I
“Aquí pegan”. Qué dice éste. No, no me lo puedo creer.
En pleno siglo veinte. No puede ser verdad. Me acurruco. Me entra canguelo. Se
me quedan las manos frías. Miro alrededor. Todos se están fijando en mí. Me
señalan. “Ése es el nuevo”. Hacen
escuchitas. “…si viene a mitad de curso, no habrá hecho nada bueno… de donde
venga, lo habrán expulsado fijo…”. Pero a qué colegio me han traído mis padres.
Mi madre esta mañana, en este mi primer día, sólo se ha preocupado de si llevo
bien atados mis zapatos. Sólo de eso. Venga, venga: me incorporo. No se me
tiene que notar que tengo cague, si no, estoy perdido. Brooom. Zafarrancho de
silencio. Entra don Antonio. Alguien tose por detrás. Mis tripas suenan en alto.
Risas. El profesor da una voz. Las
carcajadas se cortan en seco. Me mira. Me pregunta: “¿Te llamas…?”. “Liviano”,
le digo con la boca pequeña. Otra explosión de choteo. Les resulta gracioso mi
nombre. Don Antonio grita “¡SILENCIO!”. Y luego señala: “Tú y tú… TORTITAS”. “¿Yo?
Pero si yo no estaba haciendo nada…”. Conato de protesta. No hay pero que
valga. Trago saliva. No entiendo nada. Aquí qué pasa. Con la angustia en el
semblante, los castigados salen a la palestra. “Diez”, sentencia. “¿Diez?”. Se
ponen de frente. Se miran. ¿Ya? Ya. Fuá. Manotazo de ida en la cara de uno.
Fuaá. Manotazo de vuelta en la cara del otro. Suave. Fuaaaaá. Otro fuaaaá. Éste
ha ido y venido un poco más fuerte. Y otro más. Así hasta diez, in crescendo. A
partir del octavo, ida y vuelta, los sopapos han tenido que doler seguro. Don
Antonio, severo, espera a que terminen. Tienen las mejillas al infiernillo. “A
la próxima os volvéis a reír”, les advierte. Me acurruco de nuevo. Miro a quien
me ha advertido, un enano que no llega al metro. “Aquí pegan”. Hace un gesto
de: “¿ves lo que te decía?”. Abro mi cuaderno. Pegan en pleno siglo veinte.
II
Le he dicho que sí, pesada, que llevo bien atados
los zapatos, que yo me voy, que llego tarde. Pero ella, desde la cocina, me ha
visto y ha venido corriendo. “¿…eso es llevarlos bien atados?”. Se ha agachado.
Estirón al cordón izquierdo, lazo y apretón. Estirón también al derecho, lazo y
apretón. Luego se ha incorporado. “Casi eres tan alto como yo”. “Vale, mamá,
vale, ¿ya me puedo ir?”. No, todavía no. “¡Toma!”. Me ha estampado un beso en
todo el cachete que me ha dejado sordo. Luego, mientras iba por la acera, con
la palma de la mano, me he restregado bien bien, no fuera que quedara algo de
su pintalabios y me lo notaran después en clase.
III
Cincuenta kilómetros por hora, componente norte. “Eso
no es nada, mamá”. “No es nada, pero tú hoy no vas al cole”. Sé que de nada van
a servir mis protestas. Me quedo mirando por la ventana del mirador. El silbido
del viento se cuela por los marcos, que no son tan herméticos. Las ramas de los
árboles se agitan. Las palmeras se inclinan despeinadas. Hasta las farolas, en
su extremo superior, se tambalean. Me
resigno: “Bueno, vale, tendré los pies en el suelo como tú dices, pero para
cuando vuelva mañana, me escribes un justificante”.
IV
IV
Ya tardaban, ya. Hoy, el bajito borde, ése que se
llama Oliver, el que me advirtió que aquí se pega, ha mirado hacia abajo, y ha
reparado en mis zapatos. ¡JUÁ, JUÁ, JUÁ! Qué poco tiempo le ha faltado para
señalarme los pies, “¡Eeeeyy! ¡Mirad qué zapatones se gasta el nuevo!”. Yo no
sabía cómo ponerme. Cotillas, más que curiosos, han ido desfilando y tapándose
la risa en la boca con la mano después. “Qué pasa, qué”, les he replicado
desafiante. Camino del patio, me han ido haciendo hueco, “¡Cuidadín, je, je,
je, que nos pisa Piezotes!”. ¡PIE-ZO-TES! ¡PIE-ZO-TES! Lleno de rabia, me he
vuelto a clase y no he salido en todo el día. A mi madre, en cuanto la vea, se
lo tengo que decir. Que aquí yo no vuelvo. Cabrones, más que cabrones.
V
Mundo al revés. Cuando quiero venir al cole, mi
madre dice que no, que me quedo en casa. Cuando NO QUIERO VENIR, mi madre me
trae a rastras y me deja en la puerta a la hora en punto. Hoy, calma chicha.
