domingo, 25 de noviembre de 2012

La luna y el sol




I
El tiempo se ha tirado encima. El turno ha sido caótico. Tuvimos avería y hubo que parar la producción. Yo quería haber esperado a Almudena en nuestra garita, con el café calentito, recién hecho. El primero de ella, el último para mí. Quería haberle contado, azúcar en el suyo, sacarina en el mío, que todo en orden, que se lo dejo todo a punto de caramelo. Querría haber apurado esos minutitos del cambio hablando de cualquier cosa, de lo que tenemos pendiente. En su lugar, ella me ha pillado zarrapastroso y empapado de sudor. Desquiciado. Sin todavía saber por qué la máquina no tira. Los de mi equipo se han replegado, “ya es la hora”, y los del suyo han entrado a saco. “Anda, vete, grandullón, que ya nos ocupamos nosotros”. Me ha dado un beso. Limpio. Fresco. He respirado la esencia de su perfume. Me quedaría. Pero ha sonado la sirena. Las siete. Me he ido hacia los vestuarios, a la fuerza, arastrando los pies, girándome a cada paso. Me ha tranquilizado el ver a Almudena, en su sitio, haciéndose perfectamente cargo de la situación. Ahora estoy en el parking. Subiéndome a este coche viejo que está al lado del nuevo que ella conduce. En el cielo, una luna pálida se esconde por el Oeste, y un sol potente busca ya su sitio, asomándose por el Este entre cuatro nubes.

II
Tal y como están las cosas, con el paro que hay, aún es como para dar gracias y no quejarse. Cuando se puso de baja el otro jefe de turno, Casquero, y vimos que el tema iba para largo, pensamos que promocionarían a alguien para cubrirle. Pero no, aquí nada nunca entra dentro de una lógica.  En su lugar, hicieron una restructuración fulminante y diez personas se fueron a la calle. Y con los que quedamos formaron dos equipos. Uno, a mi cargo. El otro, al de Almudena. Doce horas diarias. Se nos pidió un esfuerzo. Se nos dijo que sería una situación temporal. Desde entonces, llevamos así seis meses. Y casi todos los días aparecen pintadas nuevas en las paredes de la fábrica.

III
A veces soy la luna. A veces soy el sol. Según entre el turno a trabajar. Procuro adelantar faena, sobre todo si es engorrosa, para que Almudena no se encuentre ningún marrón cuando llegue. Compartimos el mismo espacio… esta mesa, este ordenador, estas máquinas, pero no compartimos el mismo tiempo. Compartimos, sí,  algo más. Soy quien ahora tiende la ropa de la lavadora que ella puso. Soy quien pisa y pasa donde ella ha pisado y pasado. Son para mí estas notas que me ha dejado encima de la mesita, recordándome lo obvio. Sí, cosas obvias, que seguro a mí se me olvidarían si no estuvieran sus oportunos recordatorios. También yo le contesto, agradeciéndole que esté en todo, para que ella vea que lo he hecho. Soy quien se acuesta en la misma cama en la que ella se ha levantado hace unas horas, y en la que ella volverá a dormir dentro de otras tantas. Como el sol con la luna. Como la luna con el sol. Uno se va cuando llega el otro.

IV
Efectivamente, estas vacaciones han saltado muchas chispas. Parece que se nos ha olvidado estar juntos. Que nuestro reloj no sincroniza. Cuando uno está eufórico, con ganas de salir a comerse el mundo, el otro está de bajón. Quedan, eso sí, nuestros veinte minutos de cada mañana y cada tarde. Como si fuera el cambio de turno, pero en casa. Con un café recién hecho delante. Con la emoción contenida. Y con un: “no sé estar contigo, pero sin ti tampoco”.

