I
Siempre me ha gustado acercarme hasta ahí, hasta
la pradera de los sueños, que está justo donde Gorro de Arriba termina y
empieza la montaña. Sentarme a la sombra de esa encina centenaria con un libro
en mis manos. Pasar la tarde hasta que sea la hora de quedar con los amigotes.
Sumergirme en la lectura sin que las moscas, que me conocen, incordien. Levantar
la cabeza cuando me entra dolor de cuello y dirigir la vista hacia el
horizonte. Respirar hondo. Preguntarme qué me deparará el futuro. Siempre me ha
gustado eso. Hoy cuando he venido de nuevo, me he encontrado con una gente
levantando una valla. Vaya. Qué irán a hacer aquí. Hoy no he podido llegar hasta
mi pradera de los sueños. Y por lo que parece, tampoco de ahora en adelante.
Buffff… tendré que buscarme otro sitio.
II
No será verdad lo que dicen. La gente, en el Bar
"La Gorra Colorá", exagera demasiado. Un rascacielos. Un edificio de ciento
cincuenta pisos. Ciento cincuenta nada menos. Justo ahí, donde desde hace
trescientos años se levanta una carrasca. Hala. Cómo va a ser eso, aquí, en un
pueblo que tiene mil habitantes justos. En qué cabeza cabe. Pues sí. Por lo que
parece, en la del señor Maconda, que tiene más dinero que el que podamos ganar
todos juntos en nuestra vida y que se ha empeñado, en dejar una huella muy
visible, seguro que desde decenas de kilómetros ya se ve, en Gorro de Arriba.
III
En el Ayuntamiento, según se entra, han puesto una
maqueta. “Gorro de Arriba, donde se toca el cielo”. Como si ellos fueran la
Constructora y la Promotora a la vez. El alcalde explica con entusiasmo a
curiosos e interesados que éste no será un edificio cualquiera. Que tiene la
firma del afamado arquitecto Malababa. Que significa una fuente de ingresos y
empleo en el pueblo, para hoy y para los años sucesivos. Y que, una vez se
termine, la monumental obra será comparable a cualquiera de las catedrales
góticas que desafían a la gravedad y al tiempo en toda nuestra geografía.
IV
Es verdad. Vaya movimiento. He tenido que esperar
al segundo turno en el Bar "La Gorra Colorá" para que me dieran mesa. Los obreros
que trabajan veinticuatro horas en la construcción lo acaparan todo. Abarrotan
los restaurantes. Compran en los supermercados. Alquilan casitas que llevaban
décadas vacías. Hacen que suba el pan. Y sus hijos acuden al colegio donde yo
trabajo. Caravanas de hormigoneras. Trailers de material de construcción. Día a
día crece la estructura. Va tomando forma una silueta robusta y moderna. Cuento
doce alturas ya. Faltan ciento y pico. Las televisiones vienen casi todas las
semanas. A mí me han preguntado varias veces. Al principio de los principios,
me parecía una aberración urbanística mayúscula. Ahora, en cambio… hasta casi
me parece bien. Me gusta que cuando se hable de Gorro de Arriba, el pueblo del
rascacielos, la gente sepa que existimos y nos sitúe en un pequeño punto del
mapa.
V
Sí. A mí me gusta. En mi esquema, he cambiado esa
casita pequeña, rodeada de un metro de jardín por un ático en ese rascacielos
que crece sobre lo que fue la pradera de mis sueños. Por una vista de pájaro.
Por una panorámica. Algo ha cambiado en mí. Porque esta tarde, por preguntar, he
entrado en la inmobiliaria que vende, desde el primer minuto, los setecientos
apartamentos que caben en ese megabloque.
VI
“No doy el perfil”, me ha dicho el de la agencia. Es
que esto está pensado para extranjeros que ven una ganga en lo mismo que yo veo
un abuso. Qué barbaridad. Los seiscientos mil euros me frenan. Yo tenía unos
ahorrillos… pero si doy un paso adelante, me hipotecaré de por vida. Bueno.
