domingo, 13 de febrero de 2011

El Banco del Tiempo (III)

LOS SIGUIENTES MESES EN EL CONGELADOR

SEXTO MES

Una helada mañana al levantarse, Diego sintió un ligero picor en la garganta. Durante el día, en el Instituto, aquello fue a más. No tragaba bien. Estaba claro: había cogido un castañazo. Lo sobrellevó al principio con un poco de ibuprofeno. No le remitía. Pero no iba a ir al médico por sólo eso. Por la noche, el tema fue a peor. Registró la caja de las medicinas de Inés para buscar un remedio a lo que se le venía encima. Sentía escalofríos. Debía tener fiebre. No pegó ojo. Pensó que se le pasaría al amanecer. Que igualmente iría al colegio, aunque fuera arrastrándose. Pero después amaneció y no se sintió mejor. Tendría que llamar para decir que no estaba bien. Cómo, cómo era posible que un tío tan sano y fuerte como él se sintiera de la noche a la mañana tan machacado. Se vestiría. Pediría un taxi. Iría al Hospital. Entraría por Urgencias. Le darían un antibiótico. Y volvería a casa. De todo lo anteriormente planificado, él cumplió hasta el punto tres. Cuando, a duras penas consiguió entrar, tambaleándose, los enfermeros lo recogieron al vuelo y lo metieron a todo correr hacia los boxes. Lo siguiente fue una nebulosa. Un dejarse llevar. Una larguísima guerra bacteriana en la que la consciencia no participaba. Sin noción del tiempo. Con sueños inconexos que le repetían, “tío, espabila, no te puedes quedar aquí: Inés te estará esperando y tienes que ir a recogerla”. Aquella autoadvertencia debió de ser el punto de inflexión. Lo siguiente, bastantes días después, fue abrir los ojos en una UCI. Y descubrir a sus angustiados padres al lado, enfundados en batas verdes esterilizadas. Y murmurar con una voz débil: “Joder, casi no lo cuento”.

SÉPTIMO MES

La recuperación de Diego fue muy lenta. Y muy dura. Tras el alta hospitalaria, lo trasladaron a casa de sus padres, que le atendían infatigablemente las veinticuatro horas. “Con la infección que cogiste, no estás tú para irte solo a casa de la señora ésa”. Tenía que comer sin hambre. Dormir sin sueño. Y esforzarse sin fuerzas. Por aquel entonces la frase más repetida llegó a ser: “No te preocupes por nada”. “Mejor que aquí, no vas a estar en ningún sitio”. Recibió alguna visita inesperada, por ejemplo, la de Raimundo, que le pedía mil disculpas por su comportamiento impresentable, le explicaba que “ahora estoy saliendo del bache” y le repetía mil veces que “siempre estaré en deuda contigo, pase lo que pase”. Qué insufrible. Además, varias llamadas perdidas. Una de Leticia, con “ce”. Diego dejó que aquella llamada perdida se perdiera para siempre. Sí, decididamente tuvo la sensación de que aquel mes estaba siendo el más largo de su vida. Y es que parece que, cuando la salud no acompaña, el tiempo se eterniza.

OCTAVO MES

Dio dos vueltas a la cerradura y empujó la puerta. Por fin regresaba a casa. Después de tantos días fuera. Respiró fatigadamente. Aún estaba muy débil. Penumbra. Fuerte olor a cerrado. Recogió las bolsas del supermercado, repletas de desnatados para cuando Inés volviera. Faltaba ya muy poco. Y ella tenía que encontrarlo todo tal como lo había dejado. Pasó al comedor y dio al interruptor de la luz. Cuando vio el panorama dejó escapar un “Jodeeeer”, que le salió del alma. Paredes desnudas. ¿Y los cuadros? Cajones por los suelos. Todo removido. Libros. Sillas tumbadas. Diego dejó caer las bolsas y se aprestó a entrar en el despacho de Inés, que tenía la puerta entreabierta. Madre mía, madre mía. Por allí había pasado un huracán. Los álbumes desparramados. La sonrisa en blanco y negro de Inés, arrugada por el piso. De entrada, echó a faltar un buen número de cosas. Sintió una impotencia tremenda delante de aquel saqueo. En las siguientes horas sólo dijo dos palabras: “Putos sobrinos”.