V
Esta mañana soy el sol. Soy quien entra en la garita fresquito y repeinado. Antes, en el parking, he abierto la puerta del coche nuevo y le he dejado una rosa roja en el salpicadero. Espero que le guste cuando,  en un rato, Almudena salga y  la vea.  “Qué tal la noche, chispi”. “Psé, psé”. Está muy cansada. Le doy un beso. El café está saliendo. Con la taza en la mano, vamos a empezar a repasar los temas. Es cuando se abre la puerta. Es Navas, el de Recursos Humanos. “Buenos días”. Café también para él. Cómo es que está ahí, a estas horas tempranas. “…quería hablar con los dos, y éste es un buen momento”. Eso me desasosiega un tanto. Y cuando cierra la puerta, todavía más. Este tío siempre ha sido muy directo. “Casquero vuelve”, anuncia. Bien, bravo, por fin se aliviará nuestra carga de trabajo. Al sorber, Navas se quema los labios. “No, no me habéis terminado de entender…”. ¿Ah, no? Estamos los tres de pie. Desde fuera, mi equipo de gente, que empieza a ocupar sus puestos nos mira a través de la cristalera con el rabillo del ojo. Y viendo a Navas con nosotros, barruntan que algo se cuece. “…en las circunstancias actuales, la empresa no tiene sitio para tres… “. A mí se me cae la taza al suelo. Le salpica el pantalón. “…siendo vosotros igualmente válidos, preferimos nos comuniquéis quién de los dos se va a quedar… la dirección aceptará vuestra decisión”. Nos quedamos mudos. De piedra. Antes de salir, Navas se asoma de nuevo y añade con una sonrisa forzada: “Miradlo por el lado bueno: pasaréis más tiempo juntos”.
VI
Nos derrumbamos. Fuera, los operarios esperan de brazos cruzados a que uno u otro salgamos. “Qué hijos de puta”, mascullo. Frente a frente, con la cabeza fría, no podemos decir que nos vamos los dos, en bloque, y que se jodan. No. Y yo no puedo dejar que Almudena renuncie a su brillante trayectoria profesional en esta compañía. Tampoco. Ninguno de los dos pestañea. Cuento uno, dos, tres. Y salgo en estampida. Es posible que ella me esté llamando, pero no la oigo. De frente, me encuentro con un recuperado Casquero, que entra ahora. Le dejo un saludo sin pararme. Sigo hacia delante. Hacia el parking. Creía que yo era el sol, pero no, ahora soy la luna. Y estoy desapareciendo. Antes, abro la puerta del coche nuevo para retirar la rosa roja del salpicadero. No sea que, cuando, dentro de doce horas más, ella se suba al volante, la encuentre marchita. 

domingo, 18 de noviembre de 2012

Esta vez, sí que sí




I
“¡Estás como una cabra, hermana! ¿Cómo se te ha ocurrido?”. No me he podido callar. Cuando me ha pedido que viniera, toda misteriosa ella, no me imaginaba ni por lo más remoto para qué era. He entrado en su casa, a saltos, como casi siempre, “pasa, pasa, Epi y no te asustes”, y allí, en medio del comedor, se alzaba una enorme caja de madera que medía un metro y pico. Con la etiqueta del transporte aéreo. “Adivina qué es…”. Ni idea. “¡El robot!”. Al pronto me he quedado en blanco. ¿El robot? ¿Qué robot? “¡Sí, chico, sí: el robot con el que estuvimos discutiendo en aquel centro comercial de Owekina!”. Me llevo las manos a la boca. Incrédulo. Yo pensaba que alguien, escondido en alguna cabina, teledirigía aquel cacharro humanoide y le ponía la voz. Y luego resultó que no, que se trataba de una máquina casi casi perfecta. Pero… ¿en serio? No me lo acabo de creer. ¿Cómo te has atrevido? Menudo capricho. Con la falta que le hace el dinero y va y se lo gasta en esto. Mis sobrinitos dan vueltas alrededor, “Yupi, nos ha traído un juguete la mami” y discuten sobre el nombre que le van a poner.  Gana Moko Sito. Estos nanos, para bautizar, no tienen parangón. Mientras,  mi cuñado pone esa cara de resignación que le caracteriza. Me acerco a la tapa y la levanto. Viene despiezado. “…para eso cuento contigo, ¿eh? Tú lo ensamblas”. Ojeo el manual de instrucciones. No, no parece complicado. Esto,  yo por la gorra. Pero le cojo de la mano e insisto: “Nerea, estás como una cabra”.