¿No podría soplar un vendaval y llevárselos a todos?
VI
Ha sido en el vestuario, después de la clase de
educación física. Oliver, el cabecilla microbio, me ha señalado. “¡A quitarle
los zapatitos a Piezotes!”. EEEEHHHH. OOOHHHH. AEEEHHHH. En plan manada. Todos
a por mí. Dejadme. Entre diez, ya podrían, cobardes. Dos de cada brazo. Tres de
cada pierna. Las coces que he podido dar habrán escocido a quien le haya dado,
pero me han servido de poco. AUUUPPPP. Una bota fuera. AAAAAAHHHH. El grito de
la impotencia. AUUUUUP. La otra fuera también. Entonces se han dado cuenta. Que
mis zapatos pesan un quintal. Hubieran querido jugar a pasárselos por el aire.
Para marearme. Para que yo intentara
recuperarlos volviéndome loco de un lado a otro. Pero no. Entre dos apenas los
levantan. Ahí han empezado a mosquearse. Ahí ha sido cuando me han soltado. Y,
claro, yo sin lastre, no peso. He empezado a levitar, a levantarme sobre ellos.
El más miedica ha salido fuera dando alaridos. Los he dejado boquiabiertos,
ojipláticos, patidifusos. Pues qué esperaban, qué. Poco a poco, como un globo
de helio, he ido ascendiendo, hasta darme en el cogote con el tubo fluorescente
del techo. “Y ahora quién me baja, quién”. Las risotadas se han apagado de
golpe. Oliver ha pedido ayuda. Le han subido a hombros. Y me ha tendido su mano
temblorosa. Se la he estrechado. Ha empujado de mí hacia abajo. Hasta que no me
he podido poner de nuevo mis zapatos, no me han soltado. Oliver, con el susto
en el cuerpo, me ha preguntado ahora si estoy bien. Psssss. Le cuento: “…peor
fue en el otro colegio: cuando ya me iba hacia la estratosfera tuvo que venir
un helicóptero a rescatarme con un cazamariposas…”.
VII
Quitando esa pequeñez, lo de mi gravedad cero, yo
soy un tipo normalito. Como cualquiera. Me gusta divertirme, como a cualquiera.
Me gusta hablar, como a cualquiera. “¡LIVIANO Y OLIVER!: ¡TORTITAS!”. Glup. Don
Antonio nos ha pillado largando. Oliver protesta en vano. “¡…pero si yo no
estaba haciendo nada!”. Nos levantamos. Vamos hacia la pizarra. Cámara lenta.
Me parece la nuestra una pelea cruenta de gladiadores en medio de un circo
romano. Menudo coliseo. Deleitaremos a los patricios que, desde sus pupitres,
verán cómo nos desollamos. “¡DIEZ!”. Intento contener mi sonrisa. Sí, porque Oliver
y yo tenemos un pacto. En el caso de que nos tocara este castigo, no se nos irá
la mano. Haremos teatro. Con mucho ruido y pocas nueces. Éste es el momento.
Zasss. Viene la primera. A mi mejilla. Mmm. Suave. Una tortita. La devuelvo.
Zasss. Es tan pequeñajo, tan poca cosa… Ni cosquillas le hago. Ahí viene la
segunda. Algo no me cuadra. He visto odio envenenado en sus ojos. Me tiene
ganas. Yo qué le he hecho. Qué. Mano abierta. A velocidad de vértigo.
ZAAASSSSSS. La clase es un suspiro. Un “¡toma, qué leche!”. Noto mi mejilla
ardiendo. Mis lágrimas pidiendo paso. Era la segunda. Lo que no sabe, lo que no
le he contado, es que en mí se cumple estrictamente el principio de la acción y
reacción. Va en el mismo lote de la ingravidez que padezco. No sabe que si así recibo,
así, devuelvo. Intento frenar el ímpetu de mi brazo. En vano, porque es un acto
reflejo. ZAAAASSSSS. Fotograma a fotograma. El guantazo. De lleno. La caída del
microbio, KO, grogui, en el cuadrilátero. La cara horrorizada de Don Antonio,
yendo al suelo para reincorporarlo. Escucho las voces enardecidas de los
compañeros que, mientras golpean la mesa, repiten: ¡QUEDAN OCHO, QUEDAN OCHO,
QUEDAN OCHO!”. Escucho un: “pero bueno… ¿aquí
qué pasa?”, del director que, ante la escandalera, acaba de irrumpir por la
puerta. Peor fue en el otro colegio. Me dieron una patada y por mi resorte la
devolví íntegra con el zapato de cemento armado. Intuyo que hoy es mi último
día en este cole. También el de don Antonio. Intuyo que, a partir de ahora, al
próximo alumno nuevo que llegue, Oliver el microbio, se le acercará y le dirá: “Aquí
antes pegaban”.
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