I
Cuando la apartaron de la Compañía “Viento y Marea”, Begoña Guimerá sintió que se había quedado sin brújula, sin norte, sin camino a seguir. Sólo conservaba un tremendo vacío que se rellenaba con un enorme resentimiento. Incapaz de nada, dejaba que las horas murieran solas, tumbada en un sofá, atiborrándose de chocolate surtido, delante de un televisor encendido, cambiando compulsivamente de canal. En estas condiciones, el único analgésico que le hacía algo de efecto, era el planificador de venganzas, según el cual, para empezar, acertaba una primitiva. Suculenta. Compraba la Compañía. Imaginaba las caras de sus antiguos compañeros, los que le habían hecho vacío. Ah, cómo sufrís ahora, ingratos capullos. Y se recreaba pensando en la reacción de Nicola Niespera. Lo putearía un poquito, lo humillaría antes de darle la patada. En ese instante, efecto sedante total. Justo entonces, Begoña abría los ojos. En realidad, de saque no había ninguna primitiva acertada, luego lo que venía detrás se desvanecía como el humo. Se iba de golpe el efecto del planificador de venganzas, volvía con más crudeza el dolor y se retorcía entre los almohadones, “pero qué he hecho yo para que estas cosas me pasen a mí”.
II
Correo de Cirilo, el percusionista. Por fin, señales de vida amiga. Muy escueto, decía: “Le he mandado a tomar por culo”. Ojos atónitos. “Me he ido de Viento y Marea”. Con dos narices. El “marcador de ritmos” estaba fuera de la Compañía. El latido del grupo. Qué fuerte. Con otro corazón, con otras pulsaciones “Viento y Marea” se seguiría llamando así, pero con toda claridad ya era otra cosa. La misiva de Cirilo concluía: “Begoña, no te desanimes: siempre se hace de día”.
III
“¿Usted es Begoña Guimerá, verdad?”. Ella se sorprendió al verse reconocida, detrás de esas gruesas gafas, con ese pelo caído hacia delante, y ese sobrepeso incipiente que le rellenaba trasero y cintura, arrastrando el carrito del súper, en el que destacaban las galletas de chocolate. Afirmó que sí, para qué negarlo. El jovencito se explicó: “Disculpe que la moleste, pero…”. Estimados clientes, en nuestra sección de carne fresca pueden encontrar pato al módico precio de un euro el kilo. “…somos un grupo de amigos… estamos preparando una obra en el Café El Teatro… y estaríamos encantados de que viniera a vernos ensayar”. “Lo siento. No voy a poder”. La cara del chico mostró decepción. Ella empujó el carrito zanjando el encuentro. “Yo la he visto a usted actuar en el Teatro de las Ocurrencias”. Begoña se giró hacia él. “Ah, ¿sí?”. “Sí, fuimos adrede desde Mediavilla”. Las manzanas bajan de precio. “Déjeme decirle que usted estuvo impresionante”.
IV
La puertecita lateral del teatrito se abrió chirriando. Begoña no había querido hacer ruido, pero al percatarse de su presencia, los chicos que estaban en el escenario enmudecieron en el acto. “Perdonad la interrupción, seguid, seguid…”. Ostras, qué nervios. Las voces empezaron a gallear. Las memorias a quedarse en blanco. Las piernas a paralizarse. Begoña Guimerá estaba allí y había ido a verles.
V
La tele se preguntaba, ¿pero hoy no me enciendes? Con las gafas de vista cansada ella releía el texto por quinta vez. Había arrimado la mesa del comedor en un lateral para ganar espacio. Daba al “play” y reproducía de nuevo aquella melodía. Aquí le iría bien dar estos pasos. Y uno, y dos, y un-dos-tres. Se sentaba, fatigada. Se había desacostumbrado a aquellos trotes. Subrayaba. Memorizaba. Aquí iría mejor decirlo en un susurro. Probaba. Sí, sí, y en la voz de Saúl, el chico que la interceptó en el Súper, no quedaría mal. Había trascendido en Mediavilla, el pueblo grande donde casi todo se sabe, que Begoña Guimerá estaba ayudando en la obrita de teatro. Era cierto. Y para poder ayudar, antes tenía que conocer al dedillo aquel libreto. Qué ilusión recobrada. Y qué escalofrío al sentir fluir como nunca la interpretación por sus venas.
VI
Correo de Cirilo. “Entro en el Grupo Rapsodia. Estamos ensayando Saturno libre. Te necesitamos ya. Ven cagando leches. El Sábado, aquí”. Los ojos se le humedecieron a Begoña. Qué gran tipo este Cirilo. El Sábado, el Sábado… ¡Mierda! Cayó en la cuenta. Los chavales estrenaban el Viernes. Se llevó la mano a la boca… En su planificador de sueños, había imaginado precisamente esto. Cirilo la reclamaba. En el siguiente paso, ella hacía impactar un corcho de cava contra la talla del techo. Y acto seguido, salía corriendo camino del aeropuerto. De momento, respiró hondo, dio un puñetazo en la mesa, y dejó el cava quieto en la nevera.
VII
Viernes noche. Estaba ya sentada en el avión. Asiento 10A. Quedaban unos pocos pasajeros por ubicarse. No acertaban a encajar maletines y chaquetas en los estantes ya repletos. En eso zumbó el móvil. Aún no lo había apagado porque se le había olvidado. Qué extraño, una llamada a esas horas. Era Saúl. Le dijo: “¡Escucha, escucha…!”. Un sonido familiar. En directo. Aplausos. Ovaciones. Bravos. “¡…que van para ti, Begoña, con nuestro agradecimiento desde el Café el Teatro!”. Nudo en la garganta. “Enhorabuena, Saúl, es vuestro triunfo, es vuestro mérito”. La azafata apareció por allí con malas pulgas. Había que colgar y desconectar ya. No pudo oír que aquellos chavales le gritaban: “¡Mucha suerte, Begoñaaaaa….!”.
VIII
La kilométrica terminal V4 parecía vacía a aquellas horas. Y Begoña la tenía que cruzar de punta a punta para realizar la conexión con su segundo vuelo. A mitad de camino, ante una puerta de embarque donde un nutrido grupo de gente soportaba un retraso, lo vio. Imposible no cruzarse. A Begoña le temblaron las piernas. “¡Begoña!”, exclamó Nicola Niespera poniéndose de pie. Descorbatado, con barba de varios días y ojeras pronunciadas. Ella se detuvo. Le dijo él, a modo de saludo: “…creía que te habías muerto”. En un segundo ella volvió a sentirse acomplejada, descentrada. Pero fue sólo eso, un segundo. “Pues no. Precisamente desde que salí de Viento y Marea, mi salud me lo agradeció enormemente”. Pausa. Se miraron a los ojos. Y ella no los desvió. Los mantuvo. Ya no le tenía miedo. “¿Trabajas?”, le preguntó. “Claro”, respondió ella. “Me alegro”. Nuevo silencio. Nicola Niespera se quejó: “Con la crisis galopante que hay, de lo primero que prescinde la gente es de ir a los espectáculos… y lo estamos sufriendo enormemente”. “¿No será que no sois suficientemente buenos…? La gente nunca prescindirá de las cosas bien hechas”. Toma ya, ahí dejaba el recadito. No tenían mucho más que decirse. “Se ha retrasado mi avión”, explicó él, señalando la pantalla informativa. “…el mío no. Sigo hacia mi puerta de embarque”. Se disponían a despedirse. Pero se activó entonces la megafonía: Parecía que iban a decir: “por su propio interés, rogamos mantengan controladas sus pertenencias”. Pues no. Una música familiar inundó aquel espacio. Y un foco de luz centró la silueta de Begoña. Se transfiguró. Viento. Marea. Fuego. Fue el personaje, su personaje, de nuevo. Como en el Teatro de las Ocurrencias. Actuando para todo el mundo. Intensísima. Ante la cara demudada de Nicola Niespera. Fuera, entre tanto avión arrimado a los fingers, y a pesar de la oscuridad, estaba claro que estaba ya haciéndose de día.
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