III
El corredor es largo. Llegan hasta el final. Un
camillero arrastra la cama. Un auxiliar a duras penas puede sujetar a Primi. “A
partir de aquí empieza la zona esterilizada. Hasta aquí pueden venir ustedes”,
les indica a la pareja que viene siguiéndoles. “Ahora vuelvan por favor a la
sala de espera. Nosotros les avisaremos cuando todo termine”. El niño grita
entonces. Brama. “¡NOOOOO!¡NOOOOO! ¡QUE NO SE ME LLEVEN! ¡MAMÁ! ¡PAPÁAAA!
¡NOOOOO!”. Ella trata de calmarlo: “¡Primi, por el amor de Dios, no pasa nada…
que no te van a hacer daño… tienes que portarte bien…. Nosotros estamos aquí”. Entre
alaridos, el chiquillo da un tirón. Se incorpora. Se zafa. El auxiliar apenas
puede contenerlo. Necesita la ayuda del camillero. Entre los dos, lo inmovilizan.
“¡Muchacho, estáte quieto… si no, vamos a tener que atarte…”. Hay tensión. Todos
hablan a la vez. A grito pelado. Primi hipa, “¡NOOOO, NOOOO, NO QUIERO IRRRR…!”.
Por detrás, ahogado por el sofoco, ha aparecido un señor mayor. No se sabe de
dónde. Tose. Interviene: “Pero… ¿qué es lo que pasa aquí?”. El niño, viendo que
con sus padres no puede contar, al verle, se aferra a él, “¡ABUELO, ABUELOOOO!”.
Se escucha un resoplido de paciencia agotada. “Bueno… ya está aquí el que
faltaba… ¿no le hemos dicho a tu padre que se esperara en la calle? ¿Se puede
saber qué hace usted aquí?”. El hombre, haciendo oídos sordos, se abre paso. Y el niño se le agarra
desesperadamente a la mano. “Primi… ya sabemos tú y yo que no está bien eso de
hacer escuchitas… que estos señores me perdonen, pero es que esto que te voy a
decir, tiene que quedar sólamente entre tú y yo”. El abuelo se agacha, se
acerca a la orejita del niño. Se hace un profundo silencio, pero no tanto como
para que los presentes puedan interpretar ese bis-bis-bis que consigue abrir enormemente
los ojazos de Primi. Son treinta segundos. El chico ya no llora. El abuelo se
incorpora y da instrucciones: “Disculpen. Cuenten hasta veinte y vayan hacia
delante, pero cuenten bien que les oigamos todos”. Camillero y auxiliar se
miran. No entienden. “Uno, dos…”. Ahora, el abuelo se retira por donde había
venido. Yerno e hija tampoco entienden nada. “¡Hey, no se paren y sigan
contando…!”, reclama a lo lejos. “…diez, once…”. Cuando llegan a veinte, Primi,
muy conformado, extiende el bracito despidiéndose de sus papis. Y sí, sí: está
sonriendo.
XII
Hoy ha venido el abuelo a casa. Cada vez viene
menos, “…las escaleras están más altas…”. Saluda primero a su hija, que le ha
abierto la puerta. Y, después, tímidamente llama a la puerta de su habitación. “Pasa,
pasa”, le invita Primi levantándose. Se saludan. El nieto le explica: ”…acababa
de llegar”. El abuelo se interesa: “¿…y qué tal el examen?”. “Bien-bien”. “¿Bien-bien?
…no será tan bien-bien si te has dejado la tercera pregunta en blanco”. Primi
cambia de cara. Glup. “¿Y eso tú cómo lo sabes?”. Al abuelo le entra una risa
flojilla. No quiere contestar. “Venga, abuelo… cómo sabes tú que yo me he
dejado esa pregunta en blanco”. Al final, pillado en falta, mordiéndose los
labios por lenguaraz, mira a la ventana y le devuelve la pregunta: “¿tú te
acuerdas de lo que te dije, hace ya tiempo,
aquel día cuando estabas en la puerta del quirófano?”. Primi afirma: “pues claro
que me acuerdo… pero es que entonces yo era muy pequeño y me lo creía todo”. “Pues
eso”, zanja el abuelo, despidiéndose apresuradamente, “bueno, te dejo para que sigas estudiando”.
Primi se deja caer en la silla del escritorio. Pensando. Atando cabos. El
abuelo conoce desde hace mucho a don Antonio, su maestro. Ellos se habrán visto
y éste le ha largado seguro: “tu queridísimo nieto se ha dejado la tercera
pregunta sin contestar”. Todo tiene una explicación. Aunque parezca que no.
XIV
“Abuela… ¿dónde está el abuelo?”. “Mmmm. La verdad
es que no lo sé, Primi. Siempre desaparece cuando sabe que le voy a reñir”.
XVII
Primi ha abierto en casa. Ha preguntado con voz
alta y temblorosa: “¿Hay alguiennnn?” No ha obtenido respuesta. Luego,
habitación por habitación se ha asomado. No hay nadie. “…mejor”, murmura.
Renqueante, va hacia el cuarto de baño. Allí se quita la camiseta. Está hecha
un siete. Girando la cabeza, se mira el torso en el espejo. Se asusta. “Ufffffff.
Cómo duele…”. El moratón le llega de parte a parte. “Ufffff. Qué golpe. Pero qué
golpe”, rabia. Se limpia con cuidado. Respira
flojito. Si carga más aire en sus pulmones, ve las estrellas. “Uffff. Escuece. Pudo
ser peor... Pudo”. Sale. Hace un ovillo de la camiseta rota y la tira en el
fondo de la basura. Está irrecuperable. Luego, en su armario, busca otra. La
más grande. La que le roce menos. Se deja caer. Pero sin apoyar la espalda.
Cierra los ojos. Pasan dos, tres minutos y se abre la puerta. Qué susto. Es el
abuelo el que se asoma. No le había oído entrar. A Primi no le da tiempo a
saludar, a ponerle cara de “no me pasa nada”. Sin preámbulos, sin explicaciones,
el chico sólo escucha un tajante: “Levántate, nos vamos al médico”.
XXIV
Sin un rumbo fijo, esta tarde Primi ha deambulado durante
horas por las calles desiertas de Mediavilla. Con los puños apretados en los
bolsillos. Los ojos enrojecidos. Y la mirada absorta. Cuando cruzaba el puente
de madera, sobre el río, ha escuchado a sus espaldas las campanadas lacónicas
que anuncian una despedida. En ese punto y en ese instante, ha levantado la
cabeza, se le ha iluminado el semblante y ha emprendido el retorno. Ha bordeado
la comitiva del duelo, se ha dirigido directo a casa, y tras abrir los tres
cerrojos ha preguntado con voz alta y temblorosa: “¿Hay alguiennnn?”. No, no ha
obtenido respuesta. Entonces se ha encerrado en su habitación. Con una sonrisa
en los labios.
XXV
Ya es de noche. Era lo que buscaban. Primi y
Fátima. Escuchar sus respiraciones. Hablarse al oído. Reconocer que se
necesitan. Qué momento. Era lo que buscaban. Abrazarse. Primi mira a su derecha,
donde está Fátima. Seguro de sus sentimientos, la besa. Luego mira al otro
lado. “Qué te pasa”, le pregunta Fátima.
Él traga saliva. Y, al aire, a su izquierda, musita una pregunta: “¿Le digo lo
tuyo?”.
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