domingo, 12 de febrero de 2012

El detector de cualidades

I
Nadie lo diría. En el centro de aquel mar de dunas desiguales, peinadas continuamente por un viento ahora amable, nadie diría que la “civilización”, la primera línea de edificaciones, se asoma a unos pocos metros. Los seis del grupo corretean descalzos. Se hunden en la arena hasta la espinilla. Se dejan caer. Se tiran. Se rebozan como croquetas. Se mimetizan. Gritan. Sus voces se pierden en el cielo. Se sienten libres. Por un desnivel, “¡la voltereta, Jerónimo, la voltereta!”, ruedan uno detrás de otro. Unos con gracia, porque parece que van rodando desde que nacieron. Otros con ninguna, porque por mucho que intenten rodar, su volumetría y su coeficiente de fricción les frenan en seco. Da la sensación de que, tras el promontorio, aparecerá una auténtica caravana de nómadas. Tonto el último. “Eh, eh, esperadme. Que alguien me ayude…”, suplica Pascui. Todos se paran. Se esperan. “…que alguien me ayude a contar toda la arena que hay aquí…”. Baaahhhhhh. Siguen hacia arriba. ¿Y detrás? ¿Detrás que hay? Willy se tira sin mirar. Para eso es el más valiente. El más de todo. ¡¡Uaaaaaahhhhh!! Los demás se quedan clavados. El desnivel es demasiado pronunciado. Casi vertical. Gritan. ¡Willyyyyyyy! Vaya leche. Bajan en zigzag. Willy no se mueve. El corazón se les sale por la boca. A los otros cinco. A Jerónimo. A Eloísa. A Cati. A Martina. Y al lento de Pascui, que ni siquiera ha llegado arriba todavía. Buff, buff, buff. Willy, Willy, ¿estás bien? ¿te has hecho algo? La torta ha sido importante. Willy se mueve. Le duele… Comprueba. Ejercicio de autoconvencimiento: No ha sido nada. No ha sido nada. No ha sido nada. Se levanta. Está grogui. Se rehace. Se hace el duro. Calma a los amiguetes. “Estoy bien”. Se sacude la arena. El hombro, un poco. Es que se ha pegado contra algo contundente como una piedra… eh… qué es eso que está en el suelo. Es un artilugio. Algún caminante lo debió perder y el viento lo había semienterrado. Los demás llegan a su altura. “¿Estás bien?”. Blanco como una pared exclama: “Claro”. Para eso es más chulo que un ocho. “¿Qué tienes en la mano, Willy?”. Willy lo limpia con cuidado. “Bah, es un reproductor, tiene auriculares”, suelta Eloísa. “¡Déjame verlo!”, pide Jerónimo. Willy lo aparta. “¡Espera, lo he encontrado yo!”. Todos se arremolinan. “Yo sé lo que es esto”, anuncia Willy solemne. Qué, qué es. Se aclara la voz. “Un detector de cualidades”. “Ya está: como siempre, quedándose con nosotros”, protesta Pascui. Willy se lo guarda en el bolsillo del bermuda. Lentamente, y escoltado por el grupo, Willy inicia el regreso. Al primer paso, un dolor intensísimo en el tobillo le hace ver las estrellas. Y eso que el sol aún no ha terminado de esconderse.

II
“Un esguince sin importancia”, minimiza Willy. Pascui ha ido a verle a su casa en cuanto ha sabido que estaba perjudicado. No ha sido el primero en llegar. De escolta, ya estaba Jerónimo. Ambos jugaban a la videoconsola cuando ha entrado Pascui. No han interrumpido el juego por él. Y no parece que le hagan mucho caso. “Pues vaya faena, chico, con lo bien que nos lo estábamos pasando”. “A mal tiempo buena cara”, asegura Willy. Hay que ser grande hasta en las desgracias. Pascui les mira boquiabierto durante unos minutos. Gana Willy. De calle. Tiene el tobillo mal, no los dedos con el mando. Entonces, Pascui no puede reprimir la pregunta: “¿Y el trasto ése que te encontraste… al final qué era?”. Ahí sí. Botón de pausa. “Una flipada, tío, ¿a qué sí, Jerónimo?”. Willy sonríe. “Lo que yo decía: Un detector de cualidades”. “Pero qué es eso. De qué me hablas”. “Eso es lo último. Es un aparatito que detecta el saber que uno acumula. Como cuando pasas por el escáner del aeropuerto y pita si hay metales, igual”. “Venga ya”. “Que sí, que sí. Con estos aparatitos, se han acabado los exámenes en los colegios y en las universidades…”. ¿Quéeeeeeee? “…Lo citan a uno, venga usted tal día a tal hora, le pasan un detector como éste, y no hace falta que diga ni escriba nada. El detector ya incluso te pone la nota. Éste, se lo sabe todo a medias, un cinco pelón y va que chuta”. “¿Síiiiiii…….?”. “Inapelable”. Willy pide ayuda: “¡Jerónimo: Pascui no se lo cree!”. “Es verdad: tío. Esta mañana lo hemos probado con el padre de Willy y enseguida ha salido el mogollón que sabe de astronomía”. Pascui niega con la cabeza. Le están tomando el pelo. A él se la van a dar con queso. Insiste Willy: “…yo lo leí en internet. Que es lo próximo. Que cuando vaya uno a una entrevista de trabajo, antes de preguntarle nada, ya le pasarán un aparatito como éste. Y si el aparatito detecta que el aspirante sabe, pues entonces, contrato y a trabajar… Ahí no hay factor humano que se equivoque”. “Willy, pruébalo con él y a ver si se convence”. A la pata coja, Willy se aproxima al aparador. Ahí lo guarda. El detector. Se pone los auriculares. Señala a Pascui. Espera unos segundos. Se ríe otra vez. “…tío, te sabes bien los países del continente americano, pero flojeas en los de Asia”. Pascui enmudece entonces y prefiere despedirse, no sea que le sigan averiguando.

