I
Un mal sueño. Movido por un resorte, me incorporo
y me quedo sentado sobre la cama. Con la respiración agitada y la nariz medio
obstruida recupero la calma perdida. Fuera, la madrugada. Dentro, las cuatro
paredes de la habitación. De lo que fuere, estoy a salvo. Ella, ojos
entrecerrados, repara en mí. “Qué te
pasa…”. Piernas recogidas, brazos envolviéndolas, la tranquilizo: “…nada”. Me
inclino ahora sobre su mejilla. En la oscuridad, la beso. Le susurro: “…mañana,
tenemos que ir y dar las gracias a Giacomo el de la pizzería”. Ahí se
incorpora. “¿Qué dices? ¿Giacomo? ¿las gracias por qué?”. Le digo con
sentimiento. "…porque gracias a él nos conocimos tú y yo”. “Anda con lo
que me sales a estas horas…”. Me recuesto. “…bueno, vale, lo que quieras: mañana
iremos”, concede ella, “pero ahora duérmete otra vez…”. Se me dibuja una
sonrisa. Ahora sí. De nuevo me vence el sueño. Afortunado por estar a su lado,
esta vez, en lo que queda de noche, ese sueño será bueno.
II
Pizzería della Pilotta. Cae la tarde sobre el
toldo verde bajo el que se recogen apretadas las mesas cuadradas de madera cada
una con el detalle de su pequeño florero y su margarita en el centro. Nos
miramos con un: “ya estamos aquí, ahora
qué, te atreves o no”. Paso hacia dentro cuidando de no darme con la cabeza con
el marco de la puerta. Grandes fotografías en blanco y negro de Roma. Su Coliseo.
Su Boca della Verità. La cocina, con el horno eléctrico, está a la vista. Gorro
de bucanero en ristre, el ínclito Giacomo advierte nuestra presencia. Sonrisa
de oreja a oreja. “¡Cuánto bueno. Cuánto tiempo sin verte, Marco!”. Se limpia
la mano enharinada con un trapo de cocina y sale a recibirnos. “…¿os apetece
tomar algo? es pronto para la cena… ¿os reservo una mesita?”. Daniela y yo
cruzamos una mirada cómplice. “…no lo vas a entender… pero venimos a propósito
para darte las gracias… porque ella y yo… nos conocimos gracias a ti”. El
italiano abre los ojos con desmesura. “¡Destapo ahora mismo un lambrusco para
celebrarlo… pero, la verdad, yo no me acuerdo de haberos presentado”. Aclaro: “¿Tú
te acuerdas de aquel día que vine para pedirte una cuatro quesos para llevar… y
tú tenías aquí un desastre monumental porque había saltado el cuadro general,
no te funcionaban los hornos y se te acabó estropeando toda la masa para las
pizzas?”. Giacomo, se lleva las manos a la cabeza,”mamma mia, cómo olvidarme de
eso… ¡fue una catástrofe…!”. Yo prosigo: “…pues, de aquí me fui al Restaurante Kamakura
que hay en la calle de Felipe Sexto… y en la cola… ¡ahí estaba ella!”. Delante
de nuestras sonrisas, esperando la suya, Giacomo asimila lo que le estoy
contando. Rememora. Recuerda. Tiene que acordarse. Niega con el índice de su
mano. “Celebro un montón que os conociérais entonces, pero vais a tener que
subir arriba, al del segundo piso y darle las gracias a él… hubo un cortocircuito
en su casa… y cuando trató de rearmar los fusibles se cargó toda la instalación
y casi se prende fuego el edificio”. Abre la puertecita del restaurante. Se asoma
por detrás del toldo. “…su balcón está abierto…. ahora lo mismo lo pilláis”.
Daniela apunta: “a ti y a mí nos unió un cortocircuito entonces”. Interpreto: “…no
sé si a este hombre le gustará recordarlo… ¿subimos entonces?”. “…ya puestos…”.
“…pero antes, Giacomo, venga ese vinito”.
III
Estamos entre los escalones del primer y segundo
piso. Daniela piensa que, por hoy ya vale, por hoy ya hemos buceado bastante en
las casualidades que vinieron a unir nuestros caminos. “…está claro que, sin
ese chispazo, tú hubieras tenido tu pizza cuatro quesos, y no nos habríamos
cruzado nunca jamás en el japo… pero igual es un poco excesivo llamar a este
señor a su puerta y decir… mire, gracias por cortocircuitarse y por casi quemar
su casa…”. Me hago cargo. Alguien baja. Aparece. Es él. Le saludamos. Nos
hacemos a un lado. Qué corte. Ejem. Que sí. Que me arranco: “¡Oiga… sepa que le
estamos muy agradecidos!”. Tanto sopetón en mi frase le descoloca. “…usted
pensará… qué dicen estos dos… de qué van… pero yo se lo aclaro enseguida,
seguro que usted se acuerda de aquella vez, el año pasado, en que, bueno… sería
por una sobrecarga o por lo que fuera, el caso es que al saltar el automático
de su casa, y el de la finca entera, la pizzería de abajo se quedó sin poder
hornear, yo me quedé sin pizza y me tuve
que ir a un restaurante japonés, que no se si conoce, está a diez minutos de
aquí, y entonces, caprichos del azar, ahí fue donde felizmente me encontré con
ella…”. Pausa valorativa. Nos mira raro. Concluyo: “No, no estamos locos,
veníamos simplemente a darle las gracias”. Qué segundos más tensos. Dudo de si
me ha entendido. Resopla cual caballo relinchador que recupera su memoria. “…Mmmm…
si queréis dar las gracias al verdadero responsable de vuestro encuentro, me
parece que tendríais que hablar con el del tercero… lo que pasa es que no está…
yo también lo estoy buscando para decirle cuatro cositas… por lo visto, o le
reventó una tubería o se dejó un grifo abierto o las dos cosas… el caso es que se
le inundó el piso… resbaló el agua por la pared de mi casa… empapó la
instalación… y pasó lo que pasó…”. Concluye: “Me alegro de que os conociérais y espero os
vaya de lo más bien. Pero a mí no tenéis nada que agradecerme. A mí no”. Abriéndose
paso, prosigue su camino, escalera abajo. En dos palabras, nos ha dejado mudos
estupefactos.
IV
Ella me pregunta que por qué me he quedado tan
callado. Frente con frente, cerca los labios, sentados en el japonés, delante
de un buen plato de shushi. Con unos palillos entre los dedos que no sabré
manejar por más que me esfuerce. Le sonrío. Se lo diré algún día. Cachis. Que pensaba
que yo había dejado bien apretado aquel latiguillo tras instalar aquel
calentador de agua. Que llevaba su buen teflón en toda la rosca. Y que, aunque
aquel tipo tan raro me había asegurado que ya se pasaría por el taller a
pagarme, nunca después había venido. Bendito señor que confió en mí para que
hiciera esa instalación. Y bendito corazón mío, la que lió para que yo acabara
conociendo a mi queridísima Daniela.
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