domingo, 9 de mayo de 2010

TOCAR EL TECHO CON LAS MANOS

LO QUE NO CUENTA SANTIAGUILLO

Por tratarse del primer día, el tutor me llevó con su coche. Antes de dejarme bajar, dio un nuevo repaso a las instrucciones. “¿Pero, me estás escuchando, Santiago?”. Qué pesado, era la enésima vez que repetía lo mismo. Moví la cabeza afirmativamente. “Pues entonces que tengas buen día”. Y allá que me adentré, por la entrada principal, hacia los pasillos que daban acceso al aulario. Todas sus recomendaciones martilleaban mi cerebro. Hablar poco, lo justo. Pensar muy bien en lo que tuviera que decir. Y cómo. Y a quién. Procurar no llamar la atención. Bueno, estaba claro, que eso no iba a ser posible del todo para una persona como yo, con el aspecto de un niño de primaria. Encontré el aula E1 con la puerta cerrada. Consulté el reloj. La primera clase debía estar ya muy avanzada. Contuve el aliento. Preparados, listos, ya. Abrí, sujeté bien la mochila, y fui para dentro.

Pasaron los primeros días entre la novedad y el tedio. Mientras que, seguro, todo el mundo sabía quién era yo, el bebito de primero, a mí me costaba todavía retener las caras y mucho más los nombres de mis nuevos compañeros. Sin embargo, en Elsa sí que me había fijado desde el primer minuto. En su mirada limpia. En su gesto expresivo. En su lenguaje rotundo. Y en que era tremendamente guapa, qué leches. Yo cumplía rigurosamente el guión preestablecido. Asistía a las clases. Trataba de aplicarme, aunque tendría que pedir apoyo al tutor, ya que mi nivel era muy inferior a las disciplinas que allí se estaban impartiendo. Y luego, tras unas horas larguíiiiisimas, hacia la una y media, volvía directo a casa sin entretenerme.

Esta monotonía se rompió en la tercera semana. Habíamos terminado, me parece que era Física, y yo regresaba abstraído, por un tramo en el que casi nunca pasaba nadie. De repente, me abordaron un par de macarras. Me estamparon como a un pelele contra la pared. Me apretaron las muñecas hasta hacerlas crujir, “¡no te muevas, niñato, o te rajamos!”. Me vi en lo peor. “¡Y no chilles!”. Pero fue sólo un segundo. Escuché un alarido en plan Hulk, unas zancadas descomunales, y allí estaba el más grandullón de todo el Campus. Mis asaltantes se volatilizaron. Se libraron de una buena por pelos. Qué oportuno el tío. Un poco más atrás venía Elsa, azorada. Ella recogió del suelo mis maltrechas gafas y mi mochila pisoteada. Me sentí tremendamente poca cosa por lo que podría haber pasado. Muy vulnerable. “¿Te han hecho daño esos cabrones?”. Qué casualidad y qué suerte que ellos aparecieran por allí. Me dijeron que querían consultar mis apuntes y a mí eso me sonó a excusa. Después, se empeñaron en acompañarme, porque me veían asustado. Pero yo fui más tozudo. Tampoco era plan que se enteraran de dónde vivía yo. Esto me hizo llegar tarde. Mi tutor, que ya esperaba impaciente, me preguntó como de costumbre “qué tal hoy, Santiago”. Y yo, también como siempre, le respondí, “normal, sin novedad”. Pero no era cierto. Tenía dos nuevos amigos. Elsa, y su gigante, Marcos.

LO QUE SIGUE SIN CONTAR SANTIAGUILLO

Así fue transcurriendo el curso. Fuera de la Facultad, solíamos salir Elsa, Marcos y yo en medio de carabina. Les daba mucho por ir a un pub donde la música no estaba mal y donde yo podía beber cerveza sin tener que enseñar el DNI. Marcos me rebautizó como Santiaguillo. Lo decía con gracia el tío y yo no me podía molestar por ello. Y con ese nombre me quedé. Qué remedio.

