I
Manu está contento. Antes de pasar por la puerta
de embarque ha llamado de nuevo a Desiderio pero se ha encontrado con el móvil
apagado o fuera de cobertura. Era el segundo intento. Bueno, será lo primero
que le dirá cuando se encuentren en la terminal nueva del aeropuerto de
Mardebé. En cuanto lo vea, él bajará sus humos, replegará su orgullo y le
pedirá disculpas. Después ya sí, le contará lo bien que le ha ido. Ahora la
cola se mueve. Apaga su móvil. Muestra la tarjeta y su documentación a la
azafata. Ésta, mecánicamente, pasa el código por el lector, verifica de un
vistazo la bolsa de mano, no sea que exceda las medidas, y le desea “buen vuelo”. Unos minutos después,
Manu ve su larga sombra proyectada a pie de pista, en medio de una fila
desordenada. Está a punto de subirse a la escalerilla delantera del avión. Un
hilillo de sudor le resbala por el cuello. Es que no es un buen momento ahora
para acordarse de que desde siempre tuvo vértigo.
II
“¿Cómo que no vienes?”. A Manu se le desencajó la cara cuando entendió
que Desiderio no bromeaba. “Esto no era lo que habíamos hablado… ¡Serás cabrón!”.
Qué manera de dejarlo tirado como una colilla. Qué manera de tirar un negocio
por la alcantarilla. Qué manera de embarcarle, embaucarle, y después quedarse
en tierra.
III
“Les recordamos que la parte trasera del avión
también viaja a Mardebé”, informa la sobrecargo. Esto es un apáñatelas como
puedas. Es lo normal en esta compañía. Hay tapón en el pasillo. Taponan el paso
porque intentan crear un hueco que no hay en los estantes superiores. Ahí parece
que Manu vislumbra un asiento. Si no se lo pillan antes. Tendrá que ser
ventanilla. Bueno. Con no un no asomarse hacia abajo y con un cerrar los ojos, intentará
sobrellevarlo.
IV
Mientras esperaba ser recibido, en aquella sala
descomunal forrada en madera noble, Manu se repitió mil veces: “No son ogros. No
se comen a nadie. No son más que yo”. El corazón latía a mil por hora. “Desi,
ésta me la pagas”, murmuró entre dientes. La vejiga apretaba. Efectivamente, cuando
tuvo delante a aquel Responsable de Compras la primera impresión fue que estaba
delante de un ogro. Que se lo iba a comer con patatas. Y que él, a su lado, él
era pequeñito, como una cagarruta pinchada en un palo. Justo tal y como se
había mentalizado.
V
El avión parece deslizarse por un camino de tierra
lleno de baches, acompañado por el zumbido monocorde de los reactores. A eso lo
llaman turbulencias. Manu va encogido, tenso. Se atreve a asomarse. El cielo,
más cerca. La tarde declina. Pero el sol ahí sigue. El sol le hace chiribitas.
Se mueve. Extiende un haz hacia él, como si fuera una mano que pudiera tocar.
Le saluda. Le tranquiliza. Manu se frota los ojos. ¿Nadie más ve esto? Todo
sigue bajo una aparente calma. Manu entonces baja la cortinilla y se deja
llevar. Le invade entonces una gran
sensación de paz.
VI
Durante los dos primeros minutos no dejó de
tartamudear. Los dos siguientes, lanzó
largos “Mmmmmm” dubitativos. Hacía como que sí, que entendía a su interlocutor,
pero sin captar ni media palabra. Pero poco a poco fue entrando en materia,
tomando la palabra, explicando sus argumentos. Y así pasaron dos horas como un
suspiro. Cuando se levantó de la mesa, aquel señor que ya no le parecía un ogro
para nada le estrechó la mano. “Es un placer llegar a acuerdos con ustedes”.
Manu enrojeció de repente. Su primer
pensamiento fue: “Desiderio se ha salido con la suya: sabía que yo era capaz de
hacerlo bien”.
VII
Aún con la cortinilla bajada, la luz se cuela por
la rendija. Como si lo buscara, sube hasta su mejilla. Templada. Manu siente un
cosquilleo. Levanta la clapeta. Ahí sigue. El sol. Sonriéndole por encima de
las nubes. Dorando el agua. Él siente la ingravidez. Quién dijo vértigo. Flota.
“Ánimo, Manu, vas a triunfar”. Se gira bruscamente. Los de detrás, o dormitan,
o tienen los auriculares a todo volumen. Uf, serán figuraciones suyas. Fuera,
el sol sigue acariciando su hombro. Y el cielo queda mucho más cerca.
VIII
Bah. Aunque ha apretado los ojos fuertemente, el
aterrizaje ha sido una simple sacudida de nada seguido de un frenazo
prolongado. Ahora ya pisa tierra firme. Tampoco le han perdido la maleta, que
es otro de los tópicos que más temía. Sale fuera. Estira el cuello. En medio de
varios reencuentros, no ve a Desiderio. Tal vez aguarde más allá, últimamente
es de los que llegan tarde a los sitios. Anda unos pasos hacia la parada de
taxis. Entonces Manu se acuerda de su móvil. Lo enciende. Escribe la
contraseña. El terminal busca la cobertura. Entran varios mensajes y llamadas
perdidas al tiempo que le sacude un escalofrío. Dentro de unos segundos los
leerá. Tragará saliva y entenderá lo que allá arriba, radiante de ternura, el
sol había querido anunciarle.
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