II
Voy a ratitos a casa de mi hermana. Cuando puedo. La verdad es que no me cunde mucho. Tiene componentes milimétricos, como si fuera un puzzle con diez mil piezas. Y yo tengo mis prioridades. Hoy, cuando he llegado,  la he encontrado muy seria, con el gesto torcido. “Qué te pasa”. Me ha dado la callada por respuesta. Le he dicho: “Esta tarde me tengo que ir antes, que he quedado”. Ahí sí, ahí ha sido cuando ha saltado con un: “eso es lo que me pasa, que no te tomas en serio esto, que han pasado dos meses largos y que prácticamente no he visto que hayas avanzado nada”. Los peques han aparecido entonces para saludar y nosotros hemos bajado nuestro tono de voz. En vez de contestarle, he cogido el teléfono y he marcado el número de Silvia. “Oye, no me esperes, que no voy a poder ir”.

III
Esto va tomando forma. Toca ahora ensamblar las extremidades. Entonces será, llegará el gran momento. El armatoste éste cobrará vida. “¡Nerea, ven, corre!”. Aparece el pack familiar completo, detrás de la puerta del cuarto trastero, que ha hecho las veces de cuartel general del montaje cibernético. Un oohhh muy grande. Ahí está, como si fuera un madelman gigante. Emoción contenida. Que sepa Nerea que yo cumplo. Me puede costar un poco más, un poco menos, pero aquí está el fruto de mi compromiso. “Bueno, venga, ¿estáis preparados?”. No puede haber más expectación. “¡Moko Sito, Moko Sito!”, jalean a coro. “Dale a este botón, por favor”. Click. Esperamos. Nada. Cómo que nada. “Dale otra vez”. Click, click. Sí, nada de nada. Un montón de click, click y otra vez click. Los niños ponen cara de desencanto. Y yo, yo me rasco la cabeza porque esto tendría que ir. Nerea se retira, tirando suavemente de su marido y de los críos. Sabe que a mí no me gusta que me miren mientras trabajo.

IV
He llevado el manual a mi casa otra vez. Para estudiarlo a fondo. He revisado de pe a pa todo el proceso. Por si me he equivocado en algo. Algo tiene que haber mal. Me extrañaría, pero… ¡Ya está! Tengo que seguir las instrucciones en el lenguaje original, owekinano. Seguramente ahí está la clave. Me apoyo con el traductor de internet. Repaso palabra por palabra, esquema por esquema. Absorto en ello, se me hacen las tres de la mañana. Tengo que irme a dormir ya si quiero rendir mañana. Me acuesto. Pero la cabeza sigue acelerada y no consigo pegar ojo. En mis pensamientos sólo sale el puto robot dándome palmaditas en el hombro. Y riéndose de mí.

V
Me faltaban tres conexiones. Tres. Ya podía yo intentar que este trasto se moviera, ya. Aprieto mis manos, que parecen las del cirujano de Frankenstein. Y saco todo los craaaaacks de mis nudillos. Me pongo con ello. Esta vez no les llamaré. Primero que el bicho me salude a mí cuando mueva sus ojos biónicos. Y luego, que se presente al personal. A la de una, a la de dos. A la de treeeees. Hale hop. Mmmmm. Nada. Nada. Nada. Me descorazono. Voy al comedor, cabizbajo, donde ahora cenan Nerea, mi cuñado y los chiquillos. En mi semblante comprenden que hoy tampoco hay fumata blanca. “Me voy. Vuelvo otro día”. Ella hace un gesto para acompañarme. No, no hace falta. Conozco el camino. Ya cierro yo la puerta al salir.

