domingo, 22 de abril de 2012

Nadie es nadie


I
Con el viento frío de cara y el polvo metido en los ojos, diría que me ha parecido verla. Lo juraría. Han sido sólo unos segundos. Se ha colado por aquella callecita.  Pero no. No puede ser. Y menos aquí. Figuraciones mías. Sí, sí, figuraciones pero ya no me he quitado la desazón de encima. He enderezado unos segundos mi magullada espalda y he seguido descargando sacos del primer camión. Patatas. Esta vez han tardado más y han venido menos. Habrá que empezar a racionar desde ya seguro.
II
El silencio es absoluto esta noche. Pero muy pocos dormirán en el pueblo en medio de esta falsa tranquilidad. Añado un tronco más al fuego de la chimenea. Y después me siento, mirando la lumbre. El capitán permanece absorto sentado en un pequeño catre de tijera. Crepita la leña. Sólo quedamos nosotros dos. Su respiración es agitada. “Higuera… ¿cuál es su parecer?”. He oído bien. Me está preguntando. A mí. Pienso la respuesta. La mido. Para no meterme en un berenjenal. Para que no piense que… “Con franqueza, mi capitán…”, le digo, “…quiero que todo este horror termine lo antes posible”. El capitán no mueve un músculo. Pasan dos interminables minutos. Se incorpora para retirarse. Es cuando me responde: “Con franqueza, Higuera: soy de la misma opinión”.
III
Otra vez.  Me lo ha hecho la vista. Ella. Ahora sí que sí. La sigo. Voy detrás. Por las empinadas cuestas. Qué rápido sube. Con qué soltura. Se debe haber dado cuenta. Me huye. Creerá que le quiero hacer daño. Aprieto el paso. Giro una bocacalle. Ploooom. Una puertecilla con gatera. No hay otra salida. Sólo ha podido meterse ahí dentro. Me detengo. Recupero el resuello. Suda mi frente. Y qué hago yo ahora. Resuelvo. Llamo. Espero. Nada. No escucho a nadie detrás. Miro a mi alrededor. Silencio. Nadie. Vuelvo a llamar. Empujo. Está cerrado. Pienso. Me retiro un metro. Mi vista me habrá hecho hoy una mala pasada. Miro a la fachada. Y me acerco de nuevo. Con la mejilla pegada al tablero, digo: “Usted no es Remedios la Sabia. Cuando incendiaron la escuela, ella estaba dentro, y dentro se quedó. Así que todo el mundo sabe en el pueblo que aquella maestra a quien llamaban Remedios la Sabia ya no existe”. Transcurren unos segundos más. Es cuando percibo que el cerrojo se descorre, y la puerta se entreabre.
IV
Ella me ha ofrecido una infusión. Achicoria. Imbebible. Pero al menos, algo caliente para el estómago. Del pasado no hemos hablado. Nos hemos contado, sí,  qué hacemos cada uno en este pueblo, en esta primera línea de fuego. Vivir deprisa. Es tiempo para levantarme y despedirme. “Un momento”, me pide. ¿Un momento? Ella entonces, cierra sus cansados ojos, y me dice: “…a ver si me acuerdo”. Acordarse de qué. Remedios recita:
“…Y dijo la voz del poeta / que él no se cansaba de andar / que no hay aquí finales / ni refugio a donde llegar / Por eso la gente se ríe de él / porque le ven hablando con el sol / decirle adiós al río que se va / y seguir adelante, en libertad…”.
Silencio. Sonríe. La señora que me inculcó el amor a los libros me ha dejado los pelos de punta. Yo esto lo tenía completamente olvidado y enterrado. Niego la mayor. Le respondo con dificultad: “Yo no soy ese Cristóbal. A ese Cristóbal, hace ya  tiempo que le perdí la pista”. No se arredra la Sabia. Me deja un recado: “Cuando lo vuelvas a encontrar, hazme un favor, dile que no lo deje, dile que siga escribiendo”.
V
Bajo aturdido hacia la casa de la intendencia. Invadido por la nostalgia. Ha oscurecido. Mil preguntas sin responder. Cómo pueden caber tantas estrellas en el cielo. De repente un estruendo. Ha explotado una granada. Esta vez muy cerca. El capitán me ve llegar, “¡Al suelo, Cristóbal!”. Y yo me tiro por acto reflejo. Y muerdo el polvo. Y aprieto los puños. Y pido que por favor, acabe de una puta vez esta horrible historia en la que nadie es nadie.

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