Tengo que decidirme antes de que otros decidan por mí y me pisen la elección.
El ático. El último, el más alto de todos. ¿Cómo? “Ése vale cincuenta mil más”.
¿Quéeee? “Elemental, querido Santos”, me ha dicho con una sonrisa borde, “las vistas se pagan”.
VII
Para evadirme del estrés, de la tensión que me
agobia, pienso en cosas buenas. Y en mis pensamientos me veo desayunando relajadamente
en mi ático, en el piso ciento cincuenta del rascacielos. Y cada día levanto la
cabeza hasta que me duelen las cervicales y cuento por dónde van. Hago una foto.
Ahora, por la planta sesenta y pico. Ufff. Todavía falta. Pero esta mole se ve…
se ve por lo menos desde la luna si es que alguien nos mirara desde allí.
VIII
No cumplen plazos. Algo pasa. Porque ya acumulamos
un año de retraso. He entrado un poco mosca en la agencia. Hecho un basilisco. Y
me han dicho que tenga paciencia. Más aún. Que lo resolverán y lo terminarán todo
pronto seguro. Eso espero.
IX
Mosquea. Es que ya no sube tanto la cresta del
edificio. Ya no trabajan tantos ni tan a bloque como al principio. “Eso es lo
que te parece a ti, Santos, pero la verdad es que ahora están trabajando dentro…
con tabiques, tuberías, cableado. Y eso no se ve tanto”.
X
Por fiiiinnnnn. Es mi primer día en el ático. Lo primero,
vértigo. VÉRTIGO con mayúsculas. Todo es un contínuo “oooooohhhhh, oooooohhhh”.
Zumbido en mis orejas. Y siento que el piso tiembla. Se mueve. Me prohíbo asomarme.
Luz deslumbrante en el piso vacío. Viento que se cuela por todas las rendijas.
Y nubes, muchas nubes en mi nueva casa.
XI
Espero en el rellano. Con la chaqueta puesta y el
maletín en la mano. Miro el reloj. Diez minutos ya. El ascensor no viene. Machaco
el botón con insistencia. Espero que no se haya estropeado. La alternativa… ni
la nombro. Dos mil cuatrocientos escalones. Ahí es nada. Bueno. Por fin. Ya era
hora. Se abre la puerta. Vamos para abajo. Tendré que pedir disculpas cuando
llegue al colegio.
XII
“¡Elisa, Elisa, corre, corre, pronto, ven!”. La
llamo a gritos desde la terraza. Ella viene alarmada, por si me ha pasado algo.
“Qué pasa, pero qué pasa”. “¡Mira!”. No sabe qué ni dónde mirar. “¿No te das
cuenta?”. “Pues no…”. Es el primer día, el primero desde que vivimos aquí hace
ya doscientos treinta, que no hay nubes, que la claridad lo inunda todo. Delante
nuestro, un paisaje limpio. Diáfano. Hasta la lejanísima línea del mar. Qué
diminuto y detallado se ve el mundo esta mañana desde aquí arriba. Elisa se
vuelve hacia dentro. “Ah, era eso”. A lo mejor a ella le parece poco. Pero para
mí, esto de tener una mañana tan despejada,
es un acontecimiento. Y yo quería compartirlo con ella.
XIII
Me imaginaba que esta torre sería como Babel. Que
los vecinos serían guiris. Que vendrían de todas partes. Que hablaríamos
treinta idiomas entre nosotros. Y que nos entenderíamos bien desde el primer
minuto. Quiá. He comprobado que el rascacielos está hueco en su parte central. Que
somos cuatro gatos. La constructora piensa rellenarlo según recaude. Somos eso:
una enooooorme fachada.
XIV
El ascensor está dando avisos. Se atranca. No termina
de funcionar. Yo llamo y doy parte. Pero no estamos en una gran urbe donde
puedan venir en media hora a arreglar una avería. Hoy me dejé el pan y el
tomate en la entrada del edificio. Y he preferido dejarlos ahí antes que bajar
a buscarlos. Economía de esfuerzo se llama eso.
