I
“Pregúntame la hora, mami”. Mi madre me mira por el espejo retrovisor.
“¿Qué hora es, Eric?”. Yo enseño
orgulloso la muñeca y le digo: “¡Van a ser las cinco!”. Al instante, se levanta
las gafas de sol que, al tiempo funcionan también como diadema sujetapelos, se
frota los ojos y me grita: “¿De dónde has sacado ese reloj si se puede saber?”.
Claro que se puede saber. “…se lo he cambiado a Edmundo”. “¿Cambiado? ¿Qué has
cambiado, Eric, qué?”. “Le he dado una goma de borrar que era mía y yo me he
quedado con su reloj automático, antichoque y sumergible”. Qué frenazo ha dado
mi madre. Suerte de cinturón que llevo puesto en mi sillita. Casi me trago el
reposacabezas de delante. Ella pone los cuatro
intermitentes. Mira si viene alguien. Da la vuelta y salimos derrapando. “¿Dónde
vamos?”, le pregunto. “¿A ti qué te parece?”. No la entiendo. Yo pensaba que me
iba a dar palmaditas, “¡bien por mi chico!”, por lo listo que he sido en este cambio, y lo
que está pasando es que ella vuelve a toda pastilla para devolverle el reloj a
Edmundo. Protesto. Pero que conste: Edmundo se va a cabrear mucho porque la
goma le molaba un montón.
II
Esta vez ha sido por un palo de polo con premio.
Abro el cajón. Busco el fondo. Miro bien el reloj y su esfera negra. Escucho su
tictac, tictac. Me da pena porque por ahora no me lo podré poner casi. Lo
guardo ahí. Abren la puerta. Doy un salto. Con susto. “¿Qué hacías ahí, Eric?”.
Glup. Es mi abuela. A ella sí. A ella se lo puedo enseñar. “Por favor, por
favor, no digas nada, que me hacen
cambiarlo otra vez”. Le miro a los ojos.
Qué profundidad hay detrás. Cómo me conoce la madre de mi madre. Acaba con una
sonrisa acariciándome el pelo. “…vas a tener que manejar con mucho tacto y tino
esa facilidad que tú tienes para convencer a la gente de cualquier cosa”. Le
digo que sí, pero la verdad es que no entiendo muy bien lo que me está
diciendo.
III
Mi padre nos quería llevar hoy a la playa.
Pringarnos de arena hasta debajo del bañador, puaggg. Ponernos rojos como
gambas, uffff. Ya tenía el coche cargado con la sombrilla, la pala y el rastrillo.
(…) Se han encendido las farolas en la calle cuando entramos de nuevo en casa.
“¿De dónde venís?”, pregunta mi abuela, con el delantal puesto, la cena hecha y los cubiertos en la mesa.
“…del parque acuático”, le digo entusiasmado. Ella se guarda una pregunta para
mí. Al oído: “¿No íbais a la playa? ¿Qué tienes que ver tú con el cambio de
planes, Eric?”. Vaya… Con el índice, le
indico que chissss, que no me delate, pero que sí, un poco he influido yo en
esto.
IV
Han empezado ellos. A dar patadas a diestro y
siniestro sin que el árbitro pitara nada. Entonces, uno de los nuestros, harto,
se ha revuelto contra su capitán, que le pasaba un palmo, y le ha dado un rodillazo en todos los
huevecillos. Ufff, qué daño. Cómo se ha retorcido. La que se ha liado. Tangana.
Nos querían comer. Empujones. Golpes. Gritos. Insultos. Y esos tienen dos años
más que nosotros. Tenía que hacerlo. Quería demostrarme a mí mismo que mi
capacidad de persuasión va más allá de lo normal. Del banquillo, he saltado al
campo y me he ido cara a ellos. Me he jugado el tipo. De uno en uno:
“Tranquilo, tranquilo, ¿vale?”. Jopeta. Mano de santo. Cómo se apaciguaban. A los de nuestro equipo
también. “Haya paz, chicos, calma, calma”. Como si el agua ya no hirviera más,
por mucho fuego que la calentara, y no
se desbordara del cazo. Como si de repente, con mis palabras, les entrara la
razón, recapacitaran y se preguntaran: “¿qué narices estoy haciendo?”. El
corazón se me salía del sitio. Bueno, tampoco es que en ese momento empezaran a
darse besos y abrazos, pero… por lo menos se han quedado quietos. Todos, menos
uno, al que llamaban Pepelu el sordo, que me ha atizado en pleno ojo izquierdo.
Ahora, mi abuela me aplica una bolsa con hielo para rebajar la funerala. Otra
vez me pide prudencia. “…pero si yo, yo…”. Yo, yo, lo que me pregunto es hasta
dónde puedo llegar con esto. De momento, cuando estaba a punto de recibir la
bronca del siglo veintiuno, hasta a mi propia madre le acabo de decir: “mami,
calma, calma…”. Y ahí la tienes: viendo la tele tan ricamente.
V
El tiempo y la experiencia contribuyen a modular
mi don. Puedo escoger a qué dedicarme en el futuro. Puedo vender enciclopedias.
Puerta que me abran, palabra que me escuchen, enciclopedia que sé tengo
vendida. Como poder, puedo presentarme a unas elecciones. Formando un partido
político nuevo o formando parte de uno ya existente. Puedo ir cara a cara
pidiendo un voto para mí. Sé que, en cuanto lo pida, lo tengo. Ahora lo
entiendo. Sólo necesito tacto y tino para escoger. Razón tenía mi abuela.
VI
“¡GRRRRRRRR!. ¡Guau! GRRRRRR ¡Guau, guau!” Esa
situación es nueva para mí. Un giliperro me planta cara. Con el rabo tieso. Manteniendo
la distancia. Me enseña los dientecillos. ¿Servirá mi prodigioso don para
persuadir también a los canes? Allá voy. “Quieto, bonito, quieto, calma, chico,
calma”. Parece que sí, parece que funcio… ¡UAAAAAAAHHHHHH, la madre que lo
parió! ¡Señor, señor, por lo que más quiera, coja a su chucho, que me destroza
la pantorrillaaaaaaa!!!!!!
VII
No debí salir de casa sin chaqueta. Ni sin
bufanda. Ahora sufro las consecuencias. No soy capaz de articular ninguna
palabra. Afónico total. Mi modus vivendi acallado a la fuerza. El otorrino me
pide que abra la boca... Arrrrrrrg. Me da angustia cuando se asoma con el palo.
Lo tira a la papelera. “Anginas de caballo” es el diagnóstico. La prescripción
empieza con el reposo. Extiende su receta. Escribe garabatos. La enfermera me
espera fuera. “Son cincuenta”. Me viene un sobresalto. No había caído en que no
tengo voz para persuadirle siquiera que me haga una rebaja. Busco en la
chaqueta la cartera. Me rasco el bolsillo. Como si fuera un tenor mudo en el
Metropolitan, me doy cuenta de que hasta que no recupere el habla (y espero
hacerlo pronto) estoy en el paro más absoluto.
VIII
Esmeralda repite palabra por palabra lo que le
acabo de referir. Contiene su sorpresa. Me gusta tanto que, con ella, sólo me
vale una franqueza total. Estamos en una mesa en la calle, en el café Liberto. “Así
que, Eric… a tu anterior novia la persuadiste para que te quisiera”. “Hm”,
corroboro. “…la tenías como hipnotizada”. “Hm”, admito. “…y, cuando, me
conociste, la persuadiste de nuevo para que se marchara”. Sí: eso es así.
Añado: “…y se fue contenta como unas castañuelas”. No pestañea Esmeralda.
Asimila lo increíble de la situación. No termina de dar crédito. Estoy por
preguntarle si quiere una demostración, un
botón de muestra, si quiere que persuada al camarero de que estos cafés
nuestros corren por cuenta de la casa, lo cual hago últimamente bastante.
Subrayo: “…a ti, Esmeralda, no te puedo
decir lo que no es”. De repente, evita mirarme directamente a los ojos. Luego
pronuncia un enigmático: “Vaya”. Y antes de que pueda yo añadir una sola
palabra, ella se levanta y me enfunda una bolsa de supermercado en la cabeza.
Suerte: tienen agujeritos, de no ser así, me habría asfixiado seguro. Noto que
se levanta. Y que me sentencia: “Eric: no podría soportar no saber si te quiero
porque me embrujas o porque de verdad te quiero…”. Oigo sus pasos. Se marcha.
No me atrevo a quitarme la bolsa. Dentro de ella, estoy llorando y no me
gustaría que me vieran. Por la acera pasa un señor mayor que grita: “La gente
está mal: ya no sabe qué ponerse encima para llamar la atención”.
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