domingo, 18 de abril de 2010

EL RETORNO DEL SABIO

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No he podido evitar la tentación de asomarme desde la ventana a la calle. Lucile y Laurent salían del portal cogidos de la mano. Y sólo cuatro minutos antes estábamos manteniendo los tres una conversación de lo más civilizada. Allá se iba la mujer que ha compartido conmigo nada menos que veintiséis años. Dejándome absorto. He permanecido no sé cuánto tiempo aquí quieto. Viendo pasar autobuses reventados de gente, taxis, coches hasta que ha oscurecido y se han encendido las farolas. Y nuestros hijos qué, Lucile. He tragado saliva. Ya tienen su vida hecha los dos. Cada uno a su manera. Pascal. Silvie. Son franceses hasta las pestañas. Y yo no. Por primera vez desde que llegué aquí, hace… un montón, me he sentido extranjero. Pero es que lo soy. Creo que es hora de tomar una decisión. Volver. Regresar. Hice bien de no tirar la tarjeta del Director de Xenak, cuando me dijo: “Máximo, ven con nosotros, aquí tienes tu sitio”. Me quedan cinco añitos más trabajando… y luego a jubilarme tranquilamente y a vivir lo mejor que pueda, que ya me lo he ganado.

2

Deberían saber que han contratado a un sabio. Si pretendían un mago, que sacara de la chistera productos mágicos y maravillosos como si fueran churros, es evidente que se han equivocado. Si buscaban una máquina con la pata atada a la silla, trabajando veinticuatro horas al día, siete días a la semana está claro que se han confundido. Porque lo que han fichado es un sabio con un carro de experiencia. Y el sabio se ha encontrado un puñado de recelosos que creen que su puesto peligra. Y unas máquinas prehistóricas. Está convencido de que con muy poco se puede mejorar mucho. Ahora sólo falta que convenza también a los demás. Por supuesto, yo soy ese sabio. Y es importante para mí mantener la autoestima alta. La necesito para volver a recorrer un camino como el que emprendí, al otro lado de la frontera, en mis comienzos. Y porque readaptarme a esta tierra testaruda me va a costar mucho más de lo que yo había calculado.

3

Poco a poco me he instalado en mi nueva rutina. Los Viernes a eso de las doce, digo en la fábrica “adiós, muy buenas” y desaparezco. En la Gran Terminal, tomo el Meditrén de las cuatro. No disimulo mi asombro: el nivel de los ferrocarriles aquí no tiene nada que envidiar a los mejores de Europa. Aunque llevo un montón de libros para leer, de las primeras páginas no suelo pasar. Me instalo en la ventana, una gran pantalla tras la cual la vida pasa. Filas de árboles alineados. Campos cultivados. Canales de riego. Extrarradios de ciudades que crecen imparablemente. Nuevos polígonos industriales. Y a mi izquierda, el mar, que recoge entre sus olas todos los azules y grises del mundo. Me quedo hipnotizado el viaje entero, porque este espectáculo, insignificante para cualquier otro pasajero, para mí es lo más grandioso que me depara la semana. Antes de las siete y media ya llego a Mardebé, a su coqueta estación. Y en un rato más, en Mediavilla, en casa.

4

Sí, así discurren mis fines de semana. Llego cansado del tren y mi hermano Ernesto me recibe a la entrada de la planta baja donde viven él y mi muy octogenaria madre. Pero es un hola y adiós. Ha llegado el relevo. Él, con medio frasco de colonia en cuello y mejilla, se va con esa novia eterna que tiene. Y yo me quedo a cargo de la mujer que un día me dio la vida. Una mente privilegiada en un cuerpo consumido. Y me convierto en el motor que mueve la silla sobre la que descansa por culpa de unas piernas que no le sostienen. Y soy la voz que le lee, ahora sí, todos estos libros que traigo preparados. Ella es una gran persona a la que he reencontrado. Sin atisbos de reproche por mi larga ausencia.” ¿Sabes, mamá? Ya me habían advertido que con la burocracia de aquí tenía que armarme de paciencia. Se quedaban muy cortos. Pero ya tengo los papeles de la pensión casi arreglados. Con lo que coticé allá, voy a cobrar más del doble que si hubiera estado trabajando aquí…”. Ella se ríe, “mi niño Maxi, el que no sabe estar quieto, se jubila”. “Ganas tengo”, le aseguro sin entrar en explicaciones. Y buceamos en el pasado. Pero lo justo. Sólo una vez, sólo una, me ha confesado: “es que yo no me entendía mucho con esta mujer tuya”. Claro, hablaban idiomas diferentes.

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Si el Sábado se muestra amable, nos animamos y salimos a la calle. Empujo con cuidado su carro de ruedas. Es harto imposible sortear tanta mierda canina sembrada en las aceras. Le explico a mi madre que apenas reconozco Mediavilla. Que no quedan en pie casi ninguna de las referencias que conservo intactas en mi memoria. Ya no hay tren, porque lo pusieron bajo tierra. Ni suena la sirena a las ocho en punto de una fábrica que ya no existe. El viejo ayuntamiento, que no me parecía tan viejo, fue sustituido por otro. Fincas. Fincas. Más fincas. Ni rastro del Nitrato de Chile, que marcaba el principio de la población, cuando yo, de muy joven, regresaba a casa con mi “Vespa”. La gente reconoce a mi madre. Y se detiene para hablar con ella. Y le dice lo bien que la ven. Y luego repara en mí, en “ese extraño”. “¿Es que has contratado a alguien para que te cuide?”. Ella se ofende. “¡Es mi hijo Máximo!”. Cielos, no lo habían reconocido: “¡El sabio, ha vuelto el hijo sabio!”. Por supuesto, yo soy ese sabio. Con detalles como éste, siento que también aquí he perdido mis raíces.

Después, el Domingo transcurre lánguidamente. Por la tarde, vuelvo a encontrarme con mi hermano Ernesto, hola y adiós, cómo lo has pasado y cómo está la mamá. Recojo mis trastos, y deshago el camino con el Meditrén. El desasosiego me invade. El síndrome del pánico a los Lunes me ataca de lleno.

6

A seis meses de mi retorno, que se me antojan muchos más, se confirmó el peor diagnóstico. El médico se llevaba las manos a la cabeza. “¡Santo hombre de Dios!, ¿por qué ha tardado tanto en venir?”. Para qué. Luego ha enmudecido, probablemente impresionado por mi entereza. Hasta las cosas más sencillas se van haciendo tremendamente complicadas. Definitivamente no me jubilaré ni cobraré el doble de pensión que si lo hubiera cotizado todo aquí. He dejado encima de la mesa del recibidor el sobre con el resultado de las pruebas y he marcado el número de Lucile. Al cuarto tono, ha sido Laurent quien ha contestado. “Alló?, Alló?”. Mi silencio como respuesta. Botón, botón rojo. Finalizar llamada. Entonces me he derrumbado. Y no me importa reconocer que, amarga y desconsoladamente, he llorado.


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