domingo, 18 de septiembre de 2011

Estorbo




I
Pobrecita. He intentado decirle que no se preocupe, que no pasa nada. Que era muy difícil. Que ella ha hecho lo que ha podido y más. He intentado cogerle de la mano y transmitirle mi ánimo. Ainoa se ha zafado, “Amador, por favor, déjame estar ahora”. Mejor no decirle nada. No le puedo decir que “a la próxima”, porque para la próxima falta un volver a empezar de cero y todo un año. Rabia y decepción aumentada porque para más inri sus dos amigas del alma han quedado muy por encima. Qué palo. En unos minutos vendrán todos y preguntarán: “qué, Ainoa, cómo te ha ido”. Ella ha cerrado fuertemente los ojos. Ha apretado los puños. Respirando profundamente, cargando sus pulmones al máximo ha apagado el ordenador a la brava. La lista, que se había hecho esperar, ha desaparecido de la pantalla. Pero la verdad es que esa lista sigue ahí, publicada, y con Ainoa perdida en el montón de los de abajo, entre los que no pueden elegir ni las migajas. Ainoa ha salido dando portazo, y yo me he quedado solo sin saber qué decir ni qué hacer. Seguirle ahora no sirve de nada. Seguramente, dentro de un rato, cuando reaccione, iré a la cocina, abriré la nevera y descorcharé el cava sin hacer ruido. Y después, hasta la última gota, lo vaciaré por el fregadero.


II
Ainoa se ha enfadado un poco conmigo. Total, porque le he dicho que no todo es estudiar. Que para rendir al máximo también necesita esparcimiento. Que es bueno que se oxigene. Que salgamos por ahí. Al parque. A la playa. A ver una puesta de sol. A cenar. Al cine. A respirar. Juntos. Y eso que he sido moderado, porque no he mencionado para nada sus ojeras ni su aspecto desmejorado y descuidado. “…tú lo que quieres es que pase como el año pasado…”, me ha llegado a recriminar. Bueno, para dos horitas que nos vemos ahora a la semana, no las voy a malgastar discutiendo. Desde luego. Mejor me lo trago todo. Mejor me callo. Mejor tiene toda la razón y yo le estorbo. Mejor pasarlo mal ahora, para poder desquitarnos más adelante, cuando llegue nuestro momento.




III
Casi como las monjitas de clausura, así está Ainoa, mi pobre Ainoa. Por las mañanas, a las siete en punto, diana. Estudio personal. A las once, diez minutos de pausa y cafeína. Hasta la una, clavada en la silla. Treinta minutos para comer. Por la tarde, vuelta al ataque. De siete a diez, academia. Media horita para cenar. Y luego, hasta la una y pico, el tiempo del test. Y vuelta a empezar…


IV
Mientras, me he convertido en su portavoz, porque todos los del grupo, me ven solo, con las manos en los bolsillos y me preguntan a mí por ella. Siempre contesto lo mismo: “ahí está: estudiando como una descosida”. La de veces que paso por debajo de su piso y miro hacia su balcón. Y deseo con fuerzas que una mosca zumbe y revolotee, pssssss, y consiga distraerla para que vuelva sus ojos hacia la calle. Y entonces me vea, eh, yuju, aquí estoy, montando guardia. Y yo le sonría, de oreja a oreja. Y ella me llame, y me diga, “sube, tonto, nos tomamos un café”. Deseo todo eso. Pero las persianas están permanentemente a medio bajar. Y saben las moscas que por ahí no se puede pasar, saben las moscas que corren peligro de muerte cierta si osan interrumpir la concentración de mi querida cerebrín.


V
Al principio del enclaustramiento, aún sonaba el móvil. Ainoa llamaba. “… ¿qué haces?”, me preguntaba. “…pues justo ahora iba a empezar a comer”. “Yo también”. “Oye, que si quieres, me levanto ahora mismo y comemos juntos… en diez minutos estoy ahí”. Silencio. Duda interna. Mmmmmmmmmm. Lucha entre la razón y el corazón. La fuerza de voluntad acababa imponiéndose. “No, Amador, mejor no”. Yo no insistía entonces. Disimulaba como podía mi decepción. Y me entraba complejo de ser como aquella manzana tentadora que acabó mordiendo Eva. Minutos después de colgar la llamada, yo aún flotaba en el aire. Aún quedaba encima de la mesa un plato frío sin tocar y un “te echo de menos, pero no te lo he dicho… por no estorbar”.


VI
Después las llamadas han ido sustituyéndose por mensajes. Distraen menos. “100% de respuestas acertadas en los test de hoy… ¡Estoy supercontenta! ¡100 Besos!”. Mensajes cortos, intensos. Ella sabe que estoy aquí, para lo que necesite cuando lo necesite. Mis respuestas suenan un poco repetidas. Ánimo. Aliento. Tú puedes, cerebrín. Son sinceras. La admiro y… la quiero. “Piripipí, piripipí”. Ha entrado un mensaje. Contengo el aliento. De Ainoa. En vivo y en directo. “…Amador, cuando vengas el Domingo, trae dos paquetes de filipinos, ya sabes, de los azules”. Me sonrío. Chocolate para las neuronas. Me viene el supermercado de paso. Voy allá. De los azules, ha dicho.


VII
Ha pasado un año. Larguísimo. Interminable. Que me lo digan a mí. Y ahora, la página web donde hoy publican las listas se ha bloqueado. Eso. Lo que faltaba. Qué nervios. Me he acercado a la ventana. He subido la persiana. La correa está fuerte. Por lo menos llevaba doce meses sin moverse. Ainoa ha intentado entrar de nuevo. Ahora sí. Qué lento va internet, joder. Tensión. Venga, venga, calma. De repente, el grito. El grito que yo esperaba: UAAAAAAAAAUUUUUUUHHHHHHH! Lo ha conseguido. Mi cerebrín está de las primeras. Ríe. Salta. Grita. Me abraza. Me estruja. Me besa. Bravo, bien, enhorabuena. Se lo merece. Me lleno de orgullo y satisfacción, como el rey de España. “¿Tú ves? ¿Tú lo ves, Amador? Ése era el camino, ésa era la única manera. Teníamos que pasar por esto para llegar aquí…”. A mí me entra la risa floja. Y Ainoa sale por el pasillo, dando saltos y gritando la buena nueva, “¡Lo he conseguido! ¡Estoy aprobada! UAAAAAUUUUUUHHH”. Hoy sí, hoy no es como el año pasado, hoy se le puede preguntar qué tal Ainoa, qué tal ha ido. Me sobreviene un sudor frío. En el fondo sé por qué. Murmuro: “Sí, ése era el camino… para llegar aquí”. Y éste no es un punto final, sino un punto de partida. He cerrado fuertemente mis ojos. Para que no se escapen las putas lágrimas. Y he apretado los puños hasta hacerme daño. Inspirando profundamente, hasta el último soplo de aire que me cabe en los pulmones, me he dirigido a la nevera. He descorchado el cava. El tapón se ha estampado contra la talla. Lo he vaciado en el fregadero. Hasta la última gota. No, desde luego yo no voy a ser un estorbo. Dejándolo todo en orden, el vidrio al cubo de los vidrios, he salido de la cocina. Y después, con un nudo en la garganta que no se me ha ido aún, “Ainoa, mi cerebrín, que triunfes en todo lo que te propongas”, he salido del piso sin decir adiós y sin hacer ruido.

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