domingo, 25 de abril de 2010

¡PONTE VERDE!

Óscar miró el reloj. Faltaban cinco minutos para las doce y media. Dobló la esquina de la calle y ya se encontró frente a la puerta de la guardería “Renacuajos” con unas cuantas mamás, yayas y abuelitos que esperaban la salida de los nenes. Las manos en los bolsillos. Saludó tímidamente. Casi todos lo reconocieron. Él era el papá de Alba. “Oye, ¿me han dicho que te has quedado en el paro?”, le preguntó a bocajarro el abuelo de Belén. Él confirmó con la cabeza. “El signo de los tiempos”, dijo el viejo, “ánimo, que seguro que con lo que vales, encontrarás algo pronto…”. Enseguida se abrió la verja del cole, con las cuidadoras filtrando la salida de los niños para que no se les escapara un peque o se lo llevara algún adulto sin autorización. A Óscar, por no ser aún habitual, lo tuvieron que avalar algunas madres, “es el padre de Alba”, pero lo que más valió, por encima de todo, fue el grito espectacular de la niña, cuando descubrió a su padre, allí fuera, esperándola, “¡¡papiiiiiiii!!”. Y él, después de abrazarla, cómo está mi reina, le tuvo que explicar que el papi hoy no había traído carro, Alba ya era muy pero que muy mayor, e iba a ir andando hasta casita. Esto no le vino del todo bien a la pequeña, que solicitó varias veces con las manos extendidas ir al bracito, porque ella estaba muy cansadita. Y claro, Óscar, acabó cediendo y la alzó en brazos. En otras ocasiones, Alba le hubiera estirado la narizota o el pelo, pero ahora se daba cuenta del gesto anormalmente triste de su papi, por lo que puso los deditos en los extremos de la comisura de los labios, y se los levantó, dibujándole una sonrisa. Así mejor. Y Óscar tuvo que sonreír. Su hija merecía, como poco, una cara contenta. Se detuvieron en el paso de peatones que cruza la carretera, con el semáforo rojo. Y él le preguntó: “Alba, ¿quieres hacer magia? ¿Magia sencilla?”. La niña afirmó entusiasmada. “Tienes que ordenar al semáforo: ¡ponte verde!, y verás cómo te hace caso”. ¿De verdad le iba a obedecer? “¡Ponte verde!”, exclamó ella. Pero la luz nada, seguía roja. Óscar contó uno, dos, tres. “Es que lo tienes que decir con más energía, si no, no te oye”. “¡¡Ponte verdeeeeee!!”. La luz, ahora sí, se tornó verde. Alba, encantada porque había hecho magia, besó a su papi. Y cruzaron el paso. En verde.

Óscar pasaba una noche más sin pegar ojo. Le iba la cabeza a cien por hora. Respiraba agitadamente. Se movía sin parar. Repasaba mentalmente las últimas semanas antes de que le dieran puerta. Pero era para sentirse peor. Porque ya no había vuelta atrás. Estaba en la calle. Y se imaginaba en los peores escenarios. Sin poder hacer frente a los gastos, sólo con lo que ganaba su mujer. La pobre Espe dormía a su lado y aguantaba lo que no estaba escrito. Se levantó y vagó por la casa a oscuras como alma en pena. Hasta el tic-tac del reloj de la cocina se le clavaba en el cerebro. No pasaba nada si no descansaba, se dijo, al fin y al cabo no tenía que madrugar. Estuvo con el mando de la televisión, cambiando de canal, sin ver ni oír nada. Miró mil veces la hora. Al rato, se asomó a la ventana y miró al cielo. Sí. Por qué no. Fue directo a la habitación donde dormía plácidamente Alba. La recogió en brazos, la cubrió con un batín, y ella entre sueños, y con los ojos hinchados le preguntó: “¿dónde vamos, papi?”. Ahora lo iba a ver. Cogió las llaves de casa. Salió al rellano. Y empezó, con Alba a cuestas, a subir escaleras. Y pisos. “¿dónde vamos…?”, repetía ella entre bostezos. Le iba faltando el aire al llegar a la terraza, pero afortunadamente cuando abrió la puerta metálica y salió fuera, la brisa de la madrugada le inundó y pudo recuperar el resuello. Clareaba el firmamento. Avanzó entre hilos de tender y antenas. Y de fondo, se dibujaban las siluetas de las fincas colindantes. “Alba, vas a hacer magia, magia sencilla ¿vale?”. Ella asintió con la cabeza. “Alba, nada menos que le vas a decir al sol que salga…” ¿Preparada? La niña exclamó: “¡Sol, saaaaaal!”. Fue impresionante. Una bola anaranjada de fuego fue emergiendo en el horizonte. Y el cielo se fue encendiendo poco a poco. UUUUUAAAAUUUUHHHH. Sonrieron. Magia sencilla. “Y ahora, vamos para abajo, que como se despierte tu madre, me pone verde”. Aquel amanecer le sirvió a Oscar para estar seguro de que por muy mal que lo estuviera pasando, por muy hundido que se encontrara moralmente y por muy oscuro que lo viera todo, siempre, siempre se haría de día.

Desde entonces, habían transcurrido cuatro meses y pico. Espe y Óscar esperaban a la puerta de la guardería “Renacuajos”. Como solía, el célebre abuelo de Belén, fue a bocajarro: “Oye, que me han dicho que has encontrado faena”. Él lo confirmó tímidamente. “Pues que me alegro, hombre, me alegro de verdad”. Al minuto se abrió la verja, y empezaron a salir nenes en estampida. Alba se llevó una alegría mayúscula, porque hoy venían los dos, papi y mami. La verdad es que estaban ambos porque la “seño” los había convocado. Algo pasaba. Seguro. Le pidieron a la nena que esperara en el patio jugando. Y mientras, ellos se sentaron en aquellas sillas en miniatura, doblando las rodillas. Óscar, Espe y enfrente “la seño”, que empezó diciendo: “Alba es un cielo”. Lo sabían. “Es un encanto”, prosiguió. Les constaba. “Alba es super-inteligente”. Ambos contenían el aliento esperando que llegara un “peroooooo…”. Cuál era ese “pero”. Sí, cuál era el problema. La seño los miró inquisitiva: “¿Quién le ha dicho a Alba que ella puede hacer magia, magia sencilla?”.

Los tres regresaban a casa en silencio. Alba en medio, de la manita de sus padres. Al llegar a la carretera, a la altura del paso de peatones, se toparon con un caos descomunal. Tráfico colapsado. Festival de cláxones. Sofocados y sudando la gota gorda por la patilla, los policías locales intentaban agilizar la circulación a golpe de silbato. Circulen, circulen. La brigada de mantenimiento del ayuntamiento al completo. Los ingenieros se rascaban la cabeza, desquiciados, sin entender por qué pasaba aquello. El armario eléctrico abierto dejaba al descubierto mil cables despanzurrados. Sin pistas sobre la causa de la avería. Todas las luces verdes de los semáforos estaban encendidas. Las de vehículos, verdes. Las de peatones, también verdes. Simultáneamente. Espe no reparó en la que había montada según cruzaban la calle. La pequeña Alba sonreía complacida. Pero Óscar tragaba saliva. Menuda traca si después de cenar, antes acostar a la niña, a ésta le daba por pedir al sol que saliera. Y de paso, que se pusiera verde. Y menudo alucine cuando el sol, obediente, luciera verde y hermoso sobre la ciudad en plena noche.

1 comentario:

  1. muy bueno, con este te has superado, una historia fantastica, con todos los ingredientes necesarios para ello.

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