VI
La llamo desde el aeropuerto. “Me voy a Owekina”. He cogido una semana de vacaciones. Allí contactaré con los fabricantes. Directamente. Y estudiaré a fondo el mecanismo que lo mueve. Desde el auricular, ella me lee la cartilla. Me tira en cara que no se lo haya dicho. Y me pide que no vaya, que lo deje estar. Que lo he cogido demasiado fuerte. Que la culpa la tuvo ella por dejarse llevar por aquel capricho. Pero que ya se ha hecho el ánimo de que la timaron y de que ese robot nunca se moverá. “Nerea, te dejo ahora, que empezamos a embarcar”. “A la vuelta, arreglaremos cuentas. Y ya me dirás quién de los dos está más como una cabra”.  Me pongo en la fila. Miro la fecha en la tarjeta de embarque. Ayer se cumplió un año desde que Moko Sito llegó, pieza a pieza, metidito en una caja de madera.

VII
Desde el Aeropuerto, directo a casa de Nerea. Subo de dos en dos los escalones. Entro en tromba. Voy al cuarto trastero. Mokosito aguarda, como un fantasma, cubierto por una sábana para protegerse del polvo. A saco, entro en modo programación. Y al minuto, el robot empieza a parpadear. Parpadea. Se mueve. Biennn. Chispean mis ojos. Me quito el sudor con el antebrazo. Nerea me dice: “sabía que acabarías saliéndote con la tuya”. Menudo alegrón se van a llevar los pequeñajos cuando vengan del colegio. Ése es el camino. Ése.

VIII
Dónde está la cada vez más tenue línea que separa a los seres humanos de las máquinas. Dónde.

IX
Suena el móvil. Es Nerea. Algo pasa. “Oye, que Moko Sito se ha quedado quieto”. Se me acelera el pulso. “Voy enseguida”. Médico de guardia. Qué habrá pasado. Qué. Si ya había conseguido que se mantuviera en pie, que diera algunos pasos. Que parpadeara y moviera la cabeza. Qué habrá pasado, qué. Me abre mi hermana. Paso raudo. El robot está tumbado en el cuarto trastero, todo lo largo que es. Inerte. Lo examino. Sospecho. Escudriño a los nanos. Hmmm. Sospecho. “Eh, ¿qué habéis tocado?”. Nerea, da un paso y se interpone. Como una leona. “Pero oye, ¿tú qué insinúas?”. Me callo. Pero me lo huelo. Casi seguro. Estos enanos bordes le han dado un golpe al robot y lo han cortocircuitado.

X
Paseo por el parque. Piso las hojas que el Otoño ha dejado caer, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. El aire es frío, y sin embargo me quema. Cuántos años llevo ya con el tema Mokosito. ¿Quince ya? Cuánto esfuerzo. Cuántas veces he creído tener la solución y cuántas decepciones me he llevado. Cuántos fracasos. Cuánto orgullo por los suelos. Me río cuando le dije a Nerea: “te lo monto por la gorra”. Ja. Llega un momento en la vida… en que lo mejor es dar un paso atrás y que actúen los otros. Ese puto trasto tiene que funcionar. Yo los he visto con mis propios ojos. Conozco todos sus microchips. Los he puesto y quitado miles de veces sin la ayuda de nadie. La solución tiene que estar delante de mis narices y no la veo. A lo mejor… viene otro con savia nueva y en un pispás, lo activa. Tiembla mi pulso cuando llamo al timbre. Me abre Nerea. Chissss. Los chicos están de exámenes en la Universidad y estudian. “Me rindo hermana”, le digo con la voz tomada y la emoción contenida, “voy a contactar con el departamento de robótica y pondré en sus manos el caso… estarán encantados de coger el tema”. Ella niega dulcemente con la cabeza. “No, Epi, no”. Cómo que no. “Nadie que no seas tú tocará a Moko Sito”. “…mmm… entonces seguro que no funcionará nunca… nunca”. “…con el esfuerzo que tú has hecho, eso, a mí ya me da igual…”. Me abraza. Como  cuando, de pequeños, me protegía. Y yo, ahora que nadie me ve, lloro y me descompongo. Luego, cuando se me pase, se hará de día. Y seguro, seguro, se me ocurrirán más cosas.

