I
“No te lo tomes a mal, Samuel. El chiquillo no está acostumbrado a verte. Ya
verás que, en cuanto te coja un poquitín de confianza, no te lo vas a quitar de
encima”. Samuel se muerde los labios y frunce las cejas. Sí, sí, pero no. Está
claro que no aparece por casa, que se va cada Lunes cuando aún duerme el niño,
y que vuelve cada Viernes cuando ya lo han acostado. Todo eso tiene que ser
así. Pero es que es aparecer él, y el crío enchufar la alarma. ¡¡¡UAAAAAHHHH!!!
Los vecinos pensarán que lo están matando. Y Sammy ya va para tres años. Con esa edad, ya sabe bien lo que se hace. Samuel
se levanta de la silla malhumorado. Se arrima para dar un beso al pequeñajo en
la frente y la reacción es inmediata: “¡¡¡UAAAAAHHHH!!!”. “¡No, tranquilo, que no
te toco!”. Gina lo zarandea: “¡Vale ya, Sammy! ¿Por qué le tienes que gritar así
al papi?”. Qué le has dicho. Ahora sí que el nano se desgañita del todo. Mientras,
Samuel sale del comedor, mueve la cabeza de un lado a otro, es que es eso, que
este retaco no se porta así con nadie más, que si se cruza con alguien en la
calle, aunque lo acabe de conocer, le hace fiestas. Y a él, en cambio, le
suelta berrinches. Samuel va directo a mirarse en el espejo. Y aunque él se ve
como siempre, un poco más gordo y un poco más calvo, su hijo lo tiene que ver
como a un monstruo. Otra explicación ya no le cabe.
II
Se ha hecho la oscuridad en la habitación de Sammy. Se había aletargado,
pero ahora abre los ojitos. Y se incorpora de un salto. En cuanto se percata de
que se ha quedado solo, toma aire, que allá va el grito. Pero una milésima antes
de que eso suceda, una voz cálida le susurra: “¡Chisssss, Sammy! ¿Qué es lo que
te pasa, peque?”. Asustadito, gira el cuello. Mira. Mira más. No ve a nadie. “Soy
yooo, Sammyyyy, soy Pispaaaancho”. Ah, bueno, Pispancho. Qué tiene de raro que
Pispancho hable. En los dibujos de la tele hablan a todas horas. “¿No tienes
sueño?”. “Nooo”. “¿Quieres que cantemos una canción?”. ¿Una canción? Psss. “Bueno,
canta tú”. Sammy se chupa el pulgar. Manjar exquisito. Una, dos; un, dos, tres.
El niño robot le dijo a su abuelaaaaaaa…
*****
Pispancho es ese pedazo de monigote de león con chistera y sin brazos que
encontraron un día en la playa pringado de arena y algas. Estaba un poquito
roto. Y seguro que antes había tenido una vida mejor y un nombre de película más
conocido. Pero Sammy lo tuvo claro desde el principio. Éste es Pispancho.
¿Pispancho lo quieres llamar? Pues Pispancho. Lo enterró y lo desenterró
trescientas veces. Lo tiró al agua para que la corriente se lo llevara y resultaba
que siempre volvía, empujado y acelerado
por la cresta de las olas, boca arriba y con una sonrisa feliz. Pis-pancho.
Pis-pancho. A la hora de volverse, con arena en los labios, en las orejas, y
sobre todo en el culito del bañador, fue inútil intentar explicarle a Sammy que
el león se quedaba. Que algún nene bueno lo echaría de menos y lloraría por él
cuando, al darse cuenta de que se lo había olvidado, viniera a buscarlo y no lo
encontrara. Un tremendo “UUUUAAAAAAAHHHH, yo quiero Pispancho” alertó a los
socorristas. Gina miró a Samuel. A sus hombros de color rojito gamba. A su michelín
cervecero al aire. A la tumbona en una mano, y la nevera de hielo en la otra. A
la sombrilla plegada y sujeta entre antebrazo y costillas. A la bolsa con las
toallas colgada de un hombro. Al bolso con cubo, rastrillo y pala que ese día no
habían tocado, en el otro. “¿Te cabe algo más?”, le preguntó. Así es como el
muñeco Pispancho, con sus treinta centímetros largos, llegó a su posición
privilegiada en la habitación. De pie, junto al puf, exhibe para quien la
quiera mirar, su sonrisa bonachona.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy.
CATAPLOOOOOMMM. Suena un “ay, ay, ay, qué daño me he hecho… Coño, quién ha
puesto el radiador en medio”. Y tras entreabrirse la puerta, sale Samuel. La
luz del pasillo le ciega. Corre el sudor por su cuello y sus patillas. Hace
mucho calor detrás de esa cortina. Se aclara la garganta. Y da una última
mirada hacia la camita del niño. Míralo. Sueño reparador. Un bendito que no ha
roto nunca un plato.
III
Desde la calle, Samuel acaba de llamar a la oficina al director financiero.
Le indica: “Retrasamos la reunión media hora. Me ha surgido un imprevisto”. Luego
se vuelve sobre sus pasos. Ha visto un letrero, un local, “Academia de la
Dicción”. Duda. No duda. Finalmente, se ajusta la corbata, y entra para
informarse.
*****
En la habitación de Sammy se escucha guirigay. Y carcajadas abiertas. El nano
se suelta a hablar. “Uh, uh, uh, uh”, se oye decir al león manco. “Qué te pasa
en la voz hoy, Pispancho: la tienes un poquito rara”. Hm, Hm. “¿A mí? Nada de
nada, amiguito… es que lo mismo estoy acatarrado…”. Como loros. Hablan como
loros.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy.
CATAPLOOOOOMMM. Suena un “ay, ay, otras tú, quién coño ha puesto el radiador
arrimado en la pared”. Y tras entreabrirse la puerta, sale Samuel renqueante.
Esta vez, la garganta perfecta. Tuvo la precaución de guardar agua mineral
detrás de su escondite. Mira con los ojos medio cegados el reloj. Casi la una.
Cada vez aguanta más el renacuajo éste. Reflexiona. A los de la “Academia de la
Dicción” que les den. Ni una sesión más. A Sammy no le gusta esa voz tan
engolada. Ahora le dirige una última mirada. No le puede caber más ternura.
Duerme con la cabecita en dirección a Pispancho y a su sonrisa feliz.
IV
Gira la llave de casa. Las semanas vuelan. Este Viernes viene con migraña.
Tendrá que tomarse una pastilla luego. Se asoma a la habitación del niño.
Apenas reconoce al espigado Sammy, con ese pelo tan largo. Cumplirá ya… ¿doce?
No, trece el mes que viene. El chaval, que está haciendo deberes, no se levanta
para recibirlo y apenas lo mira. “¿Y tu madre?”, pregunta. “No sé, por ahí
estará, supongo”. No hay más saludos. No hay más nada. Hielo entre hijo y
padre. Samuel entorna la puerta y arrastrando los pies, sale hacia el pasillo.
*****
Gina le está enseñando el boceto. “Así quedará la habitación de Sammy”.
Samuel lo mira con interés. “Está chulo”, asiente. Lo más importante: esa cama
de dos metros. En la que tiene ahora, o se encoge como un ovillo, o saca las
piernas a la altura de las rodillas. Gina le pide: “Tendrás que hablar con él.
Le he dicho que Pispancho tiene que ir fuera. Y me ha salido con que de eso
nada… Yo por ahí no paso, Samuel. No pega para nada un muñecote roto y cutre en
una habitación como la que le va a quedar, y con la edad que tiene menos… En la
habitación nueva no quiero trastos”. Samuel respira hondo. Y sin decir nada, se
levanta en busca de ese paracetamol que le tiene que despejar un poco los
pinchazos de su cabeza.
*****
Tertulia en la habitación de Sammy. “Hoy me han puesto un examen sin avisar…”.
“No me digas…,¿y qué tal lo has hecho?”. “De pena. No me había mirado nada…”.
Minutos y minutos. Son, serán, casi las tres de la madrugada. No hay sueño. “Pispancho,
escucha…”. “Qué pasa”. “Oye, lo mismo te tengo que esconder una temporada… A mi
madre le ha entrado la manía de que, con la reforma de la habitación tú no
cabes, y si yo no te guardo ahora, cualquier día vengo del cole y no te
encuentro porque ella te ha tirado a la basura. Me la conozco”. Silencio.
Silencio grave. “Haz lo que haga falta, Sammy, lo que haga falta”.
*****
Desde hace unos minutos, silencio en la habitación de Sammy. Con la botella
vacía de agua en la mano y la vegija a punto de reventar, Samuel sale a escape,
corre que no llego. Esta vez, cuestión de práctica, no ha tropezado… todavía.
CATAPLUUUUUUMMM. La maleta, que había quedado en medio del pasillo. Gina enciende la luz desde el dormitorio. “¿Te
has hecho algo?”. Desde el frío suelo, estirado todo lo largo que es, él
responde: “No, no”. Luego le añadirá que a Pispancho que no lo toque. Pispancho
no se mueve.
V
Samuel va como un alma en pena. Vienen del aeropuerto. El pequeñín ha
cogido un vuelo rumbo a Tondon para iniciar sus estudios en la Universidad. Ya
estamos ahí. Hubo que pagar la penalización abusiva porque la maleta pesaba
diez kilos más de lo permitido. En medio de la cola para el embarque, todo eran
abrazos y efusiones. Entre los demás, claro. Sammy lo arregló con un escueto: “ya
os podéis ir”. Y Gina entonces le recordó por enésima vez: “Llama cuando
llegues”. Y así los dio por despedidos. Aún no habrá aterrizado el avión allá,
y ya pesa mucho su ausencia. Samuel entra en la habitación del chico. Con un nudo
en la garganta. Observa el que fuera su escondite detrás de la cortina durante
tantos años. Muy mejorado. Con el banquito, que las piernas pesan. Con las
botellitas de agua. Con la luz tenue de leds que apunta estratégicamente a Pispancho.
Juraría que no sonríe hoy tanto. Se sienta en la cama larga de Sammy. Se tumba.
Llevará como mucho cinco segundos mirando al techo, cuando escucha un nítido: “¡Chisssss,
Samuel! ¿Qué es lo que te pasa, grandullón?”.
Su corazón le da un vuelco. Gira el cuello bruscamente. “Soy yooo, Samuel,
soy Pispaaaancho”. Lo que viene a continuación es una risa floja. Una risa muy
floja y una larga tertulia en la habitación de Sammy.
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