I
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. Lo descubrí
yo. Por casualidad. En la vieja Alquería de la Cueva Azul, que
está abandonada desde hace años. Yo siempre había querido saber lo que hay
detrás de la otra pared, en el cercado. Y me dio por subirme. “A que no hay”,
me provocaron. “¿No hay qué?”, les repliqué señalándome salvasean las partes.
Me agarré a dos salientes. Me izé a pulso y en menos de veinte segundos estaba yendo
y viniendo, burlando al vértigo, viniendo y yendo por el borde del muro.
“¡Eoooo, eoooo!”. Hasta que levantando la mano hacia los demás, no miré dónde
ponía el pie, me desequilibré y, ¡¡AAAAAYYY!, me vine abajo, hacia el otro
lado. Luego, el silencio. “¡Pote! ¡Pote!”, escuché que me llamaba Richard con
angustia, “¡Pote, contesta! ¿Estás bien?”. “¡Síiiiiii!”. Nunca había estado
mejor. Bajo un desnivel de cinco metros, hundido en una montaña de lana de
oveja. Escupiendo pelusilla. Oliendo a borrego. Pero qué runrún para mi
estómago. “¡Serás cabrón! ¡Qué susto nos has dado!”. Vuelto el color a nuestros
rostros, subimos la pared cien, mil veces. Nos tiramos de todas las maneras. De
cara. De culo. Sentados. Haciendo el pino. Con voltereta. Con el grito de Tarzán.
Con el de Chita. De uno en uno. De tres en tres. Sé lo que es volar, flotar en
el aire. Pensar que puedo remontarme hacia el cielo y las nubes. Sé lo que es
caer en un mar de algodoncillo, hundirme y volver a flotar. Reírnos en la cara
unos de otros. Eso, desde que empezó Agosto. Las campanas de la Iglesia de
Gorroperdido resuenan a lo lejos, dando las nueve. El sol se esconde detrás de las
montañas. Es hora de irse. Mañana, por supuesto más y mejor. Nuestras madres,
que hablan entre ellas, se preguntan que dónde nos revolcamos, que traemos fibras hasta en los calzoncillos. Nosotros,
por supuesto, nos callamos. Es que si a alguien se le escapara decir de dónde
venimos, se nos acaba la fiesta.
II
Oh, ombligo mío: eres la fábrica de mi pelusilla.
III
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. “Alláaaaa
vooooy”. Plooof sobre la mullida lana. Hoy aún no me habría lanzado ni dos
veces al vacío, cuando una voz autoritaria nos ha paralizado: “¡Largo de aquí:
este territorio es nuestro!”. Nos hemos callado de golpe. Aquí qué pasa. Hemos
levantado la cabeza. En el borde del muro, brazos en jarras, cuatro tíos. Glup.
Son del pueblo. Nos hemos cruzado alguna vez. Nosotros somos cuatro también.
Nos tiran. Mejor batirnos en retirada. Salimos de la montonera. Nos sacudimos
la lana pegada a la camiseta. Toni, Jose Luis y yo. No veo a Richard, y eso que
no es pequeño. Empiezo a buscarlo cuando escucho por detrás un grito de guerra:
“¡ME CAGÜEN TOO LO QUE SE MENEAAAAAAAA!”.
No sé qué ven los cuatro del pueblo al girarse. No lo sé. Pero el más
lento salta el muro, y sale a todo meter. Y los más rápidos ya van cien metros
por delante. Corren hacia Gorroperdido. Todo ha pasado muy rápido. Me asomo por
encima de la pared. Richard aún blande una estaca de dos metros con las dos
manos marcando las venas del cuello y enseñando los dientes. Le tiembla el
pulso. Le suda la frente. “Se han ido”, susurra. Le digo con admiración: “Sí… los
has acojonado… esos no vuelven”. Traga saliva. Conozco a Richard. Es incapaz de
molestar a una mosca. Pesa cien kilos y mide uno noventa, pero es sólo fachada.