XI
Ha llamado mi sobrina Nerea. “Oye, tío…. ¿tú quieres a Moko Sito para algo? Vamos a reformar el piso, y tenemos que vaciar trastos… si me dices que no lo quieres lo tiramos al contenedor de la basura y punto”. He saltado de mi silla. “¡Ni se te ocurra tirarlo, que voy para allá!”. Salgo a escape. Multitud de recuerdos se agolpan en mis neuronas. Las sesudas conversaciones con aquel primer clon en el Centro Comercial de Owekina… La increíble llegada de Moko Sito en aquella caja de madera, con su etiqueta de transporte aéreo… El meticuloso montaje… Los sucesivos intentos para activarlo… Mi mano tiembla al volante. Mi pulso es un desastre.  Soy un saco de achaques. Y mis huesos crujen. Abre mi sobrina. Dios, es la viva imagen de su madre. Se me hace un nudo en la garganta. “Pasa, tío, pasa”. Voy al cuarto que tengo allí, al trastero. Carraspeo. “¡Hey, Moko Sito, tú sí estás igual; no como yo que estoy hecho un carcamal!”. Intento levantarlo. Pero pesa mucho para mi machacada columna. “Espera, tío, yo lo llevo”. Ella lo levanta sin aparente dificultad. “Un momento. Buscaré un trapo y lo limpiamos un poco”. Así, a la luz, el robot recupera prestancia. Estamos frente a frente. Y a mí, de repente, se me ocurre, que la clave tiene que estar en la fuente de alimentación. Tiene que ser eso. Y en voz alta, y sin que Nereita me entienda, exclamo: “ESTA VEZ, SÍ QUE SÍ”. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Entre bostezos



I
Giro la llave. Empujo. Abro la puerta. Está oscuro. “¡Abuelooooo!”. Aviso que entro, no sea que, como no oye bien del todo, le vaya a dar un susto. Yo sí me enciendo la luz, no quiero tropezar ni romper alguna de las figuritas de porcelana de su colección incompleta. Tiempo atrás estaba completa, hasta que cayeron dos, víctimas de un pelotazo perdido. Silbo para disimular. Qué mano invisible tiraría aquella pelotita. Ahora huele a cerrado. La verdad, es que si él me echa en cara que hace tiempo que no vengo, tiene toda la razón. No tengo ninguna excusa que darle. Y hoy estoy aquí porque mi madre me lo ha pedido. “Rubén, podrías pasarte un ratito por casa del abuelo”. Si no, tampoco. “¡Abuelooooo!”. No contesta. Yo, directo al fondo de la casa. Estará ahí. Ella me ha advertido que, en muy poco tiempo, él ha pegado un bajón tremendo. Con lo proactivo que ha sido el abuelo toda la vida, ahora está siempre cansado. “A ver si lo animas un poco”. A quién se lo ha ido a pedir. A la alegría de la huerta, nada menos. Ahí está. Sentado en su sillón de mimbre. “¡Abuelo!”. Gira lentamente su cuello. Me sonríe. “Eh, Rubén”. Sí: me ha reconocido. De cara, el ventanal que da a la calle. Sobre su rostro enjuto, la luz oscilante y amarillenta del farolillo de la vela. Tiene la voz afónica, débil. Se lleva la mano para taparse la boca. Y bosteza. Largamente. “¿Estás cansado?”.  “No”.  Luego se corrige: “Bueno, estoy cansado de no hacer nada”. Me ofrece entonces asiento. Y vuelve a bostezar. Van dos. Bufff, está rendido. “¿Por qué no te acuestas, abuelo?”. Niega con rotundidad. “Luego no me duermo. Aquí estoy mejor”, asegura. Mi madre se había quedado corta. Yo lo encuentro muy demacrado. Se va un poco de lado. Va a dar una cabezada, pero corrige la trayectoria. Me pongo frente a él. Mientras, va ya por el tercer bostezo. “Hambre, sueño o perrería grande”, le digo. “Ninguna de esas tres cosas”, me asegura, “esto, esto son ocurrencias de tu abuela”.         

* * * * *
Al punto me he sobresaltado. Con el corazón a mil. Hace como dos veranos que la abuela se fue. Dos ya. A él le están brillando los ojillos. Y yo voy a cambiarle de tema para que no siga por ahí. Él sigue con su voz tomada: “Tú eres el único al que se lo puedo contar, Rubén… Si me guardas el secreto, claro”. No sé qué contestarle. Mientras, los párpados se le cierran con fuerza y la boca se le abre inspirando todo el aire que le cabe. “Cuando ella ya estaba muy, pero que muy malita, me dijo: Amadeo, tú no te preocupes, que aunque no me veas, yo pienso estar aquí, contigo. No me creía nada, claro. No digas eso, mujer. Pero me lo repitió varias veces. Tantas que, al final, tuve que preguntarle, que cómo yo me podría dar cuenta. Y me dijo, Amadeo, cada vez que bosteces, es porque yo estoy ahí, a tu lado”. Según lo estoy escuchando, a mí se me ponen los pelos de punta. Le riño cariñosa pero contundentemente: “Abuelo, abuelo, otra de tus historietas fantásticas”. La lucecilla de la vela parpadea entonces. Un bostezo irreprimible se apodera de mí. Y otro, con él, hace lo propio. Nos reímos de buena gana. Porque nos parecemos a los leones de la metro.

II
De repente, la lluvia. El limpia no se adecua a la velocidad con la que impactan las gotas en la luna del coche. O se pasa. O se queda corto. Hay atasco en la autovía. “Llegaremos tarde”, dice mi mujer. “Paciencia”, respondo yo. Estamos totalmente parados. Es cuando me pica el codo derecho. Uffffffff. Pero qué picorrrrrrrrr. Otra vez. Me rasco. Compulsivamente. “Rubén: de ésta no  pasa. Mañana pides hora para el dermatólogo y que te miren bien. No es normal que de tanto en tanto te den esos picores tan salvajes, así de repente. A lo mejor es una alergia grave…”. Asiento con la cabeza. Ya arrancan un poco los de delante. “¿Me estás oyendo, Rubén? Esta vez llama y no lo dejas pasar… ¡deja ya de sonreír como si estuvieras lelo y deja ya de rascarte, que es peor!”. No, no paro.  Me pica. Bueno. Ya veré. Si llamo. O si no. Porque sé que no va a encontrarme nada raro el dermatólogo. Pero sobre todo, abuelo, abuelo, porque ya te vale cuando me dijiste entre bostezos contagiosos y partiéndote de risa lo mucho que te gustaba picarme. 

domingo, 4 de noviembre de 2012

Decisiones



I
“Félix, por favor, decídete ya, que no tenemos todo el día”. El nano sostiene con una mano al jinete, con la otra al caballo. “Los dos, por fa”. Detrás del mostrador, la señora del kiosko aguarda disimulando su impaciencia. Hay dos clientes detrás esperando para recoger sus periódicos. Están originando una cola. “Los dos, que sean los dos”. Repatea los zapatitos contra el piso. El padre suspira. Está llegando a su límite. “Entonces ninguno. Tú lo has querido”. Y le estira el bracito hacia fuera. “¡No, no, espera, espera!: Que me quedo con el caballo”. El caballo blanco. Bueno, por fin. El niño ha decidido. Vuelve a preguntar. Cuánto decía que valía. Veinte pesetas. Saca la cartera y paga. La satisfacción se queda a medias. “Otro día, venimos a por el jinete”, le promete. Él va a protestar. Sí, seguro, que otro día vienen y ya no quedan jinetes. Pero calla. En su imaginación, el caballo va trotando ya por el aire. Quién no ha oído hablar del famoso jinete invisible.

II
Son casi las nueve de la noche. “¡Hey, machote! ¿Todavía estás así?”, exclama él según entra en el saloncito. “Mira: el papá ha llegado y tú sigues ahí con el plato sin tocar”.  Algo raro flota en el ambiente. La bombilla de cuarenta watios que cuelga del techo parpadea. Él enseguida nota que el niño está serio. Es muy expresivo. “Eh, Félix, ¿qué te pasa?”. Le brillan los ojillos. “Mmmm, papi… ¿pero por qué no pueden venir a mi cumple todos mis amiguitos?”. Ah, era eso. Él medita la respuesta: “…pues Félix, muy sencillo. Porque esta casa es pequeñita y aquí todos no caben”. “¡Si sólo son ocho!”. Ella se lleva las manos a la cabeza: “Madre mía, ¡ocho!, si cuentas a los primos,  tenemos que sacar los muebles para colocarnos todos aquí”. Caras de circunstancias. “¿…y tengo que dejar fuera a dos?”.  Ambos asienten. Ufff, pero qué difícil es decidir eso. “Y venga, que es muy tarde y el plato ya estará frío”. Sin dejar de pensar en cómo se las apañará, el pequeño Félix negocia: “las patatas sí, el pimiento no”.

