I
Cuadro de situación a las nueve de la mañana: Consulta 23 en el Centro de Salud de Mediavilla, la del Doctor Isidro Frúcula García. Sala de espera abarrotada. Salteado de toses secas. Y combinado de toses reproductivas. Rostros febriles. Ojos vidriosos. De repente, el estornudo total. Peligro por respirar. Virus esparcidos en busca de un nuevo espacio vital. Pañuelos arrugados frente a narices taponadas y enrojecidas. Resfriados salvajes. Chaquetones, bufandas y guantes recogidos sobre las rodillas de los que esperan sentados. Frío siberiano en la calle. Calor sofocante en la sala. Voces tomadas. Un cartel de: “Por favor, guarden silencio”. Ni caso del cartel. Trasiego de batas blancas que entran, dando dos golpecitos, toc, toc, y no esperan respuesta. Pacientes que esperan a ser llamados y permanecen atentos a cualquier leve movimiento de la puerta. Minutos eternos. Comparecencia de la enfermera, lista en mano. Asedio a la enfermera, tarjeta sanitaria en ristre, con la pregunta de: ¿Y a mí cuándo me toca?
II
Con este escenario, la puerta queda una vez más entreabierta y una mujer sale con recetas en una mano y en la otra, el bolso y el abrigo. Se queda quieta unos segundos. Escanea al personal que aguarda sentado su turno. De derecha a izquierda. Varios jubilados, unas cuantas señoras de edad indefinida, tres parejas jóvenes con su respectivo retoño en brazos, ajo, ajo, ruidito con el sonajero, que esperarán seguramente para la consulta de al lado, aún más reventada, y una chica de unos trece años muy concentrada en su maquinita de juegos. Una vez pasada la revista, esta mujer resopla, hace un gesto de “ay, madre, cómo se ha puesto el patio”. Y acto seguido reemprende la marcha con un leve: “hasta luego”. Algunos le responden con un desganado “adiós”. Tropieza, se da de morros en el camino con el siguiente en pasar, un tipo bajito que entra acelerado como si fuera a perder el tren, como si ya se le pasara el turno. Encontronazo sin consecuencias. Otra señora, recién llegada y en primera fila, la sigue con la mirada, ladea los ojos, luego el cuello, hasta que la pierde de vista. “Mayte, ...¿pero que tú no sabes quién es?”, pregunta a la vecina de asiento. Aquella cierra los ojos, tratando de que la memoria acuda a ella, “No, no caigo en este momento”. “… es Lourdes, la hija de Petra la Veleta…”. “¡No me digas! ¡No la he reconocido! ¡Qué distinta está…!”. “Y tan distinta… estará operada de casi todo…”. “Se habrá estirado seguro, pero no le luce… se la ve sin expresión y muy estropeada para la edad que debe de tener… La de tiempo que hace que no la veía… pero esa chica ya no vivía en Mediavilla, ¿verdad?…”. “Sí, se marchó hace por lo menos veinte años, pero ahora por lo que se ve ha vuelto…”. “Ah… “. Dos segundos de pausa para tomar carrerilla. “Espe, yo me acuerdo que a su madre la llamaban la Veleta porque siempre cambiaba de opinión”. “Y tanto: lo mismo te daba un abrazo, que pasaba por delante sin saludarte”. “Por eso tuvo tan tarde a su hija, cuando vino a decidirse por lo menos tendría ya los cuarenta largos…”. “A mí no me extraña que le pusieran Lourdes… su madre mayor y su padre un jubilado: eso es casi un milagro...”. “Yo creo que desde entonces a la Veleta se le fue un poco la cabeza…” “¿Sí? ¿tú crees?”. “…mujer; estoy segura: siempre era mi hija por aquí, mi hija por allá, mi hija hace esto, mi hija hace lo otro…”. “y todo el mundo menos ella se daba cuenta de que su hija era muy del montón, de lo más normalita…”. “Para mí que la niña se fue harta de aguantar a su madre: por eso se largó”. “O porque se fue detrás de alguien que no era del gusto de la Veleta“. “Espe, no seas mala. A la Veleta, a ratos el chico ése le caería bien y a ratos no, según diera el viento. Je, je”. “No sé quién me dijo que Lourdes también tuvo una niña. Andará por los catorce. Y del padre vete tú a saber“. “…la veleta, la abuela y la velita, la nieta”. “El caso es que ésta, con un buen enchufe en cualquier sitio y con lo que le quedó de su padre, habrá vivido a todo trapo…”. “Ya, pero ya sabes que quien no administra bien, acaba quedándose sin un duro…”. “Pues ya está clarísimo lo que le habrá pasado, que ahora viene a recoger lo que aún le queda a la madre… ”. Pausa. Más toses perdidas. Suspiros. Qué terribles son las esperas. “Jo, sí que tarda el tío éste. Le estará enseñando el carné de identidad”. “Cómo se nota que por aquí tienes que venir poco: este médico, don Isidro, es muy traaaaanquilo, siempre se ha tomado las visitas con calma… “. “Luego pides hora y te dan para quince días”. “Chist, que vuelve…”. “¿Vuelve? ¿Quién?”. “Pues quién va a ser, la hija de la Veleta… ”.
III
Regresa la mujer de antes, esta vez con el abrigo puesto, una bolsita de la farmacia con los medicamentos en una mano; y el bolso en la otra. “Hola, otra vez”. Justo cuando se abre de nuevo la puerta de la consulta. Aún sale ahora el bajito al que había precedido después de un montón de minutos. Y sale a escape mirando hacia detrás, “gracias, hasta luego, adiós, gracias”. PLOUMMM. De nuevo un choque desigual, esta vez con rebote incluido del señor menudo. “Perdone, perdone…”, se excusa atolondrado. Risas de los que abarrotan las sillas en la sala de espera. De los más bebitos también. La chica que jugaba a la maquinita alza la vista y se levanta. “Mami, ya he pasado otra pantalla”. “¡Genial…! Venga, ya tengo las medicinas de la abuela, nos tenemos que ir. “. Las señoras Mayte y Espe, glup, quedan como si hubieran puesto el dedo en un enchufe. Cuando pasa a su altura, la chica, la hija de Lourdes, la nieta de la Veleta, ni las mira ni les dirige la palabra, pero exclama: “Mami, te habías quedado muy cooooooooorta cuando me advertiste que las tías Macuto eran muy coooootillas”. Las dos Macuto se quedan con dos palmos de narices con la réplica en la boca. Madre e hija, se alejan hacia la calle, donde hace un frío que pela, pero que no pela tanto como las tías Macuto.
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