XV
Estábamos viendo la tele. Tratando de olvidarnos
del silbido del viento. De que no estamos bajo la tormenta, sino dentro de la
tormenta. En ésas, crash. Un apagón. Hemos ido a tientas a la cama. Será cosa
de poco. De unos minutos. De unas horas. De… Han pasado ya dos días y aquí la
luz eléctrica no ha vuelto.
XVI
Que no. Que no hicieron bien la instalación. Que
no estaba la acometida bien preparada. Y que se necesita una nueva para
alimentar al bloque. Primera consecuencia. Uffff, ufffff… Voy escalando a
tramos. Y paro para recuperar el aliento cada diez pisos. Tiempo en llegar a
casa, tres horas. Velas. Linternas. Y al abrir el grifo… horror, la bomba de
presión tampoco insufla el agua, sólo caen tres tristes gotas.
XVII
Espantada. La oficina de ventas está cerrada a cal
y canto. Todo el mundo ha desaparecido. Nadie, desde que falleciera el señor
Maconda sabe nada. Ni el alcalde que se pone de perfil. Ni los del banco que me
cobra la hipoteca. La indignación me sube a la cara por momentos. En el pueblo hay
gente que ya me señala como “el pringado que compró el ático”.
XVIII
Estoy absorto. Me llama Elisa. “Santos, me voy”.
No le pregunto a dónde. Se lo veo en la cara. Hemos hablado mucho del tema. “…cuando
quieras volver a poner los pies en el suelo, me avisas”. Va con una maleta. Con
lo justo. Cierra despacio. Me quedo dentro. Como un okupa. Resistiendo en mi
ático, mirando un horizonte que las nubes no me dejan ver.
XIX
Lo marca la supervivencia. He redirigido todos los
canalones para recoger en barreños, bombonas y bidones, hasta la última gota de
agua que quiera llover sobre las cubiertas. Con un plástico tendido al sol,
rezuma el escurrido del condensado de la humedad ambiental. Ésa es el agua que
bebo. Ésa es el agua con la que me lavo. Bajo cada mañana una bolsa con la
basura. Subo, cada tarde, una bolsa, con lo indispensable de mi compra. Miro a
mi alrededor. Grietas en las paredes. Apenas hace un año que acabaron este
ático. Y parece que estas paredes y yo tenemos ya un siglo.
XX
Y entonces, he escuchado un “crack” en mi otra
rodilla, con la que me valía. Ahora sí que la he hecho buena.
XXI
Raciono la comida que me queda. Unos chuscos de
pan. Y unos yogures pasteurizados de la marca Cañete. En algún momento, digo
yo, se darán cuenta de que no me ven por la calle y vendrán a buscarme. Alguien
me echará de menos. Aunque sea para que le pague alguna factura.
XXII
A lo mejor lo mío es la aerodinámica y lo acabo de
descubrir. Arranco las páginas en blanco de mi cuaderno. Escribo mensajes de
auxilio. “Venid a por mí. No puedo moverme. Santos. Puerta seiscientos noventa
y nueve del rascacielos vacío”. Luego, con cuidado, los doblo, se convierten en
aviones de papel y los lanzo. El viento se los lleva. Los arrastra. Los sigo
con la mirada hasta que ya no los veo. Para mí que vuelan tan bien, que después
de tantas horas, y de haber lanzado tantos, todos mis avioncitos deben de estar
aún planeando en el aire.
XXIII
He escuchado unas voces. Y unos golpes. Luego he
adivinado que han tirado la puerta abajo. Y que han irrumpido en el ático. Me
llaman a gritos. Que busquen, que busquen. Uno también se cansa de esperar. Y
habiendo descubierto una pradera de los sueños que me recuerda a la de antaño,
allá que me he subido, a leer mis libros a la sombra de esa encina. Ahora los
miro, entre entretenido y divertido. Sí. Que hubieran empezado antes. A estas
alturas, ya me da igual que me encuentren…. A estas alturas, ciento cincuenta y
pico pisos nada menos, yo los seguiré observando atentamente desde aquí arriba.
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