NOVENO MES

Cuando el ordenador entraba en modo salvapantallas, desfilaba de forma continua y aleatoria una sucesión de sus fotografías, con sus paisajes y sus retratos. Diego se acercó, movió el ratón y despertó la pantalla. Entró en internet para leer los periódicos digitales. Aquel Sábado la velocidad de descarga iba especialmente lenta. Vaya, por fin. Titulares… ESCÁNDALO. FRAUDE EN EL BANCO DEL TIEMPO. A Diego le entraron todos los males. Una imagen de la sede principal. Bajó a toda prisa con la ruedecita del ratón. Más titulares. MILES DE AFECTADOS POR LA ESTAFA DEL BANCO DEL TIEMPO(…). CONGELABAN A LOS CLIENTES, PERO NO AL TIEMPO (...) SANIDAD INTERVIENE EL BANCO DEL TIEMPO(...) Se le hizo de noche. Saltó de la silla. Buscó la chaqueta. Cerró de un trompazo y las paredes temblaron. Bajó de tres en tres. Cuidado, todavía estaba débil. Casi sin aire, subió al coche. Aceleró derrapando. Todos los semáforos se confabularon y se pusieron en rojo. ¡Vamos, vamos, vamos! Pero… ¿dónde coño tenía la cabeza él, que no se había enterado de nada? Puso la radio… “Conectamos con nuestra unidad móvil, junto a la puerta del Banco del Tiempo, Jacinto Lopera, cuál es la última hora…”. Mierda, mierda. Cruce de avenidas. Pasos subterráneos. Radares encendidos. Aparcamiento encima de la acera. Bajó corriendo. Centenares de personas se amontonaban en torno a la puerta principal del edificio. Un fuerte cordón policial los contenía contundentemente. Diego se abalanzó en la montonera para abrirse paso. Codazos. Gritos. Empujones. Pisotones. ¡Dejadme pasar! ¡Dejadme pasar, cabroneeeesss! A unos metros, el reportero, mirando a la cámara y micrófono en mano explicaba: “…ha saltado la sorpresa en torno al BANCO DEL TIEMPO. Recordemos que esta compañía era pionera en los programas mundiales de hibernación, y recibió el prestigioso Premio Iceberg. Hoy el Gobierno ha decidido intervenir porque para los clientes del Banco, mientras estaban hibernados, también pasaba el tiempo…”.

DÉCIMO MES

La praxis para la reanimación y recuperación de la temperatura corporal, según le explicaron a Diego, conllevaba riesgos con las tecnologías existentes, por lo que ésta había tenido que llevarse a cabo muy lentamente Una vez advertido de forma tremendista por un sesudo psicólogo, éste después le quitaba importancia, “porque todo está controlado y va a ir bien”. Pero él ya tenía el miedo metido dentro. “Venga conmigo, por favor”. El facultativo abrió la puerta de la habitación en el hospital. Diego lo siguió. Al fin. Al fin. Había esperado tanto ese momento… Se había repetido mil veces, calma, mucha calma. Le temblaban las piernas. Allí, en la cama, ella, Inés. Inmóvil. Prácticamente en los huesos, muy demacrada, y con una palidez extrema. El pelo largo, lacio, completamente gris. Destacaban sus enormes ojos. Y brillaron de alegría al verlo entrar. Y a él parece que una descarga le recorrió de parte a parte, dejándole la piel totalmente erizada. Inés apretó los labios para no llorar. Diez meses perdidos. Acertó a decirle a él: “Estás horrible, yogurín”. Largo, era muy largo de contar. Diego le cogió las dos manos con suavidad y le advirtió: “si crees que voy a dejarte hacer experimentos otra vez, vas lista…”. El médico, visto lo visto, se dio la vuelta, “…yo les dejo solos…”, e hizo mutis. Y desde fuera, desde la habitación de al lado, probablemente por culpa de un paciente sordo que tenía la tele muy alta, entró con nitidez la letra de aquella canción de los Beatles que decía, más o menos, “…cada uno cree que el amor nunca muere, mirando sus ojos y esperando estar siempre allí… estaré con ella aquí, allí, o en cualquier parte…”. (*).

(*)Here, there and everywhere.

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