domingo, 8 de diciembre de 2013

Como en "Pedro y el lobo"

 
I
Inspiración. Se me escapa por la ventana. Empieza a preocuparme esta sequía musical. No llega esa melodía rotunda capaz de sacudir mis sentidos. Y si llega, no sé cómo escribirla. Ea, otra vez. Mmmmm. Ni la madrugada me ayuda. No es por la falta de concentración. No es porque vamos apuradillos de dinero. No es…. UAAAAAAHHH. Otra vez. Otra vez el peque llora. Mati me pide: “Brosi… ¿te levantas tú ahora?”. Voy, voy. UAAAAAAHHHHH. No tenía que haberle leído anoche el cuento de Pedro y el lobo. Mecagüen. Con lo impresionable que es el niño, estará teniendo pesadillas seguro. Salgo al pasillo. “Vaaa, ya vaaa”. “UUUAAAAAHHHH ¡El lobo, papi, el lobo!”, brama el nano. Ya, ya lo sabía yo. “No pasa nada, estamos aquí. No hay lobo”. Me siento en el borde de la cama. Le cojo la manita. “Ya está, ya está”. Brosito hipa. Para de llorar. “Aguaaaaa”. Se la doy. Vuelve la casa al silencio. Bostezo. Por dónde iba. Sí, por la inspiración. No, no es música lo que suena en mis oídos. Pierdo la cuenta de los minutos que estoy a la vera del peque. Ya parece que duerme. Me levanto con sigilo. Ni rozo el gres siquiera. Entreabro la puerta para salir. Gime: “El lobo, papi, el lobo”. Resoplo. Mecagüen. Hoy también se me hará aquí de día.
II
“¿De verdad de la buena que te encuentras bien?”. Se lo he preguntado diez veces. Las diez me ha dicho que sí, que sí y que sí. En la última ha añadido: “que sí, pesado”. Yo le toco la frente. Mmmm. No sé. Este chiquillo… Le ato de nuevo la bufanda, que ya se le caía. Y le tapo la boquita. Hale para dentro, que ya va a sonar la campana. Yo vuelvo hacia casa. Con las manos en los bolsillos. Al estudio. Frente al piano, por un lado, y a la partitura en blanco por el otro. Sin máquinas por medio. Ésta es la buena. En ésta tiene que salir. Uno, dos, un, dos, tres. Aún no flotan ni cinco notas musicales en el aire cuando suena el teléfono. “¿Señor Ambrosio? Brosito tiene fiebre y lo hemos llevado a la enfermería, ¿puede venir a recogerlo?”. “Voooy”. Cierro la tapa del piano cabreado. Mi música se va a otra parte. Mientras me enfundo con el abrigo, pienso: “me había dicho que estaba bien y no era verdad…. Vaya… casi como en Pedro y el lobo”.
III
Orgullo de padre. Le he dicho cien veces: “Ya sabes, Brosito, que en lo que yo te pueda ayudar…”. Que un hijo se dedique a lo que  haces tú y encima te supere es… lo máximo. Ahí lo tengo, con lo pequeño que es, en el Conservatorio. Con un gran porvenir por delante. Estudiando lo que yo no pude. Me encanta que me pregunten por él. Porque entonces me explayo. La verdad es que últimamente, no lo oigo ensayar mucho. Yo le pregunto: “Hey, ¿todo bien?”. Y él me responde: “Sí, papá, sí, todo bien”. “¿De verdad?”. Tanto insisto que se rebota: “Que sí, pesado, que todo bien”. Bien. Bravo. Mi pequeño tiene madera de músico.
IV
Pensaba que me llamaban para hablar de planes de estudio, de progreso. He acudido presto a la reunión. Cómo han cambiado las instalaciones de cuando yo venía por aquí a ahora. Uau. Atravieso salas de ensayo insonorizadas. Por el rabillo del ojo veo instrumentos relucientes. Así, así sí se puede. Mi amigo y otrora compañero Anselmo me invita a sentarme. Me ofrece café. “No, por la tarde, ya no tomo”. Noto que Brosito, a mi lado, está serio. Qué pasa. Anselmo empieza a hablar. Leo la comisura de sus labios. Mi semblante cambia por segundos. Me está diciendo, claro y raso, que Brosito no sirve. No sirve. No doy crédito. No me lo puedo creer. Me revuelvo: “¿Y tú por qué no me habías dicho nada?”. El niño agacha la vista. “Es que tenía miedo de que te enfadaras…”. “¡Santo hombre de Dios!”, salto llevándome las manos a la cabeza. La despedida de Anselmo es breve. Salgo con el paso acelerado. Creo que él me sigue detrás. Pues sí: estoy enfadado. Ni el aire fresco de la calle calma mi ira. Aprieto mis puños. Que nadie me pregunte ahora por mi chiquillo. Que nadie me pregunte. ¿Lo peor? Lo peor, lo que me ha sentado como una patada en los cataplines es que él me había dicho que iba todo bien y no era verdad.
V
Mati y yo lo hemos hablado a veces. “Esta chica le está sentando la cabeza”. Vicky por aquí, Vicky por allá. Menudo cambiazo ha dado. A mejor. No podemos estar más contentos. Ni él podría haber encontrado a mejor persona. “Ve haciéndote la idea”, le he dicho, “cualquier día nos dan la noticia”. “Todo tiene que llegar”. En ésas, Brosito entra. No sabe que hablamos de él. “¿Todo bien, hijo?”. “Síiii, todo bien”. Brosito sale a reacción. Mati me pide: “…tendrías que ir preparando algo para la celebración que tiene que venir”. Mmmm. Algo resuena en mi cabeza. Música, música, ¡música! Ella matiza: “…algo especial: no hagas experimentos, que te conozco”.
VI
Me ha parecido verla cruzar por el paso de cebra. La llamo a gritos: “¡Vickyyyyy, Vickyyyy!”.  Hace unas dos semanas que no la veíamos. Ella me espera. Paso al otro lado de la calle en dos zancadas. La saludo. La noto muy seria. Me suelta: “¿Es que Brosito no os lo ha dicho?”. ¿Decirnos? ¿Decirnos qué? La chica me suelta: “Lo hemos dejado”. Me quedo a cuadros. Será una discusión, será un calentón, será… Seguro que todo se arregla. Ella es rotunda: “...No, esto no tiene vuelta atrás”. Se despide con un “tengo prisa” y sigue su camino. Me deja quieto como una estatua. Hace cinco minutos, él nos había dicho a su madre y a mí que “todo bien”. Por qué. Por qué. Como en Pedro y el lobo… lo que más me duele, lo que más me joroba, es que la próxima vez, ya me puede decir lo que quiera, ya me puede decir el sursuncorda, que no lo tengo que creer.
VII
El ensayo general ha terminado tarde. Quedaban muchas cosas por pulir. Y cruzo los dedos para que mañana todos estén inspirados y en su sitio. Llego a casa reventado. Le pregunto a Mati: “¿Noticias de Brosito?”. Sí. Las hay. Ella me cuenta. Pedazo de multinacional la Chispey&Co. Está contentísimo. Le han puesto ya a la cabeza del departamento de marketing. Le pagan la casa. El coche. Le han duplicado el salario. Y le han hecho fijo. Lo malo es que para Navidad no tiene días para venirse. Mati añade: “ya era hora de que tuviera un poco de suerte”. Sonrío. Le enviaré una grabación del concierto. Mientras, voy poniéndome el pijama… voy rascándome la cabeza… voy… un momento. Pedro y el lobo. El corazón se me sale del sitio. Mati se asusta. ¿Te pasa algo? Voy hablando en voz alta: “¿Cabeza del departamento de Marketing? ¿No será la cola? ¿Le pagan la casa? ¿No será que no tiene ni para una pensión? ¿Coche? ¿No será que no tiene ni para un autobús? ¿Fijo?¿No será que está en la puta calle?  “¡Brosi… me asustas cuando te pones así!”. Enciendo el ordenador. “¡Vale, vale, date prisa sistema operativo, parece que vas en burra!”. Busco un vuelo barato. No lo hay. Busco simplemente un vuelo. Click. Lo reservo. “¡Brosi…! ¿Qué estás haciendo…?”. Suspirando profundamente, y con los nervios hechos una piltrafa, le digo: “Mati, Mati… parece mentira que no conozcas a tu hijo”.
VIII
Anselmo me ha dicho: “No te preocupes, Brosi, tú vete tranquilo, dejas la orquesta en buenas manos”. El concierto es hoy.  Pero lo más importante es lo más importante. Con las piernas encajonadas y un miedo que yo no conocía a las alturas he llegado hasta aquí. No he sido capaz de escuchar un solo minuto de música con los auriculares. Sí me ha venido una música potente a la cabeza. Con sentimiento. “Como en Pedro y el lobo”, la he titulado. ¡Papel, papel, que ésta melodía no se me escapa! Me he conformado con las bolsitas para los mareos. Ahí he escrito las notas. Luego, de la terminal al tren. Fuera ya está oscuro y debe hacer un frío pelón. Preguntando por señas, me he aclarado y he sabido encontrar el andén. Mi “Pedro y el lobo” acabará bien. Encontraré a Brosito, le daré un abrazo, y le diré: “vámonos a casa”. Uffff, qué nervios. Qué lento va este vagón. Qué poco falta ya para que lo encuentre.
IX
Lo mejor de todo ha sido el abrazo del reencuentro. Padre, hijo. Hijo, padre. Lo demás no quiero recordarlo. La secretaria tirando de mi brazo e impidiéndome el paso. Mi hijo levantándose de la mesa en su super-despacho, con su nombre en la puerta. “¿Tú qué haces aquí?”. Mi hijo conduciendo un coche en cuyo equipo de audio suena música de… ¡de su padre! Yo durmiendo sin pegar ojo en una casa rodeada de jardines. Mi hijo llevándome de vuelta al aeropuerto. Aquí estoy, en preferente, la azafata me ha preguntado si quiero otra napolitana, “no gracias, ya llevo tres”. Aquí estoy, con la mesa desplegada, dando los últimos retoques de lo que tiene que ser el embrión de mi nueva sinfonía. Suena bien en mi corazón. Suena… “Como en Pedro y el lobo”.

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