domingo, 11 de septiembre de 2011

La semana que viene ya veremos



I
Nicolás abre un ojo, después el otro. Se despereza pero no se mueve. El sol impacta fuerte por la persiana bajada en la ventana sin cortinas. Está aterrizando en el ya no tan nuevo día… Lunes, parece. Trasiego en la calle. Pasan más minutos. Tranquilo, sin prisa. Se levanta cuando la urgencia de ir al baño ya le aprieta. Descalzo. Desgarbado. Pelo negro alborotado. Barba cerrada de la que sólo se escapan unos ojos brillantes y una nariz importante. Se asoma al balcón. Mira hacia su 124 que todavía está ahí, aparcado. Entra de nuevo. Un tablero lleno de cosas hace de mesa. Cuatro sillas peladas. Es su mobiliario. En la pared un estante de chapa conglomerada y un tocadiscos Cosmos. Algunos vinilos con fundas maltratadas se apilan en el mismo estante. Repasa. Mira, éste hace tiempo que no lo escucha. Ringo. El disco gira y cruje. GRRRRR…. Suena potente. La acústica cambia la casa. Ahora los vecinos ya saben que Nicolás está despierto. La nevera está casi tiesa. Pero queda leche. Botella de plástico. Bebe a morro. Tararea camino de la ducha. De oído. “….Yu-sixtín-yu-biutifú-an-yu-main….” (1) . Es de las poquitas cosas que le saben mal. No saber inglés.


II
Nicolás se mueve por Mediavilla buscando la sombra de las casas. Camiseta de tirantes sin mangas, pantalón vaquero con los camales recortados y alpargatas atadas. Nicolás cruza la carretera sin mirar. En mal momento, porque una Vespa casi se lo lleva por delante, “aparta, cabróoooon, mira por dónde vaaaaas “. Atraviesa el mercado. Repasa los puestos. Cajas apiladas. Suelo pegajoso. La fruta bien expuesta. Las ristras de embutido. Levanta la mano. Saluda aquí, allá, se entretiene. Sale por el otro lado. Ya avista que al final del callejón adyacente, un hombre da pasitos adelante y atrás, mira irritado el reloj y no contiene sus aspavientos. ¿Será posible tanta informalidad? Es el señor Perales que le espera hace más de una hora, según lo convenido, para recoger el escritorio clásico que le encargó y que por lo que ha tardado en fabricarlo, tiene que ser, por lo menos, el Escorial hecho en madera de cerezo.

III
Los segundos que Nicolás ha empleado en quitar el candado, levantar la atrancada persiana, abrir la puertecita acristalada, dejarla abierta para que se escape el ambiente cargado de barniz y disolvente, entrar en el taller y destapar el mueble primorosamente cubierto con una sábana; todos esos segundos han sido los que el señor Perales ha tardado en dejar reducido a nada su tremendo cabreo por la desquiciante falta de seriedad de Nicolás. Hasta entonces todo eran sapos y culebras. Se acerca. Lo toca. Lo observa con detalle. Simplemente perfecto. “Qué manos tienes”. Afirma con la cabeza. Es una pieza única. Y es para él. “Te ha costado un montón de tiempo, pero ha valido la pena la espera”. Nicolás ha estirado mientras un cajón, ha sacado su Werlisa, ha comprobado que sí, que tiene carrete, y le ha puesto el flash de bombilla de vidrio. “Un momento….”. Click. Flash. Con el pasador, recarga la cámara, pone una bombilla nueva y dispara de nuevo. Por si acaso, dos veces. La furgona espera en la bocacalle. Nicolás y el señor Perales llevan el escritorio envuelto en plástico acolchado con todo el cuidado del mundo. Lo amarran con delicadeza. El señor Perales le extiende un sobre. Nicolás lo embute en el bolsillo vaquero de su pantalón. “Cuidado al salir”, le advierte. “Nada, nada, esto está chupado”. Bocanada de humo negro del tubo de escape. BROOOM, BROOOM. Acelerón, acelerón. Nicolás se da la vuelta. Escucha un RRRRAAAAAASSSS del rascón del paso de rueda al girar por la estrecha esquina. “…yo se lo he advertido, conste”. Nicolás entra de nuevo en su taller de ebanistería, que sin el escritorio, ha quedado prácticamente vacío.


IV
Delante del señor Perales no quedaba bien. Pero ahora sí. Saca el sobre. Recuenta los billetes de mil. Calcula que con eso… podrá salir… por lo menos un par de semanas. Hacia los Pirineos, como quería. Bueno, ya tiene la faena hecha de hoy, así que se dispone a salir. Es cuando irrumpe Benigno Fuentes, “¡hombre, por fin te encuentro, nunca te pillo!”; “…pues qué raro… siempre estoy aquí metido…”, “… que quería preguntarte que cómo tienes lo mío…”, “…pues estoy en ello, no te preocupes…”, “…sí, y tanto que me preocupo, que mi hija se casa el mes que viene y aún no tiene el chifonier que te encargué, es lo único que le falta…”. “…ya sabes la faena que lleva eso… no querrás que te dé algo mal terminado….”, “…pues claro que no, con lo que vale, ya puede estar bien acabado, ya…”, “…dile a tu hija que no padezca, que yo calculo que en dos semanas, lo tiene listo…”, “¿y no puede ser antes, Nicolás?”, “…mmmmmm… por mí no va a quedar… “, “…mira que si no lo tienes en fecha, no lo voy a querer, me buscaré otra cosa…”. Nicolás se encoge de hombros. Benigno Fuentes se retira con la desazón de que ha hecho esa visita para nada. Nicolás atranca la puerta. Baja la persiana metálica. Y mientras echa a andar piensa que, por lo menos, tendrá que hacerse el ánimo y empezar a pedir la madera que necesita para este encargo.

V
Antes sí, cuando estaba Covadonga, su piso parecía un museo. “Este escritorio nos lo quedamos. Es una pasada”. “Nico, haz esta cómoda, igualita, pero de 97 cm, que nos quepa en el hueco”. Las sillas labradas. Las puertas canteadas. Todo. Pero luego qué. Aparte de un enorme vacío, qué. Él no tenía que sentarse a escribir. Desde luego. Ni nada que guardar en los cajones. Ni puertas que cerrar. Por eso no tuvo ningún reparo en fundir aquellas obras de arte. Y con lo recogido, recorrió Italia durante un buen tiempo. Regresó de aquel primer viaje en solitario con la retina cargada de imágenes y relieves. Se encontró de nuevo con la vivienda pelada. Sólo aquel Cosmos y el montón de discos. “….Yu-sixtín-yu-biutifú-an-yu-main….”. Los vecinos de la finca se enteraban así de que el desaparecido Nicolás había vuelto.

VI
En plena avenida, un letrero “Carpintería”, una doble puerta de mobila vieja ancha y acristalada. La máquina trifásica parte en dos longitudinalmente aquella enorme viga. En el suelo, serrín. Tablones apilados en orden. Bancos encolando una puerta. Mazas, serruchos, martillos y demás herramientas, sobresalen ordenadas de una puerta debajo del banco de carpintero. Tiembla el taller con el estruendo. Calor sofocante. Nicolás entra. Amadeo, que lo ha visto a través de los cristales, ni pestañea. Nicolás saluda. Amadeito, el sobrino, corresponde. Entonces el chaval se lleva una bronca de su padre, “…estate a lo que tienes que estar…”. Limpiamente, la viga queda en dos mitades. La máquina para lentamente. Con inercia. Nicolás repite el saludo, que ahora sí se escucha. Amadeo no responde. Saca el metro. Mide. Marca la madera. “Hermano, que me voy unos días… ”. A Amadeo se le escapa un “¿otra vez?”. Silencio. Nada más que decir. “Bueno, ya nos veremos”. Nicolás sale. Está atravesando el marco de la puerta. Amadeo grita y lo llama: “¡Nicolás!”. “Qué”. Pausa. “…que si la semana que viene te pasa algo, a mí no me busques”. Nicolás aprieta la boca, que desaparece detrás de su espesa barba. Mira el calendario cubierto de polvo colgado en el pilar de ladrillo macizo. Julio de 1977. Ya. Cómo pasa el tiempo, caray. Y contesta antes de salir, a su hermano: “¿La semana que viene...? La semana que viene ya veremos”.


(1) Ringo Starr, Blast from your past (1975) You’re Sixteen

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