domingo, 25 de septiembre de 2011

Buscando a mi doble




I
No es la primera vez que me lo dicen. Que tengo un doble. La enfermera es rotunda. “¿De verdad que no has ido nunca por Gorroperdido?”. ¿Yoooo? ¿A qué santo? “Pues chico, aquél que vi era clavadito a ti”. Sonrío. Será mi cara, que es muy normal. Termina de poner la venda en el pulgar. Ahora el esparadrapo. “A ver si la próxima tienes más cuidado”. Es que se me fue el cuchillo pelando una manzana. Y me hice un buen tajo en el dedo. Qué le vamos a hacer, soy así de patoso. “Y ahora, la antitetánica”. Vamos a ello. Me remango la camisa. Ella, preparando la jeringuilla, me corrige: “No, no, no, que ésta va en el culo…”. Ve mi cara de espanto. “Venga, hombre, no seas miedica…”. Mal trago tengo que pasar. Me desabrocho el cinturón. Y me bajo un poco el pantalón. Hoy toca bóxer a rayas marineras. “En un instante está”. Noto el algodón frío. A la de una, a la de dos, a la de tres. COÑOOOO. AUUUUU. Es que, las estocadas, aunque te las esperes, también duelen.


II
El jefe, que me llama. Como en la canción, si me dice ven, lo dejo todo. Guardo el fichero por si acaso, me levanto y hale. Por el camino, me cruzo con compañeros frente a la máquina del café. “¿Qué tal la “cofireunión”?”, les digo. Saludo aquí, allá. Presiento para qué me hace llamar. Este tío parece que no está, pero sí: está en todo. Después del curre que llevo tiene que haber llegado mi oportunidad. Me querrá encargar otra sección. Por fin. Ha llegado mi tiempo. Ya era hora. Llamo a la puerta. “¿Se puede?”. Sonrío con mi mejor simpatía. Me asomo. Está hablando por teléfono. Me hace un gesto. Para que pase. Yo paso y junto la puerta. Espero de plantón. Confía en mí. Si no, me habría hecho esperar fuera. Escucho. Habla con un anunciante. Observo el despacho. Una pasada. Cuadros con portadas de días históricos. El que me cae más cerca muestra la riada del 82. La mesa de reuniones lateral con un montón de periódicos desplegados. El nuestro y el de las competencias. La vista a la calle desde aquí es asombrosa. Cuelga el móvil. Me mira a la cara. Me tiende la mano. “Qué tal todo…”. “Bien… mucho trabajo últimamente”, le digo y me dispongo a explicarle. Pero no me deja. Me corta. Me suelta a bocajarro: “Boro… tenemos que prescindir de ti”. Esta estocada no me la esperaba. Me quedo frío. Impasible. Aturdido. Encajo el golpe con entereza, como si no me hubiera afectado nada absolutamente. Pero es que el efecto viene retardado. Y viene de dentro hacia fuera. Y por dentro, ya mismo, estoy totalmente destrozado.


III
Ayer, a estas horas trabajaba frenéticamente y con ilusión. Hoy, nada. Quién me lo iba a decir. Que soy un cronista en paro. Tengo el ordenador abierto por el procesador de textos. Quiero actualizar mi currículum. La pantalla aún sigue en blanco. Pensaba, cuanto antes, empezar a enviar correos electrónicos a mis amigos. Bueno, no sé si seguirán siéndolo. Y luego a mis enemigos, que éstos sí, seguro, seguirán siéndolo. Me he frenado. No tengo que perder la calma ahora. Pero tampoco debo quedarme encerrado en casa. Repaso la agenda. A quién llamo. A quién me encomiendo. AUUUU. El puto pulgar, que me duele. AUUUU. La puta vacuna, que también me duele. No sé cómo sentarme. Me cago en la enfermera que dijo que me vio en Gorroperdido. Gorroperdido. Mmmmmm… Por qué no. Y por qué no ahora. Tecleo por internet. Busco horarios. En una hora sale un tren. Me vale. Preparo la bolsa. Un pantalón. Dos bóxers de la selección. Calcetines. Dos camisetas con mensaje. Los trastos del aseo. Luego, aparte, la electrónica. El portátil y la cámara. Me voy. Salgo. En busca de una buena crónica, que diga a lo mejor “separados al nacer”. Salgo en busca de mi doble.


IV
No he pegado ojo. Pero no es sólo por el traqueteo del tren. La cabeza me va a mil. La cabeza me duele mucho. Y por extensión, me duele todo. Tengo las piernas entumecidas. No hay nadie en el apeadero. Sólo moscas impertinentes y pegajosas. Y el pueblo está lejos, a dos kilómetros de aquí. El sol pega fuerte. Qué sed. Y qué agujero en el estómago. Me pongo a andar. Saco la cámara. Disparo ráfagas. Al pie del camino, un cartel oxidado: “Bienvenidos a Gorroperdido”.


V
El primer bar. Bar Menta. Cortina de cadeneta de aluminio. No veo a nadie... “Buenos días”. Desde dentro, alguien trajina. “Va, ya va”. Penumbra. Una señora que casi no cabe por la puerta se asoma. Al verme, pone los ojos como platos. Je, je. Esto empieza bien. Habrá comprobado lo mucho que me parezco a mi doble. O él a mí. “¿Me pone... un refresco azucarado?”. Me sigue mirando con extrañeza. “…enseguida”, reacciona. Vaso largo. Hielo. Rodajita de limón. Glu, glu y glú. Me dura diez segundos. Es que estaba seco. “Qué le debo”. La señora se queda pensando. No parece centrada. “… nada, no me debes nada”. Vaya sorpresa. Intento aclararle. Que no se crea que soy quien no soy. “Mire, yo…”. Antes de que yo pueda decir nada, me para con la mano y me pregunta: “¿Quieres que te ponga otro?”.


VI
La dueña, la camarera, o lo que sea del bar Menta ha salido a la calle. Ha hecho una llamada con su móvil. Bajaba la voz. Estaba bastante azorada. “…parece que no se acuerda de nada, está como desorientado…”, la he oído decir en un susurro. Aprovecho para sacar algunas fotos del local. El segundo vaso no me entra tan rápido. Tengo la tripa encharcada. Al minuto, digo bien, al minuto, cinco personas se presentan en la puerta del bar. Uno es un guardia civil. La cortina de aluminio tintinea con fuerza. Entran. Me miran. Como si yo fuera un espectro, igual. Me rodean. “Buenas”, saludo. Todos quietos. Confundidos. Aquí qué es lo que pasa. Les preguntaré si conocen a alguien que se parece a mí. El más mayor, el del pelo blanco, da un paso adelante. Se me acerca. Me habla con dulzura. “…chico, ven, vamos… borrón y cuenta nueva. Aquí nunca ha pasado nada…”. “Pero… ¿qué dice, señor?”. Me coge del hombro. Tira de mí. “…anda, nos vamos a casa, tu madre está esperando y se alegrará de verte…”. Esto qué es. La gente me abre el paso. “Ha vuelto, ha vuelto”, escucho. Al señor mayor del pelo blanco que me empuja suavemente le brillan los ojos. Y yo, que no encuentro las palabras justas, me dejo llevar. Es que siempre he sido así. Siempre he sido dócil y me he dejado llevar.

1 comentario:

  1. Clemenvilla, me ha recomendado tu blog. Pasaré por aquí y leeré todo con detenimiento.

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