domingo, 27 de marzo de 2011

Cuatro nubes (II)

I

Por aquel entonces, yo aún no había aprendido a controlar mi genio. Aún hoy me cuesta. Y me ofusqué. Había tenido otra bronca más con mi madre a raíz de la cual me invadió una rabia e ira tal que la proyecté hacia las nubes. Inmediatamente, éstas se concentraron amenazantes esperando un gesto mío. “Puedo”, me dije, “¡puedo!”. Y les pedí que cayeran y al instante descargó una lluvia tal, que reflejaron mi furia. Se asomó mi madre entonces a la ventana, observó el tormentón organizado y me preguntó: “Virginia… ¿así es como arreglas tú las cosas?”. Reflexioné mordiéndome las uñas. No, claro que no. Tenía que apaciguarme. Impulsos míos pueden acarrear graves consecuencias. Me acordé de Higinio, el pobrecito había sacado dos entradas para ir a ver a Carlos Tejeda. Con la ilusión que le hacía… O tal vez no, a lo mejor el teatro era sólo un argumento para estar conmigo. Me sentí muy halagada. Y decidí alargar el temporal para ponerlo a prueba. Mi madre me miró extrañada, por qué no paras estos chuzos, por qué no los detienes ya. “Mamá, tú déjame…”. Pasaron los minutos. Diluviaba. Se fue la luz. Nos quedamos las dos en la sombra. Al rato, escuché el “¡TOC, TOC, TOC!” de sus nudillos llamando a la puerta de la calle. ¡Bien! Salté del sofá. Bajé de seis en seis. Le abrí. Allí estaba, contra viento y marea, hecho una sopa. Empapado. Y con la mano magullada. Con esa carita de lelo estaba para comérselo. Le hubiera dado un achuchón. Pero me contuve para no hacerle daño. Despéjate tormenta, pensé, que este chico me quiere. Y simplemente le dije: “¡Sabría que vendrías!”.

II

“¿A la cima de San Antón? ¿Y no hay una montaña más bajita?”. Higinio protestaba tímidamente. Pero luego aceptaba con resignación e íbamos juntos a disfrutar de la naturaleza. Al principio, se ponía por delante, me tendía la mano caballerosamente para subir un repecho y yo fingía ser ayudada con agradecimiento eterno. Bueno para su ego. Pero poco a poco me iba cediendo terreno y yo, cuando lo perdía ligeramente de vista, ya me adelantaba con mi fuerza contenida, y divisaba los detalles en el horizonte y agrupaba las nubecillas en el cielo. Suficiente para ejercitarme. Luego me dejaba alcanzar por él, que llegaba rojo, sudoroso, demudado. Sin aliento. Aquel día en lo alto de San Antón era el idóneo. Para mostrarme. Para explicarle quién soy y lo que puedo hacer. Dibujé nuestra imagen en nubes blancas. Y él, reventado, sólo me dijo: “Virginia, veo alucinaciones”. De bajada lo tuve más claro. Yo no podía pretender ser normal si no soy normal. Y entender aquello era un trago duro. Porque, entre otras cosas, esta obviedad resquebrajaba cualquier viabilidad a la relación que mantenía con Higinio. Arriba, en el cielo, las nubes se disipaban. Como las dudas.

III

En torno a aquella explanada donde se iban a disparar los fuegos artificiales se agolpaban miles y miles de cabecitas. Acudían en masa desde todos los rincones, calles y avenidas. “Higinio, desde este sitio ya se ve bien, quedémonos aquí, no nos vaya a caer algo encima”. Fingí temor al estruendo y al estallido próximo de la pólvora. “No temas”, dijo en plan protector, “no te va a pasar nada”. Qué figura. Por eso me gustaba tanto, porque vivía en las nubes. Gente y más gente. Amontonados como hormiguitas. De todas las edades y colores. Voces. Ruido. Fiesta. Yo filtré el atronador bullicio. Podía escuchar hasta los latidos de los corazones. POM, POM-POM, POM-POM… Y entre todas aquellas miles y miles de caras, podía distinguir en mi radio de visión perfectamente camuflados los rostros de las dos… tres personas que, como yo, estaban dotados de algún poder sobrehumano. Y ellos me veían a mí. Nítidamente. Como si nadie más existiera en aquella plaza abarrotada. Cruce de miradas. Qué os pasa. Quién es quién en este tablero. Y mientras, Higinio, ignorante, estiraba el cuello para radiarme lo que alcanzaba a ver. El primer aviso subió en el cielo y, zigzagueante, reventó en el aire. El pirotécnico a día de hoy aún se estará preguntando cómo narices consiguió aquel espectacular e irrepetible colorido en sus palmeras, cohetes y filigranas. Yo sí lo sé.

IV

Me avisó mi madre: “Virginia, Higinio está aquí…”. Tragué saliva. Apreté la boca y respiré hondo. Decidí que tenía que ser en ese momento para no empeorar las cosas. Intenté no mirarle a la cara para no quedar desarmada. El tío subió por las escaleras y llegó deshecho. “…que ya sé lo tuyo”, me dijo entusiasmado. ¿Lo mío? ¿Sabía que las nubes vienen y van según mi voluntad? ¿y que descargan lluvia donde yo les digo y cuando yo les digo? Menudo alivio y menudo problema a la vez. Le dejé hablar. Y antes de que me saltaran las lágrimas sin permiso, me salió un “mejor lo dejamos estar” y lo planté, dejándole la sensación de que era él quien había hecho algo malo.

V

Mi madre se asomó a la habitación. Me encontró con la cabeza escondida debajo de la almohada. “...Higinio era un buen chico… pero has hecho lo mejor para los dos…”. “Vale ya, mamá, vale ya”. “Ya se ha ido”. ¿Ya? Salté de la cama, me acerqué al balcón, tras las cortinas. Allá se alejaba. No podía imaginarme que esto doliera tanto. Lancé un aguacero sobre él. Se quedó quieto, dejando caer encima toda el agua sin hacer ademán de protegerse. ¡Vuelve, vuelve hacia atrás, ven así, calado hasta el DNI, con esa cara de lelo que tanto adoro! Pareció dudar. Como si fuera a dar la vuelta. Cuando paró la lluvia sobre él, dio un paso titubeante, luego otro y al final siguió andando hasta que lo perdí de vista.

Me hubiera quedado como una estatua de piedra allí, mirando, por si volvía. Pero mi madre, que es mucho más fuerte que yo, tiró de mí hacia dentro de la casa con suavidad, recordándome en flashes que “…el mundo te espera”. Ya. Ahora lo sé. Pasarán años, yo me habré ido y el mundo me seguirá esperando.

1 comentario:

  1. jijijiji he tenido que rebuscar en los títulos del blog... y he releído "cuatro Nubes". Divertido el juego. Gracias por el relato y por plantearlo así.
    Hasta la semana que viene... Por cierto el próximo finde estaré con Susana: te leeré el lunes.

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