I
Antes no era como ahora,
Luna. La fachada sigue siendo la misma. Pero por dentro lo reformaron todo. Y de
aquel mostrador de mármol verde y de aquellas puertas de madera labrada que había
la primera vez que yo entré, de aquello no quedó nada de nada.
II
Me acuerdo que, cuando
me presenté a la plaza, me midieron y me remidieron bien. El director y el
interventor dudaron mucho, mucho. “Uno cincuenta y uno. Se pasa un centímetro”.
“Oye, ¿y por un centímetro lo vamos a dejar pasar, cuando el chico es un rayo
sumando y restando?”. Me pidieron que me sentara en una sillita bajita, de esas
que tienen el fondo de cuerda de esparto. Mientras, iban y venían sin hacerme
caso. Yo pensaba que se habían olvidado de mí. Y cuando ya había pasado un
rato, pero un buen rato, se acercaron los dos y me preguntaron: “¿Qué? ¿Cómo
estás?”. “Bien”, les dije. Se miraron el uno al otro y me dijeron casi a la
vez: “Vamos a firmar el contrato”. Luego supe que por mi respuesta me habían
admitido. Esto, Luna, hoy, hubiera sido imposible. Pero, ya te digo, antes no
era como ahora.
III
Aquello era un cajón. Grande.
De madera oscura. Por la parte de delante, había un teclado sencillo. En la
cara superior, los números, del cero al nueve. Abajo, botones con cada una de
las funciones que el cliente podía escoger: Consultar saldo. Consultar últimos
movimientos. Ingresar dinero. Retirar dinero. Apretaban el pulsador
correspondiente. Y por la parte de detrás, allí estaba yo, fuera de la vista
del cliente, esperando ver qué bombillita se encendía. Acurrucadito en aquella
sillita de esparto donde me hicieron sentar la primera vez y sin apenas espacio
para moverme. Por eso buscaban a alguien chiquitín para ese trabajo. Y como
luego aún crecí un poco más, no había día que no saliera con uno o dos
coscorrones. A mi izquierda, un fichero con ruedas. Lo primero, sacar la ficha
correspondiente. A mi derecha, un montón de cartas plastificadas que el Banco
había hecho imprimir en la casa Heraclio: Un momento, por favor, su operación
se está tramitando. Cajero temporalmente fuera de servicio, disculpe las
molestias. Gracias por su visita. Según fuera el caso, las iba poniendo, y
quien fuera, ya las veía a través de un cristalito. En esto, tenía que ser muy
rápido. Pocos segundos para encontrar la ficha. Ver el dinero que tenía
ingresado. Apuntar el que se llevaba. Contarlo en la caja. NO EQUIVOCARME EN UN
SOLO CÉNTIMO. Ponerlo en un cajoncito deslizante. Tirar hacia el otro lado. Ver
cómo el cliente lo contaba de forma desconfiada. Y cómo se lo guardaba en la
cartera. A veces hubiera querido
preguntar para confirmar alguna operación dudosa: “¿Ha dicho que quiere
sacar doscientas pesetas, señor Valle?”. Pero eso me estaba absoluta y
terminantemente prohibido. Ya sabes, Luna, que los cajeros no hablan.
IV
Al principio, las noches
se hacían muy, muy largas. Y eso que escuchaba la radio. O leía algún libro. Hambre
no pasaba, no. Tu abuela me preparaba un bocadillo con una barra de a cuarto.
Y, a las dos en punto, si podía y me dejaban, yo me lo arreaba. Sin salirme del
cubículo. Luego recogía las migas que me habían caído al suelo, y a continuar,
a seguir esperando a quien quisiera venir. Una vez me puso atún con olivas. Ella
sabía que a mí me encantaba. Aquello me sabía a gloria, pero chorreaba aceite.
Qué casualidad: vinieron tres a sacar dinero, uno detrás de otro cuando estaba
con la boca llena. Los atendí rápido y bien. A los tres. Pero, al día
siguiente, vi que me habían abierto un expediente. El único que he tenido en
más de cuarenta años. Sí, estuvieron en un tris de despedirme. “Por qué, qué he
hecho yo”, le preguntaba a mi jefe. Él me enseñó tres fichas pringadas,
churretosas. No hice más preguntas. Desde entonces, por las noches, ya no he
vuelto a comer atún, Luna. Digo que me
sienta mal. Como un tiro.
V
Casi todas las noches, a
la misma hora, se acercaba el señor Corrales. Un hombre espeso que siempre
vestía igual, hiciera frío o calor. Llevaba una chaqueta desgastada sin botones
y con los bolsillos descosidos. Vieja, vieja. Ponía el número de su cuenta. Y apretaba
el mismo botón. Consultar saldo. Según lo veía entrar por la puerta, yo ya
tenía buscada su ficha. Una cuenta con muchos ceros. Un montón, Luna. Yo se lo anotaba. Él acercaba el justificante
a sus ojos. Lo miraba y lo remiraba. Después salía sin sacar un solo duro. A mí
me daba pena. Porque con toda la fortuna que amasaba, vivía el hombre sumido en
la indigencia.
VI
Claro que acabas
conociendo a muchas personas, aunque ellas no te vean a ti, Luna. El señor Díaz
apretó el botón. Quería retirar trescientas. Inmediatamente, mostré la carta, “un
momento, por favor, su operación se está procesando”. Hm, hm. El saldo no le
llegaba ni a doscientas. Le vi tragar saliva. Le vi doblar aquellas recetas
médicas. Le oí dar golpecitos con la suela del zapato. Cogí un papel, un
bolígrafo y escribí: “señor Díaz… ¿cuándo podrá devolver lo que le falta hasta
las trescientas?”. Extrañeza, sorpresa, angustia, nervio, todo en uno. “La
semana que viene”, afirmó con la voz entrecortada. Metido en mi cajita
repartidora de dinero las cosas se ven de otra manera. Sí, le extendí el
dinero. Entre tú y yo, lo puse de mi cuenta. Cuando lo vio salir por el
cajetín, lanzó un suspiro. Fue una de las semanas más largas de mi vida. Pero
el Señor Díaz, volvió, volvió y devolvió lo adelantado… Había trato humano. Por
mucho que hoy a todos se les llene la boca y alardeen de que hablan “de persona
a persona”, no es verdad, Luna. Antes, esto no era como ahora.
VI
¿Me preguntas si alguna
vez lo he pasado mal? Sí. Pero, mal, mal, mal. Por como venía el tío ése, ya
intuía yo que no traía buenas intenciones. Dio un mamporro seco a la placa y
gritó: “O ME DAS LAS PASTA O TE ROMPO EL KIOSKO”. Para poner a salvo el dinero,
cerré la caja fuerte, con combinación y todo. Después, me quedé quieto. Sin
respirar. Y aquel la emprendió a golpes, a patadas. Hasta que se hizo daño.
Luego sacó un mechero. Lo encendió. El barniz y la resina de la madera
prendieron pronto. Al notar el calor, salí de mi agujero, hacia detrás,
tosiendo. Se había formado una humareda. Me hubiera ahogado. El maleante se fue
por piernas. A mí me temblaban las mías. Dejó el cajero inservible. Pero no se
llevó un duro. Me dieron un premio por eso. Hoy, cuando lo pienso, me digo que
no lo repetiría. Unos pocos billetes son unos pocos billetes. Y una vida rota
no se paga con eso, por muchos que pongan, uno encima de otro.
VIII
Mmmm… Antes no era como ahora. Cada vez hay que
salir más lejos para poder encontrar flores en los márgenes del camino. Qué te
pasa, Luna. Por qué vienes y me alborotas los cuatro pelos que me quedan encima
de la cabeza. ¿Por qué pones esa carita de descreída? ¿Es que piensas que me
invento lo que te cuento? ¿Qué era entonces lo que imaginabas cuando tu padre te
dijo que el abuelo trabajaba en un cajero automático?
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