Lo cierto es que con ellos me encontraba muy cómodo. Me sentía uno más. Congeniábamos bien. A su lado, ganaba en confianza, perdía en temor. Era muy fácil contarles que soy hijo único y que mi bendita madre, cuando yo era pequeño, medio en serio, medio en broma exclamó: “¡qué guapo es mi chico, lástima que tenga que crecer!”. Sí, sí: menuda lástima, así de hechizado me quedé. Ellos reían la anécdota. Y casi la daban por cierta. Pero mi realidad es mucho menos verosímil y no la puedo revelar: me dibuja sin padre ni madre conocido. Porque me crearon en un laboratorio. Como suena. Soy pues un experimento de consecuencias incalculables. Y en mis células está la clave que algún día combatirá el envejecimiento. A la vista está que se pasaron cuatro pueblos, que no tengo escrito en mi ADN el camino del crecimiento, y que conservaré mientras viva este aspecto tan infantil. Y mi tema se complica porque la persona a la cual debo mi existencia ya no está entre nosotros. Y no dejó libro de instrucciones, por lo que sus discípulos aún siguen con los sesos devanados, desnortados y descolocados. Mientras me examinaban poro a poro, pelo a pelo, me asignaron un tutor, expertísimo en psicología. Y convivo con él hasta que no decidan otra cosa. Definitivamente, era mucho más fácil pensar en una madre que un buen día te abrazaba y exclamaba, “¡pero qué guapo es mi chico!”. A fuerza de imaginarlo, he llegado a creer, que sucedió así en algún tiempo lejano.

Pues bien, algo me sucedió con Elsa. Sería por el mucho tiempo compartido, en clase, en la biblioteca, en el césped. Por sus observaciones agudas y su risa contagiosa. Porque irradiaba alegría. Por su trato sincero. Porque nadie nunca me había tratado así. Porque contaba conmigo. Porque nada se le escapaba. Captaba lo que yo captaba sin necesidad palabras. Porque dejé que fuera mi asesora de imagen, “qué bien te sienta, Santiaguillo: cogemos una talla S para ti, y una XXL para Marcos”. Porque sus abrazos espontáneos me embobaban. Nunca le devolví ninguno. Sería por todo eso, cuando me quise dar cuenta, ya sólo pensaba en ella.

Mi estado de aturdimiento era muy evidente. No era de extrañar pues que una mañana de Mayo, mientras desayunaba, me abordara el tutor, visiblemente enojado. “Santiago, pon los pies en tierra. Piensa en todo lo bueno que tienes, que es mucho, y asume quién eres. Pero no quieras tocar el techo con las manos”. Miré hacia arriba. Ni saltando hubiera llegado tan alto. No me vinieron nada bien aquellas palabras, no. Ya cuando me iba, añadió: “Por cierto, ya tenemos destino para el próximo año: Roma. Nos iremos en Julio”. En vez de acribillarle a preguntas, ¿Roma? ¿Cómo que Roma? ¿Dónde exactamente? ¿Qué haremos allí? ¿Por cuánto tiempo?, en vez de todo eso, se me hizo de noche y me fui sin abrir la boca, cerrando la puerta tras de mí. Una de dos, o me encontraba muy cabreado o hacía bastante aire, el caso es que me salió un soberbio portazo.

Aquella tarde quise diez, veinte veces, faltar a mi palabra, enviarlo todo al traste, y contarle a Elsa quién era yo. Parecía el momento apropiado: Cinco minutos de biblioteca, dos horas tumbados en el césped, con Marcos alejado en busca de la cafeína, y con mi nuevo destino, Roma, ya fijado en el calendario. Pero entonces ella se adelantó para hablar de sí misma. Y de Marcos, el miope indeciso y afortunado. Lo quería. Aquí mis ilusiones aterrizaron de golpe. Ella seguramente esperaba mi aliento, y en cambio yo le reproché que me tratara como a un niño. Y me fui rebotado sin esperar ninguna reacción. Con mi actitud, mi retirada, y mi pataleta, por primera vez delante de ella me estaba comportando como un crío, que es lo que nunca he querido ser.

DE NUEVO, SANTIAGUILLO

Firmemente decidido, fui directo al despacho del tutor y entré sin llamar. Él comprendió que algo serio me pasaba. Le miré a los ojos y le exigí enérgicamente: “Quiero que hables con Marcos y con Elsa y les cuentes quién soy: YA”. Negó con las dos manos, tratando de aplacarme: “Sabes que ahora esto no puede ser…”. “¡Pero merecen una explicación!”, me quejé, “dentro de unos días, nos vamos, desaparezco… y no volveré a verlos…”. Qué injusto. El tutor se mordía los labios, “esto es lo que trataba de advertirte esta mañana”. Qué desesperado me sentía. Yo me revolví: “¿Pero es que podrán saber de mí algún día antes de que me olviden?”. Hubo una pausa valorativa. Respirando profundamente, contestó. “…igual pasan… treinta años”. Una cadena perpetua. Quise obtener su compromiso: “¿Lo prometes?”. “Prometido, Santiago”, concedió. Y ya me calmé un poco. Cuando salí, también hubo portazo. Pero esta vez fue por el aire. “Peor es nunca”, me dije tragándome mis limitaciones, “peor es nunca”.

1 comentario:

  1. Interesante e intrigante el relato (bueno... las dos partes del relato). ¿sabes? podría ser el guión de una peli.
    Muchas gracias.

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