V
El kioskero sale del mostrador para cerrar por segunda vez el periódico que, desde el montón, “casualmente” se ha abierto por la página de la cartelera. Mira hacia el conducto del aire acondicionado con evidente mosqueo. Bueno. Ya he visto lo que quería ver. Un Jueves por la noche no hay ofertas culturales que me interesen. Me decanto por el multicine entonces. Alguna película habrá que esté bien. Me sabe mal. Una entrada de cine no es tan cara y me la puedo permitir siempre que quiera. Pero claro, para una vez que me toca algo, si no aprovecho mi circunstancia, que es mi transparencia aquí y ahora, pues tampoco tiene mucha gracia. Subo los escalones del “Pelípolis”. El taquillero aguarda a que vengan acudiendo los rezagados para taladrarles el ticket. Yo paso por sus narices. Ni se inmuta. Ya estoy dentro. Ya me he colado. “¡Eh, eh, espere!”. Me quedo petrificado. Qué susto. Pensaba que se dirigía a mí. Pero no. Es a esa señora, a la que se le ha caído un papel del bolso. Tranquilo, Mateo. Soy invisible. Me vuelvo. Me acerco al señor de la puerta. Le soplo en una oreja. Aquel se da un auto-bofetón al sentir el aire caliente. Me sonrío. Borde que es uno. Enfilo hacia dentro, hacia las salas. Ya veré con qué película me quedo.
VI
Más que medio vacío está el cine. Me he metido en la película del piloto de Fórmula 1. Ahí vienen cuatro más. Entran tarde. Cada uno lleva, sin exagerar, un cubo de diez litros hasta arriba de palomitas. Parece que se dirigen hacia aquí. Vaya, con lo grande que es la sala, y se ponen en esta fila, y…. ¡¡¡¡BUUUUUUFFFFFF!!!! Me acaban de crujir el fémur. Grito: “¡Pero hombre! ¡Tenga cuidado, que se me ha sentado encima!”. El tío se levanta, “disculpe, no le había visto”. Y mira, y sigue sin verme, claro. Y se disculpa, “está tan oscuro todo que no se ve nada…”. Yo me deslizo hacia otra butaca, tengo donde elegir. Y aquél, se frota los ojos, intentando captar dónde anda el muerto por aplastamiento. Suena en “dolby sorround” el escarbar de las rosetas en el pozal y aún más su masticado con la boca llena. Es insoportable. No lo aguanto. Emigro. Me levanto. Cuando paso a la altura del que me ha apisonado hace un momento con su glúteo, me da un pronto. Me sale un manotazo estratégico. Y todas las palomitas, con el cubilete detrás, van por el aire. Entre el desconcierto, la puerta se abre y se cierra sin que aparezca nadie. Soy yo, que me he ido.
VII
Qué dilema. Me invaden los escrúpulos. Ya metido en esta historia en la que, por mucho que me mire, no me veo, tengo que aprovechar al máximo las circunstancias y planificar lo que quiero hacer durante las próximas horas. Accedo en el metro. Con esto cubro el cupo “cleptómano por el morro”. Miro a ése. Se cree solo. Está sacando con un palillo de su oreja derecha cera suficiente para hacer un cirio. Si supiera que tiene compañía, lo dejaría para mejor ocasión y disimularía un poco. O a lo mejor no. Con público delante, pondría un puestecito de velas naturales, y la gente se las quitaría de las manos.
VIII
Ya estoy. En su portal. Calle Comedores, Diez, Segundo derecha. Ahí vive Amalia. Me siento en el escaloncito del patio. Son más de las once. Espero. En algún momento bajará. Y no sé si iré detrás, si seré su sombra. No sé si entraré con ella. No sé si me sentaré frente a ella en el sofá. Ni si seré su espejo en el lavabo. Ni si me convertiré en su aliento. No, no lo sé. Cuando me dijo la tía Fortuna que éste es un premio menor, tenía mucha razón. No he podido elegir ni el momento más adecuado ni la duración. Ha tenido que ser ahora y por tiempo limitado. Ahí baja alguien… Es…, jo, su padre. Ahora ya sé lo que voy a hacer. Ahora ya sé que, poco a poco, me vuelvo hacia mi casa.
IX
No es una sorpresa para los vecinos de la Calle Recibidores, seis. En la entrada, como casi siempre, ya está puesto el salivazo verde misterioso. Alguien ha cogido la costumbre de dejarlo caer para que al entrar, lo pisemos y lo arrastremos hacia delante. Nos llena de indignación, “se necesita ser guarro, como lo pillemos lo limpiará con los morros”, dice el señor Cases hecho una moto, “podríamos llamar al CSI para que analice el ADN de esas babas…”. Cada día, igual. Como ya lo sé, entro mirando hacia el suelo y no hacia el frente. Sorteo la filigrana y me subo hacia arriba. Hoy ha sido un día muy largo.
IX
Amanece. Me dispongo a salir del piso. Como no me puedo ver a mí mismo, esto de no saber si voy suficientemente arreglado me fastidia mucho. Es una invitación al descuido personal. ¿Serán todos los invisibles del mundo mundial unos desarrapados? En ésas estoy. Llamo a la oficina. Contesta Mila. Le digo que hoy no podré ir, que no me encuentro bien. “Así que hoy tam-po-co te vamos a ver el pelo”, me pregunta con sorna. No me cae bien ese “tampoco”. Mis ausencias siempre han sido y son justificadas. Esta mujer me tiene manía. Y yo a ella también.
X
Cuando he entrado en las oficinas de nuestro principal competidor Rotom, me ha debido subir la adrenalina. Vade retro. El enemigo número uno. La gente va, viene, se cruza, se saluda. No sé quién es quién, no me suenan esas caras. Nos habían dicho que aquí no trabajan, que sólo viven permanentemente obsesionados y pendientes de lo que nosotros hacemos para neutralizarnos. Que nos envidian y nos odian. Tengo los oídos bien atentos a cualquier palabra que a mi alrededor se diga. Igual en estos momentos están en la sala de reuniones planificando una estrategia en nuestra contra. Algún plan para hundirnos y sacarnos del mercado. Intento captar conversaciones. Ver caras. Lo mismo me topo con algún infiltrado. Me sugestiona la idea. Nada es lo que es. Ni lo que parece. Por llegar, me he plantado en el despacho del director general, con muy pocos papeles encima de su mesa, todo hay que decirlo y delante de su portátil. Tiene la pantalla protegida. Vaya. Y ahora qué. Curioseo los cuadros. Los garabatos de la pizarra. Nada que recuerde a nuestra Xenak, ni de lejos. Entonces me asaltan mis miedos. Si mi invisibilidad no es perfecta, qué. La estoy liando. Si tienen un detector de temperaturas por infrarrojos, qué. La estoy cagando bien. Me sobreviene un ataque de ética en los negocios y salgo de Rotom a toda prisa, levantando una ventolera que da con algunos folios en el suelo a mi paso.
XI
Me he venido directo a Xenak. Aquí sí. Aquí todo y todos me son familiares. Y a punto ha estado de escapárseme un: “¡buenos días…!” porque se me olvidaba que nadie me ve. Pero sólo he dicho “bu…”, Mila se ha girado, no ha visto nada, y ha seguido a lo suyo. Esto es como presenciar mi vida sin mí. He deambulado como un fantasma. De mesa en mesa. Cotilleando sus quehaceres. He comprobado quién navega mucho por internet. Pero ya lo sabía. Realmente, nada nuevo. De repente, el director ha preguntado por mí. La voz venenosa de Mila se ha aprestado a informar que… “ha llamado para decir que no se encontraba bien y que hoy tam-po-co vendría”. “…quería hablar con él”, ha dicho al paso. Esta Mila no tiene doblez. Cuando no estoy delante, no disimula nada su animadversión por mí. Y cuando estoy enfrente… pues tampoco. Mientras, voy a la carrera hacia el archivo, donde nadie me puede oír. Desde allí, con el móvil, llamo al jefe, quien me coge el teléfono al primer tono y exclama: ¡Mateoooo! Precisamente tenía interés de hablar contigo…”.