III
Las seis y pico. A él le resulta raro estar entrando a estas tempranas horas en casa. Desde la escalera ya se escucha el guirigay. Con el dedo índice en los labios susurra: “Shhh, adelante”. Abre la puerta del piso. La escandalera se amplifica. De entre los lados aparecen y se le escurren Fili y Crispi. Ellos eran los descartados. El cumpleañero salta de su silla. “¡Papaaaaá! ¡Han venido!”. Uaaaaauuuuh. Pero qué alegrón. “¡Eh, chicos, estamos todos! ¡Mi papá se ha traído a Fili y Crispi!¡ ¡Fili, Crispi, venid, que aún no habíamos empezado!”.  Se le cuelga del cuello y le da un abrazo que le descoyunta. Él se sonroja. Es blanco de todas las miradas. Es verdad que en esa minúscula salita apenas se pueden mover. Ella viene presta desde la cocina. “¿Cómo es que has venido tan pronto?”. Al tiempo, mira hacia dentro. Y los ve. Los ve a todos. “¡…ay, cabezoncillo, cabezoncillo!”, le dice pellizcándole el moflete. Allá encima de la mesa abarrotada, sigue el sándwich de mortadela intacto. No hay tiempo ahora para hincarle el diente. Es que Félix está manejando a su fiel caballo, y a los cuatro jinetes que le han caído regalados de golpe.
  
IV
Se ha esperado a cantar con desentono el cumpleaños feliz y a que el niño soplara las velas. Luego ha mirado el reloj y con un “ahora vuelvo”, ha salido. La escandalera se sigue escuchando desde el patio. Había aparcado el coche nuevo bajo los plataneros. Sabía que iba a ser blanco de las tripas flojas de los estorninos. Y, efectivamente,  encuentra capó y techo sembrados. Ahora no le importa. Hecho un ocho, se mete como puede, arranca y conduce absorto por las calles adoquinadas de Mardebé. En menos de diez minutos, estaciona en la entrada del antiguo hospital. Tiene una plaza reservada. Baja. Se estira. En cuanto lo ven llegar, dos personas con bata blanca salen a su encuentro. “¿Dónde estaba, Sr. Félix?”. “Os dije que tenía algo  importante que hacer…”. “Sí, pero en estas circunstancias…”. Le van siguiendo a duras penas. Y lo van poniendo en unos antecedentes que ya sabe. Una puerta blanca con cristaleras. Despacho de dirección. Le siguen. Dos expedientes encima de la mesa. De sendos pacientes. Con rostro. Los conoce. Los conoce bien. A los dos. Se hace ahora un silencio absoluto. Ya no valen ahora las consideraciones. Él toma el bolígrafo. Sólo hay material quirúrgico para uno de ellos. Y ya han agotado cualquier otra opción. Le sudan las manos. “Caballo o jinete”, murmura. “¿Cómo dice, Sr Félix?”. Él abre una de las carpetas. Firma la aprobación. La entrega. Los dos responsables del servicio de urgencias salen a escape, “¡que avisen en la 221: el quirófano le espera!”. Él se levanta pesadamente. Está aturdido. No sabe qué hacer ahora. Ya no hay vuelta atrás. Deja pasar unos minutos. Bastantes. Y al final se decide. Opta por salir, retornar a casa. La luz queda encendida. El pasillo está desierto. Frío. De las baldosas se desprende un fuerte olor a desinfectante. Lo respira hondo. En lo que a él respecta, por hoy basta. Tiempo habrá mañana para seguir tomando importantes decisiones.