domingo, 29 de abril de 2012

El complejo Pablito Calvo



I
Ahí voy. Subiendo por la rampa del parking. Saliendo hacia la calle don Julián de Viena, la peatonal. Retraigo la manga del traje Astadi. Miro mi reloj “Delta”. Es un poco tarde. Aprieto el paso, firme y decidido, entre un montón de gente que viene y va. Sorteo los puestecitos “manta”, pegados uno tras otro. Sorteo las mesas de aluminio de las cafeterías. Salto por encima de papelotes, colillas y catalinas. Justo cuando estoy a punto de entrar en el portal del despacho, me encuentro con un tío sentado en el escaloncito afinando una guitarra. Un cantante callejero. Bah, otro más. Pero, según me acerco,  empieza a rasgar unas notas. Las cuerdas parece que lloran. Los acordes han ido directamente a clavarse en mi fibra sensible. Cómo toca el tío. Y luego canta, bajito, en un susurro, con la voz casi rota, como si fuera para él solo. “…y yo que hasta ayer sólo fui un holgazán… y hoy soy el guardián de sus sueños de amor…”. Me he quedado quieto. Aguantando la maleta que ya, ni me pesa. Los demás peatones siguen a su marcha. Insólito. Siento rabia de que no respeten la interpretación del artista. “… podéis destrozar todo aquello que veis, porque ella de un soplo lo vuelve a crear como si nada, como si nada, la quiero a morir…”. Termina. Un chasquido. Despierto de mi encantamiento. Buuuf. Qué de recuerdos. Siento escalofríos. Hasta una lagrimita tengo que secarme con el dedo. Busco la cartera. Billete de veinte euros. Nuevo de cajero. Lo pongo dentro de su caja de latón roja vacía de bombones. Los ojos del cantante se desorbitan. Se lanza a recogerlos. Yo ya me meto en el patio. Junto a la puerta del despacho aguardan, ya un poco desesperados, una decena de clientes.
II
Más nublado o más despejado. Otra tarde. Miro mi reloj “Delta”. Voy justo de tiempo. En cuanto me ve el cantante, corta en seco lo que está interpretando, y se lanza en picado con el “…y yo que hasta ayer sólo fui un holgazán…”. Bien. Cómo la borda. Me detengo un poco, pero hoy no puedo escucharla entera. Diez euros van a la caja de latón roja sin bombones. Desde el pasillo del patio se ahoga ahora el “…ella borra las horas de cada reloj…”. Y yo saludo a tres clientes pidiéndoles cien disculpas por mi tardanza.
III
Más frío o más calor. Otro día. Miro el “Delta”, a ver qué hora es. Cada vez soy menos puntual. El cantante estira su cuello, frota sus dedos y entona que hasta ayer era un holgazán. Esbozo una sonrisa. Pero no me paro. Del bolsillo, un euro. Encesto. Tintinea en la caja de latón roja sin bombones. El cliente con el que me había citado sale a mi paso. “…me dibuja un paisaje y me lo hace vivir…”. Doy mis buenas tardes. Aún no he terminado de abrir el cerrojo de la puerta blindada y este señor ya me está hablando del asunto que le trae.
IV
Más en forma o más cascado. Otra jornada. No quiero mirar la corona del “Delta”, porque sé que hoy se han hecho las tantas. Ya distingo al guitarrista. Ustedes lo llamarán de otra manera. Pero para mí, es éste es un caso clarísimo de “Complejo Pablito Calvo”. Ah, que no se acuerdan de aquella película. La del ángel que pasó por Brooklyn…  Para alimentar a un pobre perro, el pequeño Pablito Calvo entraba en una carnicería, soplaba un solo de armónica y ponía la mano. En la primera interpretación, ay qué gracia de niño, deslumbraba. Magistral. Premio: Chuletón al canto. Pero según se iba repitiendo, siempre con el mismo sonsonete, el trozo de carne menguaba hasta quedar en nada... Yo aquí hago de carnicero, por supuesto. Hoy no he mirado siquiera al tío de la guitarra. No le he hecho aprecio. Forma una parte más del decorado de la calle Julián de Viena. Directo al patio. Y, vaya,  no ha llegado todavía el señor al que cité. Abro la puerta. “…conoce bien cada guerra, cada herida, cada sed…¨”. Cierro. Ya no escucho nada. Insonorización total. Termino yo entonces la estrofa con mi voz gangosilla: “…de la vida, y del amor también…”.
V
Más contento o más triste. Otra vez por aquí. Aunque ya no lleve en mi muñeca el “Delta”, hoy vengo muy puntual, conste. Caigo en que hace ya unas semanas que ya no está el cantante en la puerta. Fijo la vista, agudizo el oído por si estuviera unos metros más allá. ¿Estará bien? ¿Dónde se pondrá ahora? Entro. No espero hoy a nadie. Y el que tenía que venir ayer no tuvo la decencia de avisarme que no se presentaría. Paso mis tardes mirando el techo y escuchando el eco de las paredes. Maldigo a mis “colegas”, descarados competidores que copiaron mis innovadoras técnicas de trabajo y absorbieron a mis mejores clientes. Salgo antes de que el despacho termine cayendo sobre mí. Me encamino en dirección contraria. Voy un poco sonámbulo. Me zambullo entre la multitud. Voy buscando. Pero no termino de tener claro qué. A lo mejor busco nuevos clientes, en medio de tanta gente, que quieran contar con mi asesoramiento y gestión experta. O tal vez busco al cantante que hasta ayer era sólo un holgazán. Mmmmm… No, no es eso. Definitivamente sé que busco la carnicería, aquella carnicería, para sacar la armónica de mi bolsillo, soplar con toda mi alma, tocarles, “Ooh Susana no llores más por mí”, dejarles alucinados y salir de allí con el chuletón-chuletón de mi vida.  

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