III
Fue por aquí por donde ruló Willy. O por allá. Las dunas se parecen. Pero no son iguales. Igual han cambiado. Pascui vuelve a encontrarse desorientado. Está metido en un laberinto de arena. Sin paredes. Sin puertas. Se deja caer en el suelo. Escarba. ¿Y si…? ¿Y si hubiera por ahí escondido un segundo detector? Bien pudiera ser. Las cosas es sabido que se pierden de dos en dos. Por lo menos eso es lo que le suele pasar a él. Qué difícil. Y qué suerte morrocotuda la de Willy. Ir a encontrarse él con ese tesoro. La seguridad de poder distinguir al que sabe del que no. Al bueno del que no lo es. Lleva ya un buen rato rastrillando cuando escucha desde lo lejos una voz que le llama. “¡Pascuiiiiii!”. Levanta la cabeza. Suda. Es Eloísa. Le ha pillado in fraganti. Baja hacia él. Ella planea sobre el desnivel. Se le acerca. “Qué estás haciendo”. “Nada”. ¿Nada? Con Eloísa no valen disimulos. Él le confiesa: “Quiero un detector de cualidades. Lo quiero”. Hablan. Minutos. Pascui agacha la cabeza, como avergonzado. Ella le levanta la barbilla. Lo toma del brazo, lo encamina suavemente. “Anda, vamos, se hace tarde y te estaban buscando”. Remontan la pendiente de arena. Y dejan sus huellas profundamente impresas sobre el lienzo inclinado de arena.

IV
Willy, apoyado en una muleta, titubea. “No sé si debo, no lo sé…”. Jerónimo, de testigo. Y Pascui le recuerda: “Tú me dijiste que por doscientos me lo vendías. Aquí están”. Ahí se los tiende. En una bolsa cargada de monedas de euro y de monedas de cincuenta céntimos. “Oye, ¿has roto la hucha?”, pregunta Jerónimo. Y a él qué si la ha roto. Y a él qué si después sus padres le meten una buena bronca. Ahí está el dinero. Un trato es un trato y una vez hecho nadie puede volverse atrás. Aún murmura Willy: “…me voy a arrepentir, sé que me voy a arrepentir… pero te di mi palabra y ahora me toca cumplir”. Recoge la bolsa de plástico. “Aquí tienes…”. Parece un viejo reproductor y unos auriculares. Parece. Pascui no puede reprimir un temblor al recibirlo. Ya está hecho. Santa Rita Rita. Se encasqueta los auriculares. Apunta hacia Willy primero y hacia Jerónimo después. Nada. No oye nada. “…igual le tienes que cambiar la pila”, le explica Willy con seriedad. Ah. Va a pilas. Pascui le desea “que te mejores del tobillo” y sale entonces hacia la calle. Una vez afuera, no llega a oír las risotadas de Willy y de Jerónimo. Qué pavo. Qué primo. Qué simple. Ay, que yo me parto la caja. No las oye porque se ha ajustado de nuevo los auriculares del artilugio y está escuchando una voz potente, que delante de un tipo que pasa con unos bermudas floreados, le dice: “… experto en medicina geriátrica. Tres idiomas: inglés, francés y alemán”. “Guau”, piensa Pascui con emoción, “viéndole así… nadie lo diría”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario