domingo, 11 de abril de 2010

POR PARTE DE LA NOVIA

LA INVITACIÓN

Cuando recibió aquella llamada, “Sara, que me caso en Mayo”, ella se había sentido doblemente emocionada. Porque aquello era un notición. “Y quiero que vengas a mi boda”. Y porque Raquel, su amiga infantil del alma, a la que casi le había perdido la pista, se había acordado de ella. “Ven con Carlos, claro”. Se notaba que hacía ya mucho que no hablaban. “Raquel, ya no estoy con él; voy a ir sola”. Ambas disimularon lo apurado del momento y desviaron muy diplomáticamente el tema prometiéndose que se verían pronto y que se pondrían al corriente de sus respectivas vidas.

LA VÍSPERA

Con el GPS, Alicia no tuvo ningún problema para llegar. Cuatro horas al volante de su BMW Serie 1, sin parar cinco minutos siquiera de hablar por el “manos libres”. Había imaginado el pueblo menos gris y más diáfano. Lo encontró afectado por el síndrome de las rotondas. Una rotonda. Otra. Otra más. “Verás que el hotel es sencillito”, le había advertido Raquel, “…por lo menos está cerquita de la Iglesia…”. “No te preocupes, yo me apaño con cualquier cosa”. En honor a la verdad no esperaba encontrarse de esta manera, arrastrando un maletón escaleras arriba, con grave riesgo para su espalda. Había cargado con tanto porque no quería arrepentirse de dejarse nada que luego pudiera necesitar. El Hotel tenía de Hotel el nombre. Sin ascensor, Señor, dónde se había metido. Tuvo que entrar la “Samsonite” de lado en la habitación. Inspeccionó. ¿Limpieza…? Para una noche tenía un pase. Lo mismo, después de la boda, daba una excusa y se buscaba otro sitio. O se iba de un tirón a casa. Ya vería. El cuarto de baño. Qué horror de azulejos. Y de ducha. Hizo un gesto de resignación. “¿Sencillito? ¡Ja!”. Estaba terriblemente cansada, así que se desarregló en un par de minutos y se dispuso a dormir. Los chirridos de las cañerías y el estruendo de motos con el tubo de escape trucado zumbando por la calle no le dejaron.

EL DÍA DE AUTOS

Cuando Sara estaba a punto de salir de su casa se encontró a sí misma estupenda. Radiante. Espectacular. Como la princesa de los cuentos. Sí, le costó lo suyo dar con un modelito que le acoplara. Rastreó en un millón de tiendas. Lo que a primera vista le gustaba, no le ajustaba, bien en la cintura, bien en el bolsillo. Y casi a punto de sonar la campana, había triunfado y había comprado un vestido negro entallado que parecía hecho a su medida.

Un madrugón en la peluquería para un peinado tocado. Una sesión de maquillaje. Una retahíla de piropos de su madre, “con lo que tú vales, si te cuidaras un poco…”, y listo. Bajó los dos pisos con cuidado, no fuera a tropezar con aquellos altos zapatos a juego que le hacían crecer diez centímetros. El espejo del patio le devolvió su imagen irreconocible, desconocida. “Sara, hoy estás que te sales”. Y eso que ella, sólo era una invitada, no la novia.

Camino de la Iglesia, mientras resonaba el eco de los tacones en la acera, atravesó la Residencia “La Experiencia”, donde ella trabajaba de sol a sol cada día, para sus abuelitos. A esas horas ya estarían sus compañeras recogiendo la vajilla en la cocina. Y los yayos dormitarían en las butacas, cara al televisor. Bueno, todos no. Avelino estaba asomado en un balcón, fumando un pitillo de los que se lían a mano. “¡Guapaaaaaa!”, exclamó al verla pasar. “¡Avelino, hombre, que soy yo!”, le reprendió Sara. Pero el anciano no terminaba de asociar por qué aquella morenaza le llamaba por su nombre. “¡Y te he dicho cien veces que no fumes!”. Y encima, le metía bronca. Avelino no entendía nada.

Al entrar en la plaza, se encontró con un nutrido grupo de invitados que esperaban en la puerta del templo. Aquello parecía la antesala de la ceremonia de la entrega de los premios Goya. Cuánta pamela junta. Qué colorido. Azules, estampados, grises, rosas… Y cuánto joyerío. Menudos pedruscos colgando de estiradas orejas. A Sara le salió de golpe la timidez que intentaba reprimir, se sintió grotescamente disfrazada y le bajó la autoestima hasta la altura de sus zapatos altos que encima, ya empezaban a martirizarle los pies.

Y POR FIN, EL BANQUETE

Veinticinco metros de traca coronados por un “masclet” gigante recibieron a los novios a su llegada al restaurante. Una demostración de que “aquí somos más que nadie”. Los del terreno, que acudían por parte de la novia, aplaudían y lanzaban risotadas. Los foráneos, que venían por parte del novio, habían quedado aturdidos y lívidos. Un plano de situación evidenciaba los dos bloques en que iba a quedar dividido el gran comedor. Por un lado, los “Pepes”, los “Juanes” y las “Marujas”. Por otro, los “Joseph”, los “John” y las “Mary”.

En dicho esquema, en vez de mesas, alguien había dibujado aviones con un “powerpoint”. Guiño al trabajo de los novios. Alicia se acercó al panel. “A ver qué vuelo me han asignado”. El maquillaje no había podido disimular completamente las largas ojeras con las que había amanecido. Menuda nochecita. Buscó, buscó… Ahí estaba. Claro, en la mesa de los “retales”, la más alejada de los contrayentes. A excepción de una tal Sara, estaría acompañada de ocho anglosajones. Qué divertido. Allá esperaba sentada una chica muy seria. Lo tuvo fácil, debía de ser Sara. Alicia se autopresentó. “Encantada”, dijo Sara. “¿Vienes por parte de la novia?”. “Sí: por parte de la novia”. Luego Alicia se dio cuenta de lo casi obvio de su pregunta: “Es evidente: seguro que casi todos los que hablamos castellano venimos por parte de la novia”. “Parece que nosotras somos los versos sueltos de este poema de invitados”, concluyó Sara con cara de circunstancias. “Con rima asonante…”, confirmó Alicia, “con rima asonante…”.

En ese instante hicieron acto de presencia los novios y hubo pasillo de honor, vítores multinacionales, y lluvia de flashes. Marcha nupcial y cava de honor. Guerra de megapíxels. Hasta el más torpe llevaba una cámara “réflex” en la mano. Imposible no salir retratado. Los británicos estaban equivocados si pensaban que al tomar asiento todo iba a discurrir en medio de una apacible calma y una tertulia distendida. Del grupo ibérico empezaron a corear “¡Que-se- be-sen; que-se-be-sen!” y ya ellos, muy flemáticos, tuvieron que cronometrar en su idioma: “One, two, three…” y así hasta treinta, cuarenta o más segundos que duraba cada ósculo. Qué empalagoso.

“Va a ser todo el rato así”, le aseguró Sara a Alicia. Los camareros, en perfecta formación, con pajarita al cuello, y al ritmo de pasodoble, iban sirviendo desde sus fuentes. De entrada, marisco. Ellas sólo mareaban el plato, y luego lo dejaban intacto. “Raquel y yo íbamos juntas al colegio, de eso nos conocemos”. Ah, caramba, qué interesante. “Yo soy sobrecargo: y he coincidido en muchos aviones que ella ha pilotado. Tenemos muchas horas de vuelo…”. Ja, ja. “¿Ves Sara a todos esos gambas en la mesa que hay en la dirección a tus “seis de la tarde”? Son pilotos”. Sara no se giró, pero los tenía identificados. Ahhhh. “Son unos capullos integrales. Raquel sabe que no me hablo con ellos. Y que tengo motivos. Por eso me ha sentado aquí. De verdad, me ha hecho un gran favor. Estoy divinamente”.

Los platos volaban. Otro guiño para el trabajo de los novios. Cordero en salsa. Para ellas, el plato regresó indultado a las cocinas. Para ellos, no habría necesidad de ponerlo después en el lavavajillas. Una nueva eclosión besucona les interrumpió la conversación. Sara prosiguió: “Raquel no ha invitado a ninguno de los amigos que tenía cuando vivía aquí… Sólo a mí”. Y probó el sorbete. Exquisito al paladar. “Probablemente no estamos a su altura. Trabajar en La Experiencia no tiene demasiado atractivo que digamos”. ¿La experiencia? ¿Qué es eso? “…es una residencia de abueletes aparcados. Hay mayores muy lúcidos con un montón de historias impresionantes que contar…”. Seguro que sí, que le preguntaran a Avelino.

En ésas, llegó el pescado, con coreografía incluida. “…pero Sara, si Raquel no te apreciara bien, no te habría invitado”. Sara levantó la cabeza y cerró los ojos, intentando hacer memoria. “…seis años. Seis años y medio han pasado desde la última vez que nos encontramos”. Jo, es bastante. Y le confesó: “Por aquel entonces yo salía con un chico que antes había estado con ella… seguramente cuando me llamó, Raquel esperaba que él siguiera conmigo para que también estuviera hoy aquí… Qué lástima: le perdió la pista”. Ostras.

La música chimpum-chimpum de la orquesta fue “in-crescendo”. Castigo para los tímpanos. Alicia y Sara, versos sueltos con rimas asonantes, congeniaron muy bien y lo pasaron en grande. Ambas estaban absolutamente seguras de que aquel matrimonio que empezaba ese día no iba a resistir el paso del tiempo.

1 comentario:

  1. Enhorabuena, me ha gustado mucho tu blog. A partir de ahora te leeré entre pinturas y ascensores

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