La primera vez, Pilar lo pasó por alto. Y no quiso hacer sangre del tema. “Pero, ¿por qué no me has dicho nada, Pili?, ¡Van a pensar en el colegio que en casa pasamos de ti…!”. “Lo siento, mamá, lo olvidé”. “Ay, despistada, despistada, vives en las nubes”. Pero la segunda, la segunda tuvo que contener su enfado. Contando hasta diez. Lo del olvido ya no colaba. Adivinó intencionalidad manifiesta en su hija. Nuevamente en el curso se convocaba a los padres y ella no acudía porque la nena había avisado a fecha pasada. “Ay, se me ha vuelto a pasar… ayer hubo reunión informativa…”. Con aquella evidencia, la preocupación de Pilar aumentó exponencialmente. Qué le ocurría a su hija. Qué problema le ocultaba. ¿Notas? No. ¿Mal comportamiento? Por supuesto que tampoco. ¿Malas compañías? Por favor, que la respuesta fuera también que no. “Me parece que se te va a acabar el ordenador e internet por una temporada”. Pili no protestó. Y la madre pensó entonces en qué punto, cuándo y por qué, había empezado a perder la confianza con su hija. Miró el reloj. Tarde como siempre. Dejó su amenaza en el aire y entró en el cuarto de baño para iniciar el habitual y meticuloso proceso de ingeniería cosmética.
Pilar tuvo que apretar la agenda por un lado y desplazarla por el otro para dejar un hueco suficientemente holgado donde cupiera una reunión con el tutor de Pili. Había convenido día y hora. Ese mismo Jueves al terminar las clases, a eso de las cuatro y media. Cierto es que salió con el tiempo un poco justo del despacho. Y que encontró el tráfico un poco espeso. Pero no esperaba encontrarse con aquel caos de coches amontonados al llegar junto a los muros y verja del nuevo colegio de su hija. Ni con aquella marabunta de niños saliendo y cruzando sin mirar siquiera a uno u otro lado de la calle. Hala, todos a la vez, a ver quién podía más. Antes de que le subiera la adrenalina y de que desistiera de encontrar algún hueco cercano a la puerta principal, un todoterreno nada vulgar le hizo señas y le cedió el sitio. Pilar saludó, dedicó una sonrisa y agradeció el favor. “Por favor, no faltaba más, es un placer”, debió decir sin palabras el gentil conductor. Primer obstáculo superado.
Su deportivo, tampoco nada vulgar, bloqueó las puertas con un guiño de las cuatro luces, mientras Pilar se dirigía a la entrada. Con paso seguro. A pesar de la montonera infantil, de la aglomeración del momento, iba creándose un hueco a su alrededor según se abría paso. Generaba expectación. La gente, mamis, papis, abuelos en general, niños grandes y pequeños, todos, la miraban encantados. Le sonreían. Le saludaban. No pasaba desapercibida. Y ella devolvía aquellas atenciones con un gesto, con la mano. Buenas tardes a la derecha, buenas tardes a la izquierda. Murmullos. Qué mujer. Qué pasote. Qué porte. Vaya talle.
Accedió al recinto. Balonazos por aquí, que se detuvieron en seco casi en el aire al cruzarse con ella. Mochilas al hombro por allá. Ésos deberían ir a la clase de Pili. Meriendas a medio morder. Uniformes no muy blancos. Varios autobuses de la conocida compañía “Gorrilines.com”, alineados, donde los alumnos subían en tropel. Detrás de sus gafas de sol, vio la dirección que tenía que seguir para acceder al edificio. El móvil, entretanto, permanecía en silencio y acumulaba llamadas perdidas. Se diría que le formaban pasillo a su paso, que percibían el magnetismo que Pilar desprendía. Rápido, le franquearon la puerta de entrada. El tutor de Pili le estaba esperando. Con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía a Pili al lado, quien no hizo aprecio por encontrarse con su madre en aquel marco. “Te estábamos esperando… bienvenida”. Era todo un comité de recepción. Hasta el Director en persona hizo acto de presencia y la saludó con familiaridad, como si tomara café y pastas todos los días con ella. Y en lugar de celebrar la reunión en el aula, cargada de sudor y tiza, los hizo pasar a su despacho, “pasad por aquí, por favor”. Era una estancia insonorizada acústicamente, forrada de madera noble y abarrotada de libros y diplomas en sus cuatro paredes. Se sentaron en mullidos sillones de piel. Y se miraron las caras. Con la sonrisa perenne. Complacidos. Llenos de gozo. Qué alegría que hayas venido, Pilar. Efectivamente, le ofrecieron café de cápsula con galletitas, que Pilar, muy amablemente rehusó. Todo era perfecto. Todo estaba en orden. Pili era una alumna ejemplar. Estudiosa. Trabajadora. Activa. Habían traído su expediente por si acaso lo quería revisar, pero no hizo falta. Para tratarse de una recién llegada, Pili estaba muy integrada. Sus nuevos amigos y compañeros la apreciaban. Diez minutos hablaron de Pili. Pilar escuchó muy complacida. Casi una hora hablaron del Centro Escolar. De sus instalaciones. De sus métodos educativos. De sus profesores. Del nivel impartido. De los magníficos resultados de sus alumnos. Para Pilar ya todo aquello era secundario. Ya sabía lo que quería saber. Después de aquel encuentro, todas sus preocupaciones volvían a su cauce normal. Y ella había demostrado que era una madre comprometida y volcada en todo cuanto tuviera que ver con su hija. Pili, entretanto, ni pestañeaba.
“La compañía es grata pero…”, dijo para dar por concluido el encuentro. Se levantaron sin dejar de hablar en ningún momento. Y tanto el director como el tutor las escoltaron hacia la salida, cruzando los patios, ya más vacíos, sin autobuses Gorrilines.com, y con sólo un grupo de niños jugando al baloncesto. Parecería que no, pero un montón de ojos estaban puestos en ellas, madre e hija.
El deportivo nada vulgar les esperaba ahora prácticamente solo, rodeado de huecos de aparcamiento por todas partes. Ocuparon los asientos, conductora y copilota. Pilar estaba contenta. Casi eufórica. Orgullosa de su hija. Pili seguía sin prácticamente abrir la boca. Se ajustaron los cinturones de seguridad. Antes de arrancar, ambas hicieron a la vez un gesto instintivo. En dos segundos, se miraron en el espejo de los respectivos parasoles. Pilar se encontró simplemente radiante. Naturalmente hermosa. Sin falsa modestia, en la línea de la perfección. Pero Pili volvió a verse a sí misma objetivamente muy poco agraciada. Dos lágrimas hicieron brillar sus, de normal, apagados ojos. En lo sucesivo, ya no iba a poder seguir pasando desapercibida en su clase, en su colegio entero. Ya sentía cómo sus compañeros más crueles afilaban los cuchillos. Sus lenguas viperinas. Sus burlas humillantes y despiadadas. Ja, ja, cómo era posible que un callo tan birrioso tuviera una vieja tan espectacular. Observó con resentimiento a su madre que, mientras conducía, ya se estaba ocupando de reducir la lista de llamadas perdidas. Y, entre rotonda y rotonda de acceso a la ciudad, la niña concluyó aquella tarde que sí, que su progenitora era la responsable de todos sus males.
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