domingo, 24 de abril de 2011

Calladitos



I
“Bocazas” es lo más suave que me ha dicho. Bueno, vale, lo reconozco. Se me ha ido un poco la lengua. Y el asunto se ha escampado en el peor momento. Bien que me sabe mal. Pero de ahí a que Cristóbal empiece a increparme, fuera de sí, y de esta manera, dista un abismo. Sobre todo porque él no es el paradigma de la discreción. Por eso me he rebotado. No lo iba a dejar ahí. He contraatacado. Tampoco soy manca: “eh, eh, para un momento… pero qué te has creído, si tú eres la cotorra mayor del reino… si tú no callas ni debajo del agua… si la palabra confidencialidad no está en tu diccionario, si…, si…, si…”, nos hemos ido calentando y arrojando palabrotas a las respectivas yugulares hasta que vencidos por el cabreo y el odio, hemos acabado retirándonos a nuestras esquinas en el cuadrilátero que conforma el comedor de la casa.

II
Dos días sin hablarnos. Ignorándonos. Un cruce en la puerta de la nevera de la cocina. “Mónica, si quieres lo formalizamos”. Me ha pillado a contrapié. Qué propuesta es ésa. “Si lo que estás pretendiendo es demostrar que puedes estar callada más tiempo que yo, te acepto el reto”. He dejado la taza encima del banco.”Igual que cuando éramos pequeñitos: el que primero hable, paga”. Afirmativo. Nos hemos ido hacia el almacén. Por el camino, hemos dejado claras tres o cuatro reglas, para que no quede nada en el aire, “qué es lo que vale y qué descalifica... “. Allí hemos buscado dos chips. Comprobamos que funcionan correctamente. Emitirán una alarma si prescindimos de ellos. Y registrarán nuestros sonidos. Reconocerán nuestra voz. Y lo plasmarán en una gráfica continua que podremos ver por internet en cualquier momento. Así, estemos donde estemos, sabremos quién es el primero que abre la boca.

Nos colgamos el chip en el cuello. Parece un amuleto. “Di tus últimas palabras… por ahora”, indica Cristóbal. Me molesta que me manden. “No, no, mejor di tú las tuyas primero”. “Vas a perder, Mónica”. Sonríe, hace el gesto de la cremallera cerrada y a partir de ahí se sumerge en el mutismo absoluto. Ya no habla. Yo he elegido otras cuatro: “Que te den, Cristóbal”. No puede replicar. El reto está en marcha. Desde esta mañana, no puedo decir ni “mu”. Tengo un pacto de silencio.

III
Ahora me doy cuenta de lo fácil que es meter la pata. Por ejemplo, un golpe con el canto de la puerta, un espontáneo “¡jodeeeerrr!” para aliviar el impacto, y estoy perdida: se habría acabado el juego. Pero no me cabe duda de lo de la boca cerrada no será para mucho tiempo. Ahora necesito concentración absoluta y de momento, no cruzarme con nadie. Escribo un correo a Tamudo, mi jefe, y le informo. Le explico que me he quedado sin voz. Absolutamente. Mientras, mantengo y actualizo la página con la gráfica de Cristóbal, que no sé qué andará haciendo. Nada todavía. Encefalograma plano en la línea “voz de Cristóbal en función del tiempo”. Bueno, sólo han pasado unas horas, ya caerá esa breva. Entra nuevo correo. Es Tamudo. Yo pensaba que me iba a dar carta blanca. Pero no. Dirección y teléfono de un otorrino, amigo suyo. Que se ha permitido pedir cita en mi nombre y que vaya cuanto antes. Que no me lo deje, que estas mudeces repentinas pueden ser serias.

IV
El móvil otra vez. Ahora son mis padres. Cuando se ponen, saben ser los más pesados del mundo. No contesto, obviamente. Pensaba dejarlo para más tarde, para cuando Cristóbal se suelte de la lengua. Pero, mirando el reloj, veo que ya no son horas. Recojo el móvil, escribo un sms, “estoy bien, no os preocupéis, besos, Mónica”. Doy al enviar. Tendré que hacer lo mismo para las otras catorce llamadas perdidas.

