I
No hago más que mirar el reloj. Georgina también. No
es porque queramos que pase el tiempo, es por todo lo contrario. Desde que
llegué esta mañana a la estación, ha sido un Sábado intenso, trepidante. Lleno
de momentos. Lleno de incógnitas despejadas. Y después de sumergirme en una
euforia sostenida, ahora me hundo en una tristeza indisimulable. Me tiemblan
los labios de no saber el “…y ahora hasta cuándo”. Un chasquido de dedos me
saca de mi ensimismamiento: “…o nos movemos ya, Enric, o vas a perder el tren”.
Qué dilema. Una cosa u otra. Imagina cuál sería mi opción con los ojos
cerrados.
II
Es como el final de la película. Le he devuelto el
casco tamaño “L” de su hermano. El que entra en mi cabezota con calzador y me sale
a presión, arrgggg, arrancándome casi el
cuello. Ella lo ha atado al manillar de su vespa rosa con el candado. Andamos a
la par. Yo tengo que simular que voy deprisa. “Se ha hecho tarde, nos hemos
encantado”, reconozco sin un atisbo de
arrepentimiento. Nos paramos aquí. Un beso. Un nudo en la garganta. No hay
vuelta atrás. “…tren con destino a Larna, está situado en vía número once. Sector
dos. En breves momentos efectuará su salida”. Glup, eso está a la otra punta.
Acelero el paso. Emprendo el trote. Ahí diviso los vagones. Las piernas no me
van. No me obedecen. No corren con convicción. Un silbato. Las puertas cierran
al unísono. Ploooom. Me faltaban unos veinte metros. Corre el sudor por mis
mejillas rojas. Las ruedas metálicas empiezan a moverse. Oooh, pero qué pena.
Paro derrengado. Me giro. ¡Sí! Ella sigue ahí. Musito: “Qué rabia. Cagüen”.
Hago gestos con las manos. El corazón me sigue yendo a mil. Me acerco de nuevo
a Georgina. “Y ahora qué, Enric”. Pienso. Pienso. Mmmm. “Queda la opción del
autobús”. Mira el reloj. “Venga, vamos hacia allá”. Trato de contener la
sonrisa que se me dibuja en el rostro. Acabo de obtener, y de verdad de la
buena que no era mi intención, unos minutos “bonus extra”.
III
Ahora no es como esta mañana. Con mi peso, se chafa
la rueda y se hunde el pequeño amortiguador trasero de la vespa primavera.
Pensaba que la moto padecería y no tendría fuerza para cargarme a mí también. ¡Uffff….!
BROOOMMMM, es puro nervio. Cómo ruge el tubarro. A las primeras arrancadas, los
siguientes virajes, iba yo sin color en el rostro. Con los cataplines de
corbata. Sin atreverme a rozarla siquiera, con los brazos tensos, y las manos
apretadas, estrujando la barra cromada del portaequipajes. Ese pánico, ese
vértigo, se ha apoderado de mí hasta que hemos llegado al paseo de la playa. Coche
esquivado a derecha, quiebro a la izquierda. A la vuelta del chiringuito, mi
confianza en tan avezada piloto era ya total. Sí, mi confianza me daba, para
sujetarme levemente de su hombro. Ahora no es como esta mañana. Más que agarrarme
a su cintura, me aferro y me abrazo a ella. Siento los latidos de su corazón. Y
no me importaría que, con esta vespa, en vez de llevarme a la Terminal de
autobuses, me condujera al fin del mundo.
IV
Ni un alma en el andén. Falta que un rastrojo
atraviese la calzada de parte a parte para ilustrar una escena de la Ciudad
Fantasma. Miro el reloj. Qué raro. El último de cada día siempre salía a las
nueve. Las sombras se alargan en el recinto. Me quito las gafas de cristal de
espejo. Georgina exclama: “¡Enric, mira…!”. Es un cartel sobre un poste. Con los
Horarios de Autobuses La Milagrosa. “¿Ves? Salidas de Mardebé, hasta las nueve”.
Ella me replica: “¿Ves? Salidas de Mardebé, hasta las nueve, de Lunes a Viernes”.
Me caigo del guindo. Hoy es Sábado. Ya no habrá más autocares a Larna hoy. Resoplo.
Me rasco la cabeza. No, no quiero pensar en el “después”. Estoy en el “ahora”.
Y ahora tengo unos minutos más para estar con ella que no quiero que terminen.
Hace un calor sofocante. Propongo tomar un algo. Mientras, el sol en su marcha
imparable, se esconde por detrás de los árboles del jardín del río.
V
Pongamos que llamaré a casa. No sabían que me
venía a Mardebé. No por nada, eso fue pensado y hecho. Pensado hace mucho y
hecho hoy, pero pensado y hecho al fin y al cabo. Pongamos también que el
hermano de Georgina, el que tiene una cabeza tamaño “L”, acorde a su casco, me
deja dormir encima de una colchoneta en su habitación. Y pongamos que ella me
presenta a sus padres como “Enric de Larna”, que suena a caballero de la Edad
Media. De nuevo nos dirigimos a su Vespa Primavera Rosa con la que, de punta a
punta, de arriba abajo, de cabo a rabo, hemos recorrido Mardebé entera. Pasamos
por una parada de taxis. “Para un momento, Georgina… por intentarlo que no
quede”, digo en un alarde de osadía. Me arrimo al primer vehículo de la fila.
Me asomo a la ventanilla. Titubeo. Ejem, ejem. El taxista me mira. “Oiga, señor…
me quedan quinientas pelas… ¿con eso me podría llevar a Larna?”. Quinientas. El
remanente de mi fortuna. Entre el billete de tren, la comida, los refrescos… Me
he quedado pelado. Ahora intento poner cara de jeta. Para que el taxista me
diga, “pero tú que te has creído, con eso no pago ni la mitad del peaje de la
ida… menudo morro… arrea, niñato, anda para allá”. Transcurren unos segundos. El
hombre resuelve: “…es tu día de suerte, chaval. Se te ha aparecido la Virgen.
Anda, sube”. El corazón me da un vuelco. Esto no formaba parte del guión. Se
suponía que… Me quedo bloqueado. Levanto el pulgar hacia Georgina. “Me ha dicho
que…, je, je”. Con la boca pequeña, improviso una sonrisa. A ella le sale otra.
“Jo, qué suerte”. Me sobreviene un nudo en la garganta. Y un temblor como nunca
antes. Un beso etereo. Arranca el coche. Subo. Miro por el cristal del portón. Ella
se ha puesto ya el casco. Se enciende el semáforo. Gira la moto por la primera
a la derecha. La veo alejarse hasta que… la pierdo de vista. Georgina. Ahí me
saltan dos lágrimas imparables. Fin del bonus extra. Fin. Tenía que llegar.
Tenía que llegar el final de todos modos.
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