemente equipado, por supuesto. Esto está chupado, claro. Sorbo. Quema. Soplo. Si me mojo con esas aguas venenosas, lo mismo se me cae literalmente el pelo. Quedan napolitanas de chocolate. Qué buenas. No sé si debo. Cojo una. No, mejor tres. Las tres a la vez caben en mi boquita de buzón. Mmmmm. Deliciosas. Qué. Arrrggggggg… Me atraganto ¡Ni los mares más embravecidos ni los ríos más caudalosos han podido conmigo y tres puñeteras napolitanas me están asfixiando! ¡No puedo respirar! Arg… ¡A quien se lo cuente! ¡Me ahoooggo! Arg, arg, arg.

V
UUUUUAAHHHHHHH, UAAAA, UAAAAA. Estómago apretado y todo para fuera hacia el fregadero. Hasta por las fosas nasales me sale el chocolate. Aire, aire. Por fin. Por fin. Por fin. Dios, qué susto. Qué mal rato. Un poquito más y no lo cuento de verdad. Bufff, he estado a punto. A puntito. Pánico en mi rostro. Ni una puta napolitana más en lo que me queda de vida. Por éstas. Voy directo en busca del móvil. Está en el bolsillo de la chaqueta. Lo encuentro. Llamo. Me tiembla la mano. “Buscaos a otro. No voy. ¿No me has oído? No voy”. No le doy tiempo a que me replique que no les puedo dejar tirados. Apago el móvil. Para que no suene. Regreso a la habitación. Adela me oye entrar. Despierta con un bostezo. Me sonríe. Le sale una voz ronca: “Polit... ¿me ibas a decir hoy a qué te dedicas?”. Me recuesto junto a ella. “Mmm… me parece que vamos a tener que pensar juntos lo que voy a hacer a partir de ahora”.

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