I
Por la mañana se había asomado el sol tímidamente. Pero a media tarde, se encapotó el cielo con densos nubarrones, oscureció prematuramente y en cuestión de minutos, empezaron a caer gruesas gotas primero y chuzos de punta después. Se lió una tormenta como nunca se había visto antes en Mediavilla. En los tejados, los canalones apenas daban abasto y escupían agua a borbotones. Y el agua corría calle abajo de parte a parte de la acera porque ni alcantarillas ni desagües colapsados tragaban lo suficiente. Parpadearon las siluetas de las fachadas y durante unas décimas de segundo se hizo muy de día. Luego vino un castañazo. Ese rayo había caído cerca. Igual que en las peores películas de terror. Acto seguido, claro, se fue la luz. El pueblo entero se convirtió en una sombra mojada, silenciosa y fantasmal. Ni farolas, ni semáforos, ni teles detrás de las persianas, ni nada. Sólo yo, tras los salpicados cristales de la ventana, me asomaba, “a ver si paraba”, sujetando mis dos entradas para ver a Carlos Tejeda que aquella noche tenía anunciada una actuación en el “Café El Teatro”.
Con el chubasquero tapándome hasta el cogote, me aventuré a salir de casa a la hora prevista. Los pocos coches que se atrevían por la carretera parecían auténticos fuerabordas, salpicando las aceras a lo bestia a su paso. Con los golpes de viento, el paraguas de la tienda de los chinos cobraba vida propia, cedía y se doblaba por el otro lado, se declaraba en rebeldía y se tornaba ingobernable dejándome al descubierto. Imposible avanzar arrimándome a los portales de las fincas. Jarreaba. El agua caía a chorros y venía por todos lados. No, definitivamente no está esta tierra preparada para las cuatro gotas que caen de golpe al año.
Pero yo llegué. Y a falta de fluido eléctrico para el timbre, aporreé su puerta, tanto que me machaqué el huesecillo pisiforme de la mano izquierda. Y Virginia, cuando me oyó, bajó y me abrió. Con su mejor sonrisa. Las gotas resbalaban por mi flequillo hasta la mejilla. Lo más seco que me quedaba en ese momento era la saliva. Hasta mis Calvinitos Klein estaban calados y los huevecillos escondidos en algún lugar remoto. Sensación de desvalimiento total. “Sabía que vendrías”, me dijo. Toma, claro, entre otras cosas porque habíamos quedado.
Inexplicablemente, aquel tormentón cesó entonces bruscamente. Cuando Virginia se asomó, no caía ya ni media gota y volvió el alumbrado a dibujar calles y casas. Anduvimos juntos de la mano. Yo, con el chof, chof, entre los calcetines y las plantillas. Luego resultó que no hubo representación de Carlos Tejeda. Las goteras habían inundado el “Café el Teatro” y operarios municipales achicaban a cubos el agua acumulada en el foso del escenario. Y eso que lo habían restaurado cuatro días antes, como quien dice. La decena de atrevidos que nos habíamos acercado “por si acaso”, nos dispersamos resignadamente y nosotros terminamos machacándonos los oídos en el Liberto, que es como un bar muy ochentero. Para entonces, mi garganta ya me confirmaba con agudos pinchazos que aquel remojón no me había sentado nada bien. Algunos dicen que yo concentro toda mi fragilidad ahí, en la garganta.
II
Todo era por Virginia. Yo nunca había sido especialmente andarín. Pero por aquella época anduve más que un cartero de pueblo. Porque los fines de semana tocaba caminata masoca. Me recorrí todos los accidentes orográficos de la zona que aparecen señalados en el “google maps” y alguno más. Diría que “con ella”. Pero faltaría a la verdad. Es más propio confesar que fue “detrás de ella”. Y un Sábado de esos, al borde del síncope, con el corazón a mil y la lengua fuera, alcancé incluso la cima del San Antón, que no está mal y no lo hace cualquiera. Ella me esperaba arriba desde hacía minutos, fresca y relajada. “Mira”, me dijo. Que mire qué. Me señaló el cielo, “Higinio, mira allí”. Ya, cielo azul. Con cuatro nubes. Y qué. Aguardó unos segundos. “¿No ves nada?”. Pestañeé. Mi vista entonces se centró. La silueta de las dos nubes centrales concentradas se correspondía con el contorno de nuestros rostros. O eso me parecía. Carraspeé. Me tuve que dejar caer en el suelo. “Virginia, ya consigues que vea alucinaciones”. Lástima no haber contado con una cámara aquel día para dar testimonio de lo que vi. Cuando bajamos, sin muchas ganas de hablar, ya aquellas nubes se habían deshecho y las que quedaban no recordaban a nada ni a nadie.
III
El sol apretaba de lo lindo. Las chicharras daban un conciertazo en do mayor. La cantimplora estaba seca como un esparto. Hacía rato que mis rodillas habían crujido de forma importante. Y mis pies estaban como botas. Me las había prometido muy felices con aquella noche de “tienda de campaña”. Y lo que me había encontrado era una espalda machacada. Cielos, qué suelo tan duro y qué dolor de riñones. Y del ensañamiento de los mosquitos, qué. Mis pobres piernas estaban masacradas. A los mosquitos les había encantado el repelente que me vendieron a precio de oro…
Virginia se detuvo. Será para darme descanso, pensé. Pero partió, crac, una ramita de arbusto y dijo muy preocupada: “fíjate, qué seco está todo…”. Ya. Aliagas, matorrales amarillentos. Tierra cuarteada. Lo normal si hacía cuatro meses que no llovía. “…una chispa y prendería todo como si fuera gasolina”. Y no sería la primera vez. Enfrente, montañas peladas. Negras. Esquilmadas por un incendio reciente. “Tendría que llover un poco para humedecer el terreno”. Y a mí me tendría que tocar la primitiva, pero no juego. Justo entonces, cuando regresábamos hacia el coche, que estaba aparcado donde no llegan ni los 4x4 de los guardas forestales, empezaron a caer unas gotas muy finas de agua. Eran cuatro nubes. Agua, por fin agua. Yo abría la boca, para aprovechar y recoger algo. De dónde venía. Cómo. Por qué. La miré fijamente. No, no puede ser. Mejor no hacerse preguntas. Ella me sonrió. Y me dio un abrazo. Por lo menos, eso que me llevé.
IV
Sí, sí, mejor no hacerse preguntas. Los interrogantes sobre Virginia que no abría cuando estaba despierto me asaltaban en sueños en forma de pesadillas. Todo sobre mi “tormentosa” relación con ella. Llovía en los desiertos. Las nubes formaban palabras. Se despejaban lluvias que hubieran tenido que ser diluvios. Até cabos. Saqué conclusiones. Y resolví enfrentarme a la verdad. Recorrí a toda prisa la distancia que separa su casa y la mía. Esta vez el timbre iba. “¿Quién?”, preguntó su madre. Abrió el portal. Y me recibió Virginia en la entrada. “No te esperaba”, me dijo. Las escaleras fatigan. Resoplando, le anuncié: “Que ya he caído en la cuenta, que ya sé lo tuyo”. Se mordió los labios, como pensando, chico, sí que te ha costado, ya era hora. Pero es lo que pasa, que muchas veces tienes la evidencia delante y no la quieres ver.
V
Sigo sin entender lo que ocurrió después, a día de hoy, cuando ya han pasado unos cuantos años. Virginia me dio literalmente con la puerta en las narices, “mejor lo dejamos estar”. Y estuve allí, sin saber qué hacer, en el rellano como un pasmarote, por si volvía a abrirme. Llamé de nuevo al timbre. Como no abría, golpeé con el puño izquierdo y terminé por romperme del todo el hueso pisiforme. “Disculpa si te he ofendido…”. Pero no iba a montar un escándalo. Cuando me cansé, bajé hacia la calle. Y según salía cabizbajo y con una mano apretándome la otra machacada, a la altura de la carretera, me cayó un tremendo e inesperado chaparrón en la cabeza. De los que calan. Otra vez cuatro nubes. Joder, con el cambio climático. Me dio igual mojarme. Pero volví a sentir esa sensación de desvalimiento total.
Durante este tiempo, algunas veces he intentado volver a contactar con Virginia. A la vista está que sin éxito. Ya no ando ni para ir a comprar pipas. Ni he vuelto a dormir tumbado en el duro suelo. Pero cuando miro hacia arriba y veo cuatro nubes en el cielo, aunque no tengan forma definida, me acuerdo de ella con nostalgia. Y pienso que seguro hubiera sido mejor dejar preguntas sin respuestas y respuestas sin preguntas. Yo, nunca, nunca le tendría que haber preguntado de dónde sacaba el yoduro de plata.
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