XII
Prefiero apurar mis últimos minutos de premio en casa. Volveré en breve a mi carne de burro, que no es transparente. Pero antes, he resuelto el Misterio del Gargajo Verde. Tendría que estar eufórico por ello. Tendría que haber sido una cuestión de lógica, mi querido Watson. Pero no. Mira que yo sospechaba del Señor Cases. En las series policíacas el más lobo es el que parece más corderito. Y este vecino apuntaba maneras por sus voces histéricas para condenar el ataque cochino recurrente. Cases podría estar traumatizado por las cuotas de la escalera y ésa hubiera sido su venganza terrible. Esta tarde, de regreso, ha sido cuando he visto al tipo ése, que andaba como paseando. Miraba aquí, allá. Yo no me había cruzado con él nunca antes. Al llegar a la altura de la puerta, como quien no quiere la cosa, vista a la izquierda, a la derecha, arriba. Nadie alrededor. Bueno, yo sí, yo estaba a medio metro. En un segundo, se lo ha preparado, zassss, qué destreza, qué puntería. Y qué verdor. “¡¡Tio cochino!!”, he gritado. Aparte de ensordarle, le he dado un susto de muerte, porque obviamente, no me veía. Ha salido corriendo, me imagino que a por una coramina. Aún me pregunto por qué ese capullo actuaba así. Y la única conclusión a la que llego es que a esta gente le cuesta muchísimo menos jorobar a un prójimo desconocido. No le hace falta ningún miramiento y siempre queda más impune.
XIII
“Bajo en un cuarto de hora, es que aún no estoy visible”. Se lo digo por el interfono a mi primo Sebastián, que ya está en la calle esperándome. Él lo interpreta como que soy un presumido integral y estoy arreglándome para ir a andar lo mismo que si nos fuéramos a una boda. Yo miro el reloj, falta poco para las siete, y espero aparecer de un momento a otro. Me va a dar una alegría tremenda verme de nuevo. Trago saliva. Me impaciento. Empiezo a pensar, y si no vuelvo, qué. Esto es como cuando retorna el fluido eléctrico a la casa después de una tormenta. Se hace la luz. Todo estaba donde se quedó. Todo recupera su forma. Y de igual manera, ahí, ahí estoy yo de nuevo, ¡bien, bien, bien! Y salgo pitando, que no se impaciente más Sebastián, y bajo de tres en tres los escalones, y le doy un abrazo, ¡primo del alma!, y se extraña de mi efusión, “pero.. ¿a ti que te pasa hoy?”, y le cojo del brazo, y le estiro, “vamos, vamos deprisa…”. Y nos dirigimos hacia la calle Cocinas, por donde ya se pone el sol, y me pongo a mirar, más o menos, a esa altura de la calle, a mano derecha, todos los locales, de uno en uno, era por aquí, o un poco más para allá, cuando se inicia la zona peatonal y me detengo en seco, con la respiración agitada, y caigo en la cuenta: “No está”, digo. La Administración de Loterías Ilusionantes ha desaparecido. “Mateo, ¿se puede saber qué buscas?”. Bajo la cabeza. “No está”, repito absorto. Seguimos andando. A lo mejor no estuvo nunca. Le pregunto a Sebastián: “Tú no conoces a la tía Fortuna, ¿verdad?”. “¿La tía qué?”. Entonces hago un quiebro de lo más ágil, y le digo: “Fíjate, en esa entrada están poniendo cerámica imitación del siglo XVIII…”. Somos de nuevo, como dos auditores de calle. Y a lo lejos ya apenas se nos oye: “¿tú crees que ahí pega ….?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario