domingo, 8 de abril de 2012

Los papeles secretos del ermitaño



I
Ay, si nos pillan. Con mis manos hago un estribo. Marcelino se aúpa y se encarama a la tapia. Estamos en la parte de atrás de la casa del ermitaño. Luego da un salto seco. Ya está dentro. Y yo qué. “Eko: ¡Salta, miedica!”, me dice desde dentro. Bueno allá que voy. Carrerita. Clavo las uñas y la punta de los pies. ¡Uffff, arriba! Doy otro bote. Caigo en cuclillas. Miro alrededor. Uauuuu. Menudo patio. Los arbustos han invadido el espacio. “Chisssss...”. ¿Chisss? Quién nos va a oír aquí dentro. Nadie. “Ven, sígueme”. La puerta atrancada cede al primer empuje. Nos colamos dentro. No hay apenas luz. Enciende la linterna que lleva. Yo, pegadito, voy detrás. Crujen nuestros pies. Entramos en una habitación vacía. Brasas en el centro. Aquí han debido encender una hoguera algunos “okupas”. Con los nudillos Marcelino golpea la pared. Cloc, cloc. “¿Ves?”. Qué, qué tengo que ver. “¡…está hueco!”. Es entonces cuando me lo explica. Ahí, detrás de esta pared falsa, están escondidos sin duda los papeles secretos del fraile Dionisio. Otra vez uaaaauuu. Si le digo que no sé lo que son, lo mismo me canea. Pero tienen que ser el no va más. “Necesitamos ayuda de confianza… desde lo de Tutankamón no se habrá descubierto nada igual”. ¿Ayuda? A día de hoy no se ha levantado aún una pared que Marcelino no pueda derribar.

II
La paciencia no es una virtud que distinga a estos holgazanes. Acabamos de empezar y ya se han cansado. Esto me huele a abandono. “Ahí te quedas, Marcelino”, es de lo más suave que le han dicho. Se han sacudido las manos y han recogido cinceles, martillos. “Mi madre me pregunta que dónde me meto todas estas horas, que llego a casa perdido de tierra y cal”. La pared parece un queso. Agujeros por aquí, por allá, a ver por dónde era más fácil de taladrar. Pero en cada uno hemos acabado dando con hueso, digo con piedra. Tampoco podemos dar muy fuerte para no levantar ruidos sospechosos. Antes de embarcarnos en esta aventura, todos hemos jurado secreto de estado. “Estamos picando para nada”, se quejan. Marcelino no suelta prenda. Respira agitadamente, no sé si del cansancio o del sofoco. El polvo le cubre el pelo y la cara. Intenta no dejarse vencer por el desánimo. Cuando ya Paco, Perico y Manolo están enfilando la salida, les doy el alto. “¿…pero bueno, os vais a ir ahora, que estamos a punto de llegar al fin del final? ¿Renunciáis a vuestro pedacito de gloria por haber contribuido a restaurar la historia cuando encontremos los papelotes que están ahí dentro? ¿Así, por las buenas? ¿Y si resulta que no son papelotes, que son monedas de oro que os pueden arreglar la vida para vuestros restos?”. Dudan. Lo de las monedas atrae más que lo de los pergaminos. Menos mal. Dudan. “Venga, venga, a seguir dando martillazos, que ya estamos a un paso del triunfo”. Manolo es el primero en darse la vuelta. Y con toda la rabia del mundo, golpea de nuevo la piedra de la pared, que ni se inmuta. Al medio minuto, Perico y Paco van detrás. Y yo con ellos. Marcelino suspira aliviado. Clonc, clonc, clonc. “Cuidado con los dedos, que son para mojar pan”. Resuenan nuestros martillazos. Marcelino no se merece que lo dejemos tirado.

III
Subían dando voces por la escalera. Y aquí han entrado de golpe. Sin llamar. Hechos unos basiliscos. Marcelino estaba sentado junto a la mesa. Les ha sostenido la mirada. De repente, el silencio. Y acto seguido, el silencio roto: “Páganos lo que nos debes, ladrón”. “¡Nos has vuelto a engañar!”. Yo estaba calladito. De pie. Observando. Pero en el momento he visto que Wiso se abalanzaba y levantaba una mano, lo he blocado en seco. “¡Quietoooo…!”. No ha avanzado ni un milímetro más. He tenido que intervenir y tomar la palabra: “…desde luego, no pensaba yo que fuerais tan desagradecidos… ¿os ha fallado antes alguna vez Marcelino…?”. No. “…pues ahora tampoco, joder… las cosas están peor que mal, y él está haciendo lo posible para que podamos cobrar los atrasos…”. Gestos desesperados. Familias por mantener. “…todo se solucionará de la mejor manera… pronto”. Empujo suavemente a Wiso hacia la puerta. A los demás también. Cierro. Escucho que ahora bajan farfullando. Marcelino traga saliva. Se ha quedado mudo. Acierto a decir: “Vamos, Marcelino… de situaciones mucho peor que ésta hemos salido”.

IV
Son casi las tres. El bar tiene la persiana a medio bajar. Me agacho para entrar. Voy a preguntar dónde está. Pero no. Ya lo veo. Tiene los brazos y la cabeza apoyados en la barra. Lo tomo suavemente del brazo. Lo despierto suavemente. “Marcelino… Marcelino… te llevo a tu casa”. Los ojos se le cierran. No tiene fuerzas para hablar. “Qué se debe”, le pregunto a Velasco, el camarero. Saco la cartera. Pago. “Hale, Marcelino, arriba, hale hop”. Pesa como el plomo. Arrastra literalmente los pies. En la calle hace una rasca importante. Mientras viene un taxi, le subo el cuello de la chaqueta a Marcelino, no sea que, encima, me vaya a coger frío.

V
Esto sí que no me lo esperaba. El mismísimo Marcelino en mi casa. Me tiemblan las manos. “Perdona, lo tengo todo hecho un desastre”. Le invito a pasar. Hace una semana que yo no salgo. Apenas me puedo mover. Él no se deshace de su viejo abrigo. Me cuenta: “Eko, ¿…sabes que han derribado la casa del ermitaño?”. “¡No me digas! Ostras, pues con lo duras que eran aquellas paredes… les habrá costado un huevo”. “…el arquitecto municipal dice que no es reconstruible… que van a hacer otra exactamente igual”. “Aquello sí que fue una pena. No encontrar los puñeteros papelotes del ermitaño ése”. Entonces Marcelino carraspea, agacha la cabeza y me suelta: “…yo me inventé lo del fraile Dionisio”. Resoplo. Medito. Encajo. “Qué se le va a hacer”, respondo resignado, “…al cabo de tantos años, era una historia tan bonita, que merecía que fuera verdad”. Estamos un buen rato así. Él de pie. Yo sentado. Espero que no se me moleste, pero le voy a decir con toda la suavidad del mundo que se marche. No quiero que me vea y me recuerde así, con estos tembleques y tan perjudicado. Parece que me entiende. Esto suena a despedida de viejos que no van a volverse a ver. Me dice: “…Eko: qué gran vasallo habrías sido si hubieses tenido un gran señor”. Nudo en la garganta. No entiendo de qué va. “Poema mío Cid”, añade. Qué Cid ni qué puñetas. Se me escapa un abrazo entre lágrimas que no puedo retener. “Que sepas que sí he tenido un gran señor. Que se llama Marcelino. Y que a mí lo que me preocupa es quién va a cuidar de él a partir de ahora”.

1 comentario:

  1. Uf... Aunque no esté fuera de lugar, y totalmente malhumorada, ¡siempre consigues engancharme y emocinarme!
    Gracias.
    Y enhorabuena, eso es un don.
    L.Gemma (mamá de Sandra Singluten)

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