domingo, 8 de julio de 2012

Tus ojos hablan por ti




I
He salido a pasear a ver si me despejo, pero no. Cada vez estoy más embotado. Está peor que mal la cosa. Sólo hay que fijarse un poco en la cara de amargados que llevan todos. Cada uno va a su bola. Esto es un sálvese quien pueda y a los demás que les den. Y así no puede ser. Así no vamos a ninguna parte. Lo que yo digo: estamos tan crispados que, de cualquier roce, salta una chispa; y de tan secos que estamos, la violencia, que es inflamable,  prende enseguida. Y luego ese incendio se aviva con los vientos del odio. Y ya no hay quien lo apague hasta que todo se ha quemado. Jo, estoy seguro de que todo empieza con un poquito de amabilidad. Que costaría bien poco. Por ejemplo: Esa chica de ahí. Su cara me suena. Está mirando el mapa y por la expresión que pone, no se aclara. Seguramente no sabe dónde está, ni a dónde va. Y no hay nadie que se percate. Ni un alma caritativa que se ofrezca para ayudarle. Ostras, si es bien sencillo. Ejem. Allá voy. “Perdona, ¿te puedo ayudar? ¿buscabas algún sitio en concreto?”.  Bufff. Ella salta. Qué susto le he dado. Claro, no me esperaba. Sonrío con las manos abiertas, yo voy en son de paz. “Déjame ver, ¿dónde querías ir?”. Vaya, el mapa está escrito en oriental. Y ella no parece que hable mucho. “Veamos… ahora estamos… estamos aquí…y esta calle que cruza es ésta y tienes que tirar por esa otra”. ¡Bravo, Fito, qué bien te explicas!

II
Así tendría que ser siempre y entre todos. Pues que pase el siguiente. Que venga otro, que yo le tiro un cable si hace falta. Dentro de un orden razonable, se entiende. La tarde tiene que estar llena de gente que necesita pequeños favores. Oh, oh. Es esa chica otra vez. Si aparece por aquí es que no ha seguido mis indicaciones. Ésta se ha perdido, fijo. La llamo. “¡Eh, eh!”. Se gira. “…no te asustes, que soy yo… no tengo nada mejor que hacer… si quieres, yo mismo te hago de guía”. Me está poniendo un gesto que significa: “…no entiendo nada”. Y entonces, claro, me cuadra más. Hablaré más alto y más despacio. Y me ayudo para ello de las palmas de las manos. “YO, GUÍA. TE EN-SE-ÑO TO-DO ES-TO”. Anda, ven.

III
Hasta los recovecos por donde no transita nadie en Mardebé. Que no diga que no ha hecho un recorrido completo. No hay monumento que se precie al que no le hayamos dado tres vueltas. “¿TÚ TU-RIS-TA?”. La mudita me dice que “no” con las dos manos. “¿TÚ TRA-BA-JO?”. De nuevo un “no” gestual como respuesta. Por eliminación, sólo queda que sea estudiante. Yo la hago un poco más mayor, pero todo puede ser. “HAS VE-NI-DO A A-PREN-DER CAS-TE-LLA-NO”. Sonríe. Porque me entiende será. “SI QUIE-RES, YO TE EN-SE-ÑO”. No responde. Sólo me mira. “No te preocupes”, le digo de un tirón, “tus ojos hablan por ti”.

IV
Y yo a esta santa mujer cómo le explico lo que es una horchata. Si empiezo con que viene de  la chufa, me voy a meter en un jardín morrocotudo. Y lo de sorber con la pajita, pues tampoco ayuda mucho. Después de dos horas pateando la ciudad, llamando a cada cosa por su nombre, bien vale la pena sentarse en esta heladería y beberse algo fresco. Me extraña, eso sí, que ella no lleve un pedazo de cámara como toca. Nuestra conversación ahora es brillante, como no puede ser de otra manera. O hablo yo solo, por los codos, o nos limitamos a mirarnos con intensidad y escuchar el sonido ambiente que nos envuelve. Jugamos, sin haberlo pactado, a ver quién pestañea antes. Y me gana. Viene, ya está ahí, la camarera. Pido yo: “DOS LI-MO-NES GRA-NI-ZA-DOS, POR FA-VOR”. Así no hay lío.

V
Es tarde. Vaya, cómo ha volado el tiempo. Mudita ha señalado el reloj. Cae la luz del sol sobre nuestras sombras paralelas. “BUE-NO, ES-PE-RO QUE LO HA-YAS PA-SA-DO BIEN”. Ella sonríe. Esto sí lo ha pillado. Trago saliva. Me duele porque no habrá entendido cosas que le he dicho desde el corazón. Pero bueno, por otro lado me alegra porque seguramente tampoco habrá entendido cosas que le he dicho desde los pies, o sea, con muy mala pata. Del dispensador, estiro una servilleta. Escribo. “FI-TO”. Ése soy yo, me apunto con el pulgar. Y mi número de teléfono. “POR SI QUIE-RES, PO-DE-MOS RE-PE-TIR… DAR MÁS CLA-SES”. Aquí enfrento mis dedos índices paralelos y en horizontal, dando vueltas. “EN TRES TAR-DES, A-PREN-DES”. Tengo entendido que, para una guiri, que no habla ni jota de castellano, lo mejor es tener un novio nativo. Mmm…, no sé por qué pienso eso. Yo no soy un novio. Mientras, ella ha cogido otra servilleta. Y ha escrito. Con agilidad. Me la da. Leo. “RUTH”. Y un número de teléfono. Me lo guardo en la cartera. A la primera que pueda lo grabaré en mi móvil. Y será la prueba intangible de que la tarde de hoy ha existido.

VI
Pasan los días. Cada vez que el móvil ha sonado, mi corazón ha dado un vuelco, por si era Ruth. Yo estoy seguro de que me llamará, y escucharé su voz, y chapurreando tres palabras nos entenderemos: “Fito, más clases”. Mientras tanto, yo sigo con mi política activa, en plan Fito Amable. Espere, que ya le ayudo yo a bajar el escalón. Un momento, nene, que te ato el cordón del zapato. Siéntese usted, por favor. Hay quien lo agradece. Hay quien pasa, por supuesto. Pero llegará un día, más pronto que tarde, en que la amabilidad será altamente contagiosa. Y entonces la gente no entenderá cómo, en un tiempo pasado, pudo ser tan borde.

VII
No. Ya no estoy tan seguro de que me vaya a llamar. Lo mismo se ha ido. Cómo saberlo. Me atrevo. No me atrevo. Me atrevo. Marco los números. Da tono. Sí. Uno. Dos. Tres. Al cuarto contesta. Silencio al otro lado del móvil. Natural. Es ella. “¿MU-DI-TA?”, ¡Glup, menos mal que no me entiende!, “…SOY FI-TO”. No es cuestión de extenderme. Al tema. “MA-ÑA-NA, A LAS CIN-CO, EN EL MIS-MO SI-TIO”. Diez segundos más de silencio. Cuelga. Me pregunto si me habrá entendido. Espero que sí.

VIII
Pasan de las cinco y media. Estoy en el “mismo sitio”. Ahora pienso que no me entendió. Llamo a su móvil. Salta el buzón. A mi alrededor, pasa gente y más gente, con la misma cara agria de todos los días.

IX
 Al final me he decidido. A las seis y pico me he puesto a andar como si ella viniera a mi lado, por los lugares que me había propuesto mostrarle. Nos faltaban los espacios abiertos. Los extensos jardines de Mardebé. Me había aprendido para quedar bien incluso los nombres de algunos árboles. “A-CA-CIAS,  MI-MO-SAS…”.  Allá al fondo, donde el paseo de las Palmeras, distingo las casetas de la Feria del Libro. Queda un poco lejos, pero a falta de nada mejor que hacer, hacia allí encamino mis pasos.

X
No miro por mí. Busco algún libro sencillo, con letra grande, clara y palabras sencillas. Algo que Mudita pudiera leer sin excesiva complicación. Esto está bastante concurrido. Gente con bolsitas. Ociosos que miran mucho y no compran nada. Público variopinto. La gente se arremolina en torno a la caseta de la librería “Palabras”. Quién estará ahí firmando libros. Me puede la curiosidad. Me acerco. Me abro paso. Una fila de lectores enfervorizados se me tiran encima, “¡¡Eh, oiga, no tenga morro, a la cola!!”. Voy absorto. Delante de un gran cartel, una gran fotografía. Y entonces… ya decía yo que esa cara me sonaba.

XI
Es de noche. Llevo andando sin rumbo fijo unas cuantas horas. Vaya numerito he montado. La he llamado: “¡MU-DI-TA!”. Y al instante, ella, Ruth Amigo, la escritora del momento, ha dejado de firmar el ejemplar que tenía en la mano, y me ha mirado. Y la gente que había amontonada esperando el autógrafo, se ha vuelto en bloque hacia mí también. Quién es el tipo éste, habrán pensado. En un segundo, es como si la Feria del Libro se hubiera quedado quieta. En ese instante no daba tiempo a jugar a ver quién pestañeaba antes. En ella he interpretado una profunda tristeza. “TUS O-JOS HA-BLAN POR TI”, he dicho. Y ya me he dado la vuelta. El bullicio de la Feria, la música de la megafonía, todo ha vuelto a rodar. Me ha parecido escuchar un ahogado “Fitooo”, como si me llamara alguien. Pero, primero, no sé si era su voz porque casi no la conozco, y segundo, no sé si me llamaban de verdad. Yo, por si acaso, he seguido andando sin volver la cabeza.

XII
Sí, pasan los días. Supongo que me he recuperado algo del shock. Esta tarde, en una pequeña librería de barrio he comprado su libro. Y me he sentado en la misma heladería donde vine con ella. “HOR-CHA-TA, POR FA-VOR”. La camarera me ha mirado mal. Por qué habla este tío así. “Y U-NA PA-JI-TA”. Inmediatamente, me he enfrascado en la lectura. Escribe bien la condenada. Buuuf, cada vez que lo pienso: A una maestra del lenguaje pretendía yo darle clases. Resoplo. Sigo zambulléndome en el texto. No lo puedo dejar. Me interrumpen: “Disculpe, ¿para ir a la plaza de la Virgen?”. Me recorre un escalofrío. En el fondo esperaba que fuera ella, mi mudita. Pero no. Entonces, encendido por una chispa invisible, replico con fuerza: “¡Y a mí qué narices me pregunta… búsquese la vida!”. 

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