Si alguno de esos se le hubiera ocurrido plantar cara, habría reculado al
instante. “Esta tranca es un arma disuasoria”, le explico, “no tienes intención
de utilizarla… pero eso el enemigo no lo sabe y hace que se retire y se lo
piense dos veces”. Luego aún nos hemos
seguido tirando arriba, abajo. Eso sí: con menos entusiasmo y empuje. Con un
ojo puesto en la montaña lanera y el otro en el camino de la Alquería, no fuera
que aquellos aparecieran con refuerzos y ganas de gresca.
IV
Aquí es donde pasamos nuestras noches. Hasta que
cierran el Bar a las doce. De cara a la maquinita de marcianitos, que alineados
bajan, pom-pom-pom, inalterables al rayo láser que los parte y los fríe. No se
me da muy bien a mí este juego. Me cunden poco los cinco duros de mi
presupuesto. En tres minutos esas naves con patas han bajado toda la pantalla y
arggggg, han acabado conmigo. De la rabia, golpeo la máquina con la base del
puño, tanto que el camarero me dice que si me vuelve a ver hacer eso, no me
deja entrar más en la vida. Richard, en cambio, tiene un pulso mágico. Aprieta
el botón rojo y se carga todo lo que tiene delante. Si se pone a jugar él, ya
nos podemos ir a dormir, porque nadie más tiene opción de ir detrás suyo. A no
ser que… aparezca Sofie. Entonces sí, sus manos sudan, y sus ojos no están en
la pantalla. El gigantón se levanta de la banqueta, se aflauta su voz y sale a
su encuentro. A mí se me llevan los demonios. Con lo inteligente que es ella,
qué le habrá visto. Yo le grito telepáticamente: “Sofie, que ése es sólo
fachada. Que le pinchas con una aguja y pfffffff…. se deshincha como un globo”.
Y ella le descubre: “Pequeñín… tienes pelusilla en el pelo… ¿dónde te has
arrimado?”. Con delicadeza, se la quita. Él sonríe: “ya te lo diré”. Yo
contengo la respiración. Y lo fulmino. Que no se le ocurra. Que el sitio de la
Alquería lo descubrí yo y es propiedad mía.
V
Esta tarde está nubladillo. He salido de casa
mientras hacían otro capítulo del Coche Fardástico en la tele. He ido a buscar
a Richard, pero su madre me ha dicho que
ya había salido. Mmmmm. A estas horas. Sin decírmelo. Me lo he olido. A paso
ligero, he llegado hasta la Alquería de la Cueva Azul. Ni un alma alrededor.
Nadie. Aquí no parece que estén. Chicharras cantan anunciando la lluvia. Las
hojas se mueven en los chopos del camino. Cuando ya me volvía, he escuchado sus
voces. Detrás de la pared, donde la lana. Voces mimosas. “Tonto…”, le dice
Sofie. Me acerco con sigilo. Con tiento. “…guapa”, le contesta él con voz de
atortolado. Me puede la ira. No porque estén diciéndose dulzuras, que también.
Es porque él le ha revelado nuestro lugar secreto. Se me enciende la sangre. Él
medirá casi dos metros y pesará cien kilos. Pero no es nadie. Es fachada. Yo,
pequeñajo con nervio, le puedo meter perfectamente una buena tunda. Y más si no
se la espera. Se la merece. Me agarro a los dos salientes. Subo. Como un gato.
Sin hacer ruido. Cierro los ojos. A la una, les voy a dar el susto de su vida,
a las dos, se van a enterar, a las tres…. Grito a todo pulmón: “¡¡ME CAGÜEN TOO
LO QUE SE MENEA!!!!!”.
VI
Sí les di el susto de su vida, sí. Y morrocotudo. Joder,
quién iba a adivinar que por la mañana habían vaciado la montaña de lana y
había quedado el suelo barrido. Joder. Quién. Han venido a verme al hospital.
Richard y Sofie. Disimulan. Pero lo veo en sus caras. Cierro fuertemente los
ojos para mitigar el dolor de mis piernas rotas. Los vuelvo a abrir. Se cogen
de la mano. Agradezco mucho su visita. Cuando muere la tarde, ya de Septiembre,
y se van a ir, los llamo. “Sofie, Richard…”. “¿Sí?”. Me desabrocho el botón del
pijama. Pensarán que estoy loco. A lo mejor un poco sí. Les señalo el ombligo.
Y les digo: “Mirad: la fábrica de mi pelusilla”.
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