V
Llevo una libreta pequeña y un rotulador. Entro en la consulta. Escribo: “Me llamo Mónica”. Se me queda mirando, como replicando, “y qué”. Yo le doy al rotulador de nuevo: “Creo que tenía cita”. Entonces cae en la cuenta: “Ah, sí. Siéntese un minuto ahí y ahora la llamaremos”. La sala de espera está a reventar. Caras serias, caras largas. Me dejo caer en un hueco libre, entre una señora mayor y un chaval de unos veinte. La señora me sonríe y saluda. Cierra la revista. “Qué calor hace aquí dentro”, me dice, “con este tiempo, no sabe una qué ropa ponerse”. Silencio. “Es bonita su chaqueta, ¿de dónde es?”. Mutismo. Gesto de circunstancias. La señora se ofende. El joven interviene, “…es que me parece que no puede hablar, yo he visto cómo le escribía en una libretita a la enfermera…”. Gracias por el rescate, chico. “Ah…, pobrecita. Yo lo pasaría muy mal si no pudiera decir nada. En una ocasión me acuerdo que…”. Me desconecto. Respiro hondo. Y me pregunto, yo qué hago aquí. Suerte que los pensamientos no se registran.

VI
¿Desde cuándo te pasa? ¿Te duele? Vamos a ver. Me ha puesto una microcámara por la boca. Qué angustia. Ha ajustado la resolución de la pantalla. Miro de reojo. Esa laringe es la mía. Me asusto. ¿Y si de una mentira saca una verdad, con lo hipocondríaca que soy? El médico no habla. Sólo sigue atento a las imágenes que procesa. Me da la sensación de que si participara él en este reto del mutismo, tendría muchas probabilidades de quedar ganador. Transcurridos unos minutos eternos, extrae la cámara, y concluye: “…yo no veo nada. Estás perfecta”. Uf, menos mal. “…no hay ninguna lesión que te provoque esa mudez…”. Escribo en mi libreta con mayúsculas enormes: “¿ESTRÉS?”. He recordado que alguna vez, cantantes ilustres, han padecido afonías en los momentos clave de sus carreras. Resopla. “Estrés o cuento: una de las dos cosas”.

VII
Me dijo adiós con la mano. Y se fue de casa. A dónde habrá ido. Pues si cree que le voy a llamar va listo. Son las cuatro de la mañana. Me he levantado porque no puedo dormir más. Y he ido directa al ordenador. Con lo dado que es Cristóbal a hablar en sueños, a lo mejor, en ese punto débil tengo mi victoria en bandeja de plata. Rastreo su gráfica. Nada. Silencio total. Sí, es madrugada. Tengo que replantear mi estrategia, porque, contrario a lo que pensaba, esta guerra va a ser muy larga.

VIII
Hugo Casinofumo tiene una pequeña consulta en el centro de Mardebé. Mediante sesiones de hipnosis, este señor triunfa entre los fumadores que quieren dejar de serlo. He solicitado cita previa, por correo electrónico. Ya voy por la tercera libretita, “Soy Mónica. Tengo hora a las seis y cuarto”. “Ah, sí, claro, pase, pase, pase”. De salida, me cruzo con un señor con los dedos amarillos y las uñas casi desaparecidas. Casinofumo le despide, “esta vez, están bien fijadas las ideas, pero ándese con cuidado con los sustos e imprevistos…”. Es mi turno. El hipnotizador cree que yo también quiero dejar de fumar. No, eso no, por ahora. Sólo me faltaba con los nervios que estoy pasando. Letra grande y clara: “Quiero estar muda”. Abre los ojos, esta tía está loca. “…de forma temporal”. Le entran los mil picores. Se rasca la nariz. Las orejas. “Yo no sé si puedo hacer eso”. Me levanto entonces para irme. Me retiene. “…pero podemos probar, eso sí, sin compromiso”. Luces de ambiente. Cobra un sonido gutural. Se repite. Me entra somnolencia. Pierdo la noción del tiempo. Será muy tarde ya. De repente, Hugo Casinofumo hace un chasquido con sus dedos. Qué susto. “Intente, intente decir algo”. Ja, si abro la boca pierdo. Le pago con tarjeta. No es barato precisamente. No ha funcionado la sesión, pero tenía que intentarlo. Eso sí, de regreso a casa, he sacado el paquete de tabaco del bolso y lo he tirado a la basura. Qué cosas.

IX
Tamudo, el jefe, me envió un correo. “Algo te traes entre manos. Pero sea lo que sea, ya está bien. Espero que tu explicación sea convincente. Y que vuelvas a la oficina mañana mismo. De lo contrario, me veré obligado a tomar medidas”. Me pongo a llorar. De rabia. Entro de nuevo en internet, a ver si este capullo por fin ha abierto la boca para decir lo que sea. Nada. Ni una palabra. Ni una sílaba. Ni una letra.

X
Suena el móvil. Se me olvidó apagarlo para evitar tentaciones. Pero miro por el rabillo del ojo. Es él. Es Cristóbal. Sin pensar, le he dado al botón verde. Y prometo que he estado a una décima de segundo de exclamar “¿Sí?”. Pero he frenado en seco. He aguardado con la oreja pegada. Esperaba un “¿Mónica? ¿Mónica?”. Hubiera sido su capitulación. No. Nada de eso. En su lugar, he sentido su respiración. A mil. Como si viniera de correr una maratón. Yo he acercado el auricular a mi corazón. También palpitaba a toda velocidad. Hemos estado así unos minutos. Después, he colgado. La guerra sigue.

XI
Me quedo frente a la estatua del mimo. Lleva dos horas inmóvil. Dejando pasar una oleada de gente que va y viene, sin reparar en su figura enhiesta. Qué bien hecho está. De tanto en tanto, cae una moneda, y él, hace una reverencia. Lleva puesto hasta un caballito. Se inclina con gracia. Y poco a poco vuelve a su posición inicial. Le deben doler los músculos. Casi como a mí. No he visto cuándo ha llegado y cómo se ha instalado. Pero me voy a quedar. A ver cuánto dura. Aún no he terminado mi segunda infusión, cuando, lo he visto bajar de su pedestal, dirigirse a mí, un poco enojado y preguntarme: “¡Señora! ¿Le pasa algo? Me pone usted nervioso y así no puedo trabajar”. Es lo que hay. Hasta los mimos hablan.

XII
Suena el timbre. Qué extraño. Pensaba que sería el cartero, que se había equivocado. Pero no. Detrás de la puerta, me he encontrado con Josito, el sobrino de Cristóbal. Qué sorpresa. Le he sonreído y con el gesto le he invitado a pasar. Anda muy serio el chico. Encima de la mesa encuentra los apuntes de la lengua de signos. Soy un poco torpe, pero después de casi seis meses sin soltar prenda, no he tenido más remedio que ponerme a ello. Josito se aclara la garganta: “No sé en qué ocurrencias habréis estado metidos el tío Cristóbal y tú…”. Pongo cara de no haber roto nunca un plato. ¿Ocurrencias? ¿Yo? ¡Ninguna! Suerte que cuando gane voy a restablecer mi prestigio perdido. Después de haberme quedado sin trabajo por estar sin hablar, es lo único en lo que pienso día y noche. Josito prosigue: “…pues sea lo que sea, Mónica, para ya, por favor. El asunto ya ha terminado…”. Entonces Josito se explica. Según progresan sus palabras, cada vez con más esfuerzo, he comprobado en el espejo cómo mi cara se ha ido desencajando y mis ojos se han inundado de lágrimas.

XIII
Escucho que alguien pregunta: “por favor, ¿sabe dónde vive la muda?”, y alguien, le indica, que aquí, en el cuarto piso. Vienen a por mí. Cuando llamen, no pienso abrirles. Muy baja la estrategia de Cristóbal. De lo peor. Casi caigo en su trampa. Morirse de repente garantizaba su silencio. Pero esta es la hora en la que yo no he dicho ni pío. Ni pienso. De momento, tablas, querido Cristóbal. La de cosas que te hubiera querido decir y ya no puedo, por mucho que me empeñe. Sigo entrando de forma obstinada en la página de internet. No serías el primer difunto que se manifiesta. A mí no me extrañaría. Tampoco me sorprende que alguien siga abriendo también de forma obstinada mi propia página y examine mi gráfica, de momento siempre plana, buscando que yo rompa mi silencio. A lo mejor eres tú. Estés donde estés. ¿Qué no lo sabes? ¿En qué quedamos, Cristóbal? En lo que estamos. En estar calladitos.

1 comentario:

  1. Enhorabuena: Intriga sostenida hasta el XIII. Me ha encantado.

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