domingo, 4 de abril de 2010

UNA CABEZA MUY DURA

Aquella noche, ya se le habían burlado otra vez los tertulianos de La Perla. “Ja, ja, de ese secarral no vas a sacar ni hormigas”. Menuda chufla. Y esto, Manolo, lo tenía grabado a fuego. No lo olvidaba. No lo perdonaba. Su mayor obsesión, desde ese momento, era realizar una entrada triunfal por la puerta del bar, cargado con un capazo de tomates recién cogidos de su campito, y dejarlos caer en la barra. Y tapar unas cuantas bocas. Unas cuantas bocazas. Cuando el bar “La Perla” bajó la persiana, Manolo inició el regreso a casa. Con las fuerzas justas. Arrastrando casi los pies y evidenciando una cojera en la pierna derecha. Atravesó en diagonal la plaza del Ayuntamiento. A esas horas sólo se escuchaba el rumor de la fuente pública. Un chorro incesante de agua. Se detuvo un instante. Volvió sobre sus pasos. Maldijo lo que no está escrito por lo insultante del derroche y cerró la llave del grifo. Ay, si él tuviera en su terrenito la décima parte del agua que había estado perdiendo aquel caño. Una vez cesado el goteo, ya sólo quedó el lejano fragor de la autovía. Y la bronca respiración de los cascados pulmones de Manolo, que lentamente, reemprendía la marcha.

Es que no había manera de que creciera ni una mísera hierba en su parcela. Ni rastrillando para quitar los pedruscos. Ni trayendo tierra fértil abonada. Ni regando con las bombonas que pacientemente rellenaba y transportaba con la bicicleta. “Estrategia equivocada; Manolo”, se dijo a sí mismo. Y en lugar de un chupito de orujo, pidió dos para soportar mejor a los ignorantes de La Perla.

Inevitablemente, se acordó de Ángel. Amigo de la lejana infancia, Manolo llevaba más de cuarenta años sin hablarse con él y pasando de largo si se lo cruzaba por la calle. Ojalá tuviera otra alternativa diferente… Ángel era un mal tipo, un tergiversador, pero es que no conocía a otro zahorí. Se arriesgó: Aquél bien podría enviarle a pastar. Sin embargo, no lo hizo. Se limitó a disimular en cuanto apenas su satisfacción porque este engreído le necesitaba y a llegar media hora tarde al terreno de Manolo sólo por el gusto de hacerle esperar. Frente a frente, estaban los dos setentones, en el secano, en una mañana desapacible. “¿Pasa agua por aquí debajo o no?”, le preguntó Manolo impaciente. La respuesta vino un par de minutos después. Anduvo trasteando con una varilla. En círculo. En zigzag. “A unos cuatro metros de profundidad”, confirmó Ángel finalmente. “Cuatro metros…”, repitió Manolo. “No estarás pensando en excavar tú solo un pozo…”. No hubo respuesta. “Estás tú muy cascado para ponerte con un pico y una pala”, le advirtió. Tampoco hubo comentario. Aún le sacó 100 euros el viejo zahorí al otro viejo, Manolo, por el “trabajo”, y sin despedirse, lo dejó allí solo en medio de su descampado con las nubes amenazando tormenta.

La meditación de Manolo a propósito de qué hacer duró lo justo. Al fin y al cabo era a lo que se había dedicado toda su vida. Ladrillo a ladrillo, a levantar paredes. Palada a palada, a llenar hormigoneras. Martillazo a martillazo, a derribar tabiques. Así que hizo acopio de herramientas, marcó los dos metros cuadrados y sin preámbulos empezó a picar el suelo. Manos encallecidas. Capazo a capazo. Espinazo doblado. Él todavía valía más, mucho más, que muchos niñatos que no sabían lo que era trabajar. Su sudor caía sobre la tierra suelta. Y el agujero empezaba a tomar forma. La noche del primer día no se presentó en La Perla. Y camino de su casa, arrastraba del todo los pies y encorvaba la espalda. Atravesó, como siempre, en diagonal la plaza del Ayuntamiento. Sólo se escuchaba el rumor de la fuente pública. Un chorro incesante de agua. Un chorro continuo de agua. A-GUA. Eh, eh, que el grifo está abierto, que el agua se sale… pero Manolo no se detuvo. “A la mierda con el agua”, masculló. Y el líquido elemento siguió perdiéndose.

Él ya sabía que aquello no iba a ser fácil. Metido hasta la cintura en el foso, el tercer día desde que empezara, aquello estaba más duro que la piedra pura, y bajo un sol que le cegaba, no sintió cómo las fuerzas le iban abandonando, cómo aquellos golpes secos que se hincaban rabiosamente en la tierra se convertían en suaves impactos que apenas rebotaban, sus brazos dejaban de obedecerle, las piernas se le doblaban, y terminaba cayendo a plomo dentro de su propia zanja.

Tampoco supo si había tardado mucho o poco en volver en sí. Cuando recuperó la consciencia, se encontró reclinado en el asiento de copiloto de un coche. Y distinguió el arrugado y seco rostro de Ángel con sus gruesas gafas y sus recortadas canas. “No pasa nada, Manolo… Viejo testarudo y cabezón, ha sido sólo un susto…”. Manolo mantuvo los ojos muy cerrados, respiró profundamente y sólo dijo: “Joder, Ángel, este enfado nos ha durado un poco más que el de otras veces…”.


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