domingo, 10 de enero de 2016

La fábrica de mi pelusilla

I
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. Lo descubrí yo.  Por casualidad.  En la vieja Alquería de la Cueva Azul, que está abandonada desde hace años. Yo siempre había querido saber lo que hay detrás de la otra pared, en el cercado. Y me dio por subirme. “A que no hay”, me provocaron. “¿No hay qué?”, les repliqué señalándome salvasean las partes. Me agarré a dos salientes. Me izé a pulso y en menos de veinte segundos estaba yendo y viniendo, burlando al vértigo, viniendo y yendo por el borde del muro. “¡Eoooo, eoooo!”. Hasta que levantando la mano hacia los demás, no miré dónde ponía el pie, me desequilibré y, ¡¡AAAAAYYY!, me vine abajo, hacia el otro lado. Luego, el silencio. “¡Pote! ¡Pote!”, escuché que me llamaba Richard con angustia, “¡Pote, contesta! ¿Estás bien?”. “¡Síiiiiii!”. Nunca había estado mejor. Bajo un desnivel de cinco metros, hundido en una montaña de lana de oveja. Escupiendo pelusilla. Oliendo a borrego. Pero qué runrún para mi estómago. “¡Serás cabrón! ¡Qué susto nos has dado!”. Vuelto el color a nuestros rostros, subimos la pared cien, mil veces. Nos tiramos de todas las maneras. De cara. De culo. Sentados. Haciendo el pino. Con voltereta. Con el grito de Tarzán. Con el de Chita. De uno en uno. De tres en tres. Sé lo que es volar, flotar en el aire. Pensar que puedo remontarme hacia el cielo y las nubes. Sé lo que es caer en un mar de algodoncillo, hundirme y volver a flotar. Reírnos en la cara unos de otros. Eso, desde que empezó Agosto. Las campanas de la Iglesia de Gorroperdido resuenan a lo lejos, dando las nueve. El sol se esconde detrás de las montañas. Es hora de irse. Mañana, por supuesto más y mejor. Nuestras madres, que hablan entre ellas, se preguntan que dónde nos revolcamos,  que traemos fibras hasta en los calzoncillos. Nosotros, por supuesto, nos callamos. Es que si a alguien se le escapara decir de dónde venimos, se nos acaba la fiesta.
II
Oh, ombligo mío: eres la fábrica de mi pelusilla.
III
Aquí es donde pasamos nuestras tardes. “Alláaaaa vooooy”. Plooof sobre la mullida lana. Hoy aún no me habría lanzado ni dos veces al vacío, cuando una voz autoritaria nos ha paralizado: “¡Largo de aquí: este territorio es nuestro!”. Nos hemos callado de golpe. Aquí qué pasa. Hemos levantado la cabeza. En el borde del muro, brazos en jarras, cuatro tíos. Glup. Son del pueblo. Nos hemos cruzado alguna vez. Nosotros somos cuatro también. Nos tiran. Mejor batirnos en retirada. Salimos de la montonera. Nos sacudimos la lana pegada a la camiseta. Toni, Jose Luis y yo. No veo a Richard, y eso que no es pequeño. Empiezo a buscarlo cuando escucho por detrás un grito de guerra: “¡ME CAGÜEN TOO LO QUE SE MENEAAAAAAAA!”.  No sé qué ven los cuatro del pueblo al girarse. No lo sé. Pero el más lento salta el muro, y sale a todo meter. Y los más rápidos ya van cien metros por delante. Corren hacia Gorroperdido. Todo ha pasado muy rápido. Me asomo por encima de la pared. Richard aún blande una estaca de dos metros con las dos manos marcando las venas del cuello y enseñando los dientes. Le tiembla el pulso. Le suda la frente. “Se han ido”, susurra. Le digo con admiración: “Sí… los has acojonado… esos no vuelven”. Traga saliva. Conozco a Richard. Es incapaz de molestar a una mosca. Pesa cien kilos y mide uno noventa, pero es sólo fachada. Si alguno de esos se le hubiera ocurrido plantar cara, habría reculado al instante. “Esta tranca es un arma disuasoria”, le explico, “no tienes intención de utilizarla… pero eso el enemigo no lo sabe y hace que se retire y se lo piense dos veces”.  Luego aún nos hemos seguido tirando arriba, abajo. Eso sí: con menos entusiasmo y empuje. Con un ojo puesto en la montaña lanera y el otro en el camino de la Alquería, no fuera que aquellos aparecieran con refuerzos y ganas de gresca.
IV
Aquí es donde pasamos nuestras noches. Hasta que cierran el Bar a las doce. De cara a la maquinita de marcianitos, que alineados bajan, pom-pom-pom, inalterables al rayo láser que los parte y los fríe. No se me da muy bien a mí este juego. Me cunden poco los cinco duros de mi presupuesto. En tres minutos esas naves con patas han bajado toda la pantalla y arggggg, han acabado conmigo. De la rabia, golpeo la máquina con la base del puño, tanto que el camarero me dice que si me vuelve a ver hacer eso, no me deja entrar más en la vida. Richard, en cambio, tiene un pulso mágico. Aprieta el botón rojo y se carga todo lo que tiene delante. Si se pone a jugar él, ya nos podemos ir a dormir, porque nadie más tiene opción de ir detrás suyo. A no ser que… aparezca Sofie. Entonces sí, sus manos sudan, y sus ojos no están en la pantalla. El gigantón se levanta de la banqueta, se aflauta su voz y sale a su encuentro. A mí se me llevan los demonios. Con lo inteligente que es ella, qué le habrá visto. Yo le grito telepáticamente: “Sofie, que ése es sólo fachada. Que le pinchas con una aguja y pfffffff…. se deshincha como un globo”. Y ella le descubre: “Pequeñín… tienes pelusilla en el pelo… ¿dónde te has arrimado?”. Con delicadeza, se la quita. Él sonríe: “ya te lo diré”. Yo contengo la respiración. Y lo fulmino. Que no se le ocurra. Que el sitio de la Alquería lo descubrí yo y es propiedad mía.
V
Esta tarde está nubladillo. He salido de casa mientras hacían otro capítulo del Coche Fardástico en la tele. He ido a buscar a Richard,  pero su madre me ha dicho que ya había salido. Mmmmm. A estas horas. Sin decírmelo. Me lo he olido. A paso ligero, he llegado hasta la Alquería de la Cueva Azul. Ni un alma alrededor. Nadie. Aquí no parece que estén. Chicharras cantan anunciando la lluvia. Las hojas se mueven en los chopos del camino. Cuando ya me volvía, he escuchado sus voces. Detrás de la pared, donde la lana. Voces mimosas. “Tonto…”, le dice Sofie. Me acerco con sigilo. Con tiento. “…guapa”, le contesta él con voz de atortolado. Me puede la ira. No porque estén diciéndose dulzuras, que también. Es porque él le ha revelado nuestro lugar secreto. Se me enciende la sangre. Él medirá casi dos metros y pesará cien kilos. Pero no es nadie. Es fachada. Yo, pequeñajo con nervio, le puedo meter perfectamente una buena tunda. Y más si no se la espera. Se la merece. Me agarro a los dos salientes. Subo. Como un gato. Sin hacer ruido. Cierro los ojos. A la una, les voy a dar el susto de su vida, a las dos, se van a enterar, a las tres…. Grito a todo pulmón: “¡¡ME CAGÜEN TOO LO QUE SE MENEA!!!!!”.
VI
Sí les di el susto de su vida, sí. Y morrocotudo. Joder, quién iba a adivinar que por la mañana habían vaciado la montaña de lana y había quedado el suelo barrido. Joder. Quién. Han venido a verme al hospital. Richard y Sofie. Disimulan. Pero lo veo en sus caras. Cierro fuertemente los ojos para mitigar el dolor de mis piernas rotas. Los vuelvo a abrir. Se cogen de la mano. Agradezco mucho su visita. Cuando muere la tarde, ya de Septiembre, y se van a ir, los llamo. “Sofie, Richard…”. “¿Sí?”. Me desabrocho el botón del pijama. Pensarán que estoy loco. A lo mejor un poco sí. Les señalo el ombligo. Y les digo: “Mirad: la fábrica de